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Authors: James Fenimore Cooper

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El último mohicano (5 page)

BOOK: El último mohicano
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Los ojos de Alicia habían recobrado su brillo, pero súbitamente su boca se abrió y la palidez de la muerte volvió a cubrir su rostro. Los ojos del oficial siguieron la dirección de los de la joven. Encima de la cornisa, que formaba como un umbral a la abertura de la gruta, vio el rostro malévolo y feroz de Zorro Sutil.

En ese instante el mayor apuntó su pistola y disparó. Los ecos de la detonación produjeron el estrépito de un cataclismo. Disipado el humo de la pólvora, se vio que el indio ya no estaba en la abertura. El guía traidor había desaparecido súbitamente; Heyward corrió a mirar hacia afuera y vio que cruzaba el ángulo que formaba la roca y se ocultaba a su vista.

Los salvajes respondieron con un alarido general. Antes de que Duncan hubiera podido recuperarse de su emoción, la frágil barrera de hojarasca fue esparcida a los vientos y los invasores entraron en tropel. El oficial, las dos hermanas y el músico fueron sacados de su refugio y una vez afuera se vieron rodeados por toda la banda de triunfantes hurones.

Cuando pasó la sorpresa de esta repentina desgracia, Heyward observó la conducta de sus enemigos. Contra su costumbre de abusar de sus venganzas, habían respetado a Cora y Alicia y también al músico, e incluso a él mismo.

El objetivo de los indios no eran ellos, sin duda, sino Carabina Larga. Duncan fingió no comprender su lenguaje. El antiguo guía se conducía de manera muy diferente al resto de los salvajes. Mientras éstos se ocupaban de apoderarse de los efectos pertenecientes al cazador, Zorro Sutil se mantenía a corta distancia de los prisioneros, mostrando una tranquila y profunda satisfacción, como si hubiera logrado cuanto deseaba.

—Un guerrero como Zorro Sutil —le dijo Duncan— no se negará a decirle a un hombre desarmado qué es lo que dicen esos hombres.

—Preguntan dónde está el cazador que conoce todos los senderos de la selva —replicó el magua—. El rifle de ese cazador es bueno y sus ojos están siempre abiertos, pero nada puede contra Zorro Sutil.

El grito de ¡Carabina Larga! se oyó otra vez.

—Los hurones piden la vida del cazador o la de quienes lo tienen oculto —exclamó el magua.

—Se ha escapado y está lejos del alcance de ellos —explicó Duncan—. No ha muerto, ha huido nadando en la corriente cuando los ojos de los hurones estaban detrás de una nube.

—¿Y por qué se quedó el jefe blanco? —preguntó el magua.

—El hombre blanco cree que solamente los cobardes abandonan en el peligro a las mujeres de su raza.

—¿Dónde está Gran Serpiente?

Duncan comprendió entonces que los hurones conocían mucho mejor que él a sus tres amigos ausentes.

—Escapó aprovechando la corriente del río.

—Ciervo Ágil no está aquí —añadió el indio.

— No sé a quién llamas de ese modo —contestó Duncan.

—Uncás —dijo el magua—. Antílope Saltarín llaman los blancos al joven mohicano.

—Si te refieres al hijo del mohicano, huyó con su padre.

Cuando Zorro Sutil explicó a los hurones lo que había sucedido, lanzaron gritos espantosos. Estaban molestos, uno de ellos trató de apoderarse de los hermosos y largos cabellos rubios de Alicia, retorciéndolos con una mano, mientras con la otra blandía un cuchillo y señalaba por dónde trazaría el corte.

Duncan sintió gran alivio cuando vio que el jefe reunía en consejo a los guerreros. La deliberación fue breve, y a juzgar por el silencio que siguió, las opiniones fueron unánimes. El mayor observó la prudencia con que los hurones habían realizado todos sus actos; el desembarco perfecto realizado una vez que habían cesado las hostilidades, el traslado de sus armas en canoas.

Como era imposible resistirse, Heyward dio el ejemplo de sumisión, siendo el primero en embarcarse junto a las hermanas y David, que no salía de su estupor.

Los indios volvieron a reunirse y algunos de ellos fueron a buscar los caballos, cuyos relinchos habían contribuido probablemente al descubrimiento del escondite de sus dueños. El grupo de indios se dividió. El jefe montó el caballo de Heyward y tomó el camino directo a través del río, seguido por la mayor parte de su gente.

En pocos momentos desaparecieron en la selva y los prisioneros con seis indios quedaron a cargo de Zorro Sutil. Duncan observaba todo esto con inquietud, pensando que los entregarían como prisioneros a Montcalm. Se volvió de nuevo hacia Zorro Sutil y le dijo que deseaba decirle algo a solas. El indio habló con sus compañeros, que estaban ocupados en ensillar torpemente los caballos que montarían Cora y Alicia. Después se apartó unos pasos y le indicó al oficial que lo siguiera.

—Zorro Sutil es merecedor del nombre que le pusieron sus padres en Canadá —comenzó Duncan—. ¿Acaso Zorro Sutil ha dejado de ser nuestro amigo?

—Basta. Zorro Sutil es un jefe sabio. Ya se verá lo que él hace. Cuando el magua hable será el momento de contestar.

Heyward notó que las miradas del indio estaban fijas en el grupo de sus compañeros y retrocedió de inmediato para evitar la sospecha de alguna conspiración con su jefe. El magua se acercó a los caballos e indicó al oficial que ayudara a las dos hermanas a montar. El magua dio la señal de partida y se puso a la cabeza del grupo. Lo seguían el músico, más atrás Cora y Alicia, acompañadas por Duncan, y finalmente los indios.

En este orden avanzaron en profundo silencio, dirigiéndose por una ruta opuesta al camino del William Henry. Recorrieron milla tras milla a aquella selva que parecía no tener límites. Durante todo el camino el indio guardó silencio y ni siquiera se volvió a mirar a los que lo seguían. Sin más guía que el sol, marchaba a paso firme, insensible al cansancio.

Después de cruzar un valle surcado por un arroyo tortuoso, llegaron a la ladera de una colina tan alta y empinada que Cora y Alicia tuvieron que desmontarse. Ya en la cumbre, se encontraron en una meseta escasamente arbolada. El magua se tendió bajo un árbol, para darse el descanso de que todos los viajeros parecían estar necesitados.

La meseta elegida por el magua como sitio de descanso no presentaba otra ventaja que su elevación y su forma, favorables a su defensa y que hacía imposible toda tentativa de sorpresa. Heyward, sin esperar ya socorro alguno, se dedicó a consolar a las dos hermanas.

Zorro Sutil, que permanecía aislado, aparentemente sumido en honda meditación, llamó de pronto al oficial y le pidió que le trajera a la joven de cabellos negros, pues el magua deseaba hablar con ella. Duncan fue a buscarla. Cuando volvió con Cora el indio le hizo una seña para que se retirara.

—Cuando un hurón habla a las mujeres —le dijo sonriendo—, su tribu se tapa los oídos.

Cora esperó hasta que Duncan se retirara, y volviéndose al indio le preguntó qué deseaba de la hija de Munro.

—El magua había nacido jefe y guerrero entre los hurones de los lagos. Después vinieron a la selva los blancos del Canadá y le enseñaron a beber aguardiente, que lo convirtió en un bribón. Los hurones lo arrojaron del lugar de los sepulcros de sus padres como si fuera un búfalo. ¿Es culpable Zorro Sutil de que su cabeza no fuera de piedra? ¿Quién le dio el aguardiente? ¿Quién lo convirtió en un bribón? Fueron los caras pálidas, la gente de tu color. Los caras pálidas han expulsado a los pieles rojas de sus campos de caza, y ahora, cuando combaten, es bajo las órdenes de un jefe blanco. El anciano jefe de Horican, tu padre, era el gran capitán de nuestra tropa. Hizo una ley para castigar al indio que, después de beber aguardiente, entraba al campamento de sus guerreros. El magua tontamente abrió la boca y el aguardiente lo llevó a la cabaña de Munro.

—¿Qué hizo el de cabellos blancos?… Que lo diga su hija.

—Hizo justicia —dijo la intrépida Cora.

—¡Justicia! —repitió el indio—. ¡Mira! Aquí hay cicatrices de heridas de cuchillos y balas.

—Si mi padre ha sido injusto contigo, muéstrale que un indio sabe perdonar una ofensa y devuélvele sus hijas.

—Todo hurón devuelve bien por bien y mal por mal. Los brazos de los caras pálidas son largos, y filosos sus cuchillos. La joven de los ojos claros puede volver al Horican y decirle al anciano jefe lo que ha sucedido, si la mujer de cabellos negros jura por el Gran Espíritu de sus padres que no mentirá.

—¿Qué debo prometer? —preguntó Cora.

—Cuando el magua dejó su pueblo, su mujer fue dada a otro jefe. Ahora que él ha hecho nueva amistad con los hurones, volverá a donde están los sepulcros de su tribu, en las costas del gran lago. Que la hija del jefe inglés lo siga y habite para siempre en su tienda. Cuando los azotes surcaron la espalda del hurón, él supo dónde encontraría una mujer que sufriera esos golpes. La hija de Munro irá a buscarle el agua, le molerá el maíz y le cocinará el venado. El cuerpo del viejo dormirá entre seis cañones, pero su corazón estará al alcance del cuchillo del Zorro.

—¡Monstruo! —exclamó Cora, a lo que el indio contestó a este audaz desafío con una sonrisa irónica que revelaba su firme propósito de ejercer la venganza proyectada, y despidió a Cora con un ademán.

Heyward corrió a reunirse con su amiga, pero ésta eludió una respuesta clara. Abrazó a su hermana y le dijo:

—Alicia, el hurón nos ofrece la vida a ti y a mí; devolverá a nuestro valioso amigo Duncan, junto contigo, a nuestro padre, y libertará a nuestros amigos con una condición: que yo renuncie a mi orgullo y consienta…

—Continúa —suplicó Alicia—: ¿Qué te pide, Cora?

—Quiere —añadió bajando la voz— que lo siga al desierto, que habite entre los hurones y que sea su mujer.

—¡No, no! ¡Es mejor que muramos juntas, como hemos vivido!

—¡Muere, entonces! —gritó el magua, y arrojó con toda fuerza su hacha que, cortando el aire frente al rostro de Heyward, y algunos rizos de Alicia, quedó clavada en el árbol, sobre su cabeza.

Duncan, fuera de sí, rompió las ligaduras que le sujetaban sus manos y se arrojó sobre otro salvaje que se preparaba a repetir el golpe, dando gritos y calculando la distancia de la víctima. Lucharon y juntos cayeron al suelo. El cuerpo desnudo del indio hacía difícil el combate para Heyward, de modo que pronto el indio puso una rodilla sobre el pecho y levantó el cuchillo para hundírselo en el corazón. Duncan veía la hoja del cuchillo centelleando en el aire, cuando algo pasó silbando junto a él, acompañado del estampido de un rifle. Sintió su pecho aliviado del peso que lo oprimía, mientras el hurón, convertida su expresión en la imagen del espanto, caía muerto sobre las hojas.

Peligrosa travesía hasta el fuerte

Los hurones se quedaron estupefactos ante la inesperada muerte de uno de los suyos, un solo alarido salió de sus labios:

—¡Carabina Larga! —gritaron simultáneamente.

En efecto, Ojo de Halcón avanzaba contra ellos blandiendo su rifle. Al grito de los indios siguieron exclamaciones de sorpresa al reconocer a Ciervo Ágil y a Gran Serpiente, como los apodaban ellos.

Zorro Sutil fue el único que no se desconcertó tan fácilmente. Estimulando a sus subordinados con la voz y con el ejemplo, desenvainó su largo y filoso puñal y, dando el grito de guerra de su tribu, se arrojó sobre Chingachgook. Uncás contestó al grito de guerra y, lanzándose sobre su enemigo, le partió el cráneo con un golpe de hacha.

Como los combatientes eran iguales en número y armas, cada uno se trabó en lucha con un adversario. Ojo de Halcón no tardó en dejar a su enemigo tendido en el suelo. Heyward también triunfó del salvaje que lo acosaba. Gran Serpiente y Zorro Sutil se confundían entre la nube de polvo y de hojas que levantaban sus violentos movimientos hasta que el mohicano acertó con una puñalada a fondo, cayendo el magua de espaldas. Cuando el cazador se aprestaba a darle el golpe de gracia, el astuto hurón rodó y cayó por una ladera hasta unos arbustos, donde se puso en pie y desapareció a grandes saltos.

—Una acción digna de él. Es una alimaña falsa —dijo el cazador.

Mientras Uncás y Heyward liberaban a las hermanas y al músico, Ojo de Halcón y Chingachgook fueron a recoger y examinar el arsenal capturado a los hurones. El mohicano rescató su fusil y el de su hijo y se les repartieron armas a Duncan y a David, con sus respectivas municiones.

Cuando los hombres de los bosques terminaron la elección y la distribución de armas, el cazador anunció que era hora de partir antes de que Zorro Sutil, que había logrado escapar, fuera en busca de refuerzos para volver al ataque.

Las dos hermanas, ayudadas por Duncan y por el joven mohicano, bajaron la empinada cuesta que poco antes habían subido en condiciones diferentes. Ojo de Halcón abandonó el sendero que habían seguido los hurones, torció hacia la derecha y, entrando en una espesura, cruzó un arroyuelo y se detuvo en un pequeño valle a la sombra de unos álamos.

Heyward, al ver a los guías preocupados en preparar la merienda ayudó a las jóvenes a desmontar y se colocó junto a ellas a descansar. Pero la curiosidad lo inducía a averiguar las circunstancias que habían culminado con la llegada de sus salvadores.

—¿Cómo es que volvió tan pronto, y sin la ayuda de la guarnición del fuerte Edward? —preguntó a Ojo de Halcón.

—En vez de malgastar tiempo y oportunidades cruzando hacia el fuerte, nos apostamos debajo de la barranca del río Hudson, para observar los movimientos de los hurones.

—¿Entonces fueron testigos de todo lo ocurrido?

—De todo, no. Nos mantuvimos cerca y nos costó trabajo contener durante la emboscada a este muchacho mohicano. Cuando ustedes desembarcaron, nos vimos obligados a deslizarnos como serpientes debajo de las ramas, después nos perdimos de vista hasta que los vimos amarrados a los árboles, listos para ser víctimas de una matanza india.

Terminada la comida, Ojo de Halcón dio la señal de la partida. Cora y Alicia montaron sus caballos, Duncan y David levantaron sus rifles y se pusieron en marcha. El cazador adelante y los mohicanos a la retaguardia, se dirigieron por el camino que los llevaba al norte.

La ruta que había elegido Ojo de Halcón cruzaba las llanuras, valles y lomas que recorrieran la mañana de aquel día en que llevaban al magua por guía. Al cazador le bastaba una mirada al musgo de los árboles, o al sol, o a la dirección que llevaban los arroyos, para determinar el camino y alejar las dificultades.

Ojo de Halcón se volvió repentinamente y exclamó:

—Nuestra noche será corta, porque cuando salga la luna tendremos que levantarnos y proseguir la marcha. Recuerdo haber combatido aquí con los maguas. Levantamos un refugio de troncos. Debemos estar cerca de él, hacia la izquierda.

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