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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Frío como el acero (14 page)

BOOK: Frío como el acero
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En la mesa reinaba un silencio absoluto. No había ni un centímetro libre junto a la barandilla y los espectadores se agolpaban tras los jugadores, esforzándose por seguir la partida. En un casino no había nada que se propagara más rápido que la noticia de un jugador de dados en racha total.

—¿Cree que tiene suerte? —dijo Milton mientras lanzaba una mirada al jefe de sala—. Porque yo sí.

Antes de que el estupefacto hombre tuviera tiempo de responder Milton lanzó los dados. Los dos cubos rodaron por el tapete sin tocar las pilas de fichas de la mesa y rebotaron en el extremo de la barandilla.

Se produjo un momento de calma tensa antes de que se oyera una exclamación de asombro colectivo cuando los dos seis quedaron sobre el tapete. Milton Farb acababa de ganar treinta mil dólares y casi había duplicado sus ganancias hasta más de sesenta mil dólares. El tío que estaba a su lado gritaba y le daba palmadas en la espalda. Las palabras que Milton pronunció entonces hicieron que los vítores diesen paso a unos quejidos de incredulidad.

—Voy a cambiar las fichas —dijo al crupier.

La expresión de todos los que rodeaban la mesa habría resultado más apropiada para un funeral o accidente de aviación.

—¡Déjate llevar! —gritó un hombre—. Estás de racha. No lo dejes ahora.

—Esto va a pagar la universidad de mis hijos —gritó otro.

—Soy más listo que afortunado. Sé cuando he de parar —declaró Milton.

Esa verdad nunca sienta bien en un casino.

—Que te jodan —exclamó un hombre fornido que se acercó a Milton para ponerle una mano carnosa en el hombro—. Sigue tirando los dados, ¿me has oído, capullo? Antes de tu llegada no hice más que perder. ¡Sigue jugando, he dicho!

—Ya le ha oído —dijo una voz al tiempo que una manaza aterrizaba en el hombro de Milton y tiraba de él hacia atrás.

—¿Qué coño…? —espetó el hombre dándose la vuelta con los puños apretados. Se encontró cara a cara con el imponente Reuben Rhodes, que cogió el
stick
del crupier.

—Este caballero ha acabado de jugar, así que sugiero que le deje recoger las fichas y hacer lo que le plazca. A menos que prefiera que le meta este palo por su gordo culo.

32

Más tarde, mientras tomaban una copa Reuben riñó a Milton.

—Maldita sea, primero el blackjack y ahora los dados. Te dije que intentaras pasar inadvertido, Milton, no que dieras la nota. Estás complicando mucho nuestro trabajo al convertirte en un problema para el casino.

Milton parecía escarmentado.

—Lo siento, Reuben, tienes razón. Supongo que me he dejado llevar. No volverá a ocurrir.

—¿Y puedes explicarme exactamente cómo vas a cobrar el dinero sin revelar quién eres? Cuando se gana tanto en un casino tienes que rellenar los papeles de los impuestos con tu nombre, dirección y número de la Seguridad Social. ¿Quieres que Bagger tenga esa información?

—Descuida, Reuben, voy a utilizar un documento de identidad falso. No se darán cuenta.

—¿Y si lo comprueban en alguna base de datos?

—En mi documento de identidad consto como ciudadano británico; Estados Unidos carece de autoridad fiscal allí. Y no creo que el casino esté conectado a alguna base de datos inglesa.

Reuben, suficientemente apaciguado, le explicó qué había averiguado con Angie.

—O sea que, si podemos acusar a Bagger de esos crímenes, Susan estará a salvo —concluyó Milton.

—Del dicho al hecho va mucho trecho. Un tío como Bagger sabe cómo ocultar un rastro.

—Bueno, a lo mejor puedo empezar a descubrirlo.

—¿Cómo?

—Oliver nos contó lo de Anthony Wallace. Bagger averiguó quién era y casi lo mató. Veamos, ¿cómo descubrió su identidad?

—No lo sé.

—Sé que es tarde, pero llama a Oliver y a Susan. Pídeles cualquier información sobre Wallace que se les ocurra. Dónde se alojaba, qué hacía, esa clase de cosas.

Reuben hizo la llamada y luego resumió el resultado:

—Oliver la ha despertado para preguntárselo. Wallace se alojaba en el hotel situado justo enfrente del Pompeii. Empleó un seudónimo, Robby Thomas, de Michigan. Casi metro ochenta, esbelto, pelo moreno, un chico muy guapo. Su habitación tenía vistas directas al despacho de Bagger.

—Eso es lo que necesitaba saber. —Milton se levantó.

—¿Adónde vas?

—Al otro lado de la calle. Es muy probable que Bagger se imaginara que Wallace lo espiaba. Si es así, seguro que quiso comprobarlo, y eso es lo que voy a hacer.

—¿Cómo?

—Algo he aprendido de Susan. Tranquilo.

El ágil cerebro de Milton afinó los detalles mientras cruzaba la calle.

—Estoy buscando al señor Robert Thomas. Le llaman Robby —dijo en la recepción del hotel—. Se supone que se aloja aquí. ¿Podría llamarle a su habitación?

Tras una búsqueda rápida en el ordenador, el recepcionista meneó la cabeza.

—No hay ningún huésped con ese nombre.

Milton adoptó una expresión confundida.

—Es muy raro. Él y mi hijo vinieron de Michigan. Teníamos que cenar juntos.

—Lo siento, señor.

—¿Me habré equivocado de fecha? Mi secretaria lo organizó todo y en otras ocasiones ya ha metido la pata. No me gustaría nada dejarlo plantado.

El recepcionista pulsó unas teclas.

—Tuvimos a un huésped llamado Robert Thomas de Michigan, pero fue hace algún tiempo.

—Oh, Dios mío, voy a despedir a mi secretaria en cuanto vuelva a casa. Pero no entiendo por qué no me ha llamado Robby.

—¿Quién le dio su información de contacto?

Milton torció el gesto.

—¡Esa idiota de secretaria! Se equivocó de fecha y probablemente le dio un número equivocado, si es que siquiera se molestó en dárselo.

El recepcionista le dedicó una mirada comprensiva.

—Bueno, al menos espero que Robby se lo pasara bien cuando estuvo aquí —añadió Milton.

El recepcionista echó un vistazo a la pantalla.

—Hay constancia de que le hicieron un masaje. Así que, aunque se perdió la cena con usted, por lo menos se relajó.

Milton rio.

—Cielos, un masaje, hace años que no me dan uno.

—Tenemos un personal magnífico.

—¿Hay que ser huésped del hotel para obtener sus servicios?

—Oh, no, puedo concertarle una cita ahora mismo si quiere.

—¿Sabe qué? Preferiría que me atendiera la misma masajista que a Robby. Así podremos intercambiar anécdotas sobre él. Es todo un personaje y seguro que la masajista lo recuerda bien.

El recepcionista sonrió.

—Sin duda, señor. Voy a llamarla.

Telefoneó al
spa
, habló un minuto y de pronto se le ensombreció el semblante.

—Oh, ya, no me había dado cuenta de que era ella. Vale, te vuelvo a llamar. —Colgó y se dirigió a Milton—: Me temo que no podrá ser la misma masajista.

—Vaya, ¿ya no trabaja aquí?

—No es eso. —Bajó la voz—. Es que… ha fallecido.

—Oh, cielos. ¿Un accidente?

—No sabría decirle, señor.

—Qué pena. ¿Era joven?

—Sí. La pobre Cindy era muy buena persona.

—Lo lamento.

—¿Quiere un masaje de todos modos? De hecho hay un hueco para usted.

—Sí, sí, creo que sí. ¿Dice que se llamaba Cindy?

—Así es. Cindy Johnson.

—Tendré que decírselo a Robby.

Al cabo de una hora Milton había recibido un vigoroso masaje de manos de una mujer entusiasta llamada Helen. Cuando sacó a colación el tema de la muerte de su compañera, Helen pareció entristecerse.

—Fue horrible. Pobrecilla, hoy aquí y al otro día muerta.

—Un accidente, me han dicho —dijo Milton sentado en el salón enfundado en un albornoz y sorbiendo un vaso de agua mineral.

Helen soltó un bufido.

—¿Accidente?

—¿No crees que se tratara de eso?

—Yo no digo ni una cosa ni la otra. La verdad es que no es asunto mío. Pero su pobre madre está destrozada, eso sí me consta.

—¿Su madre? ¡Pobre mujer! ¿Tuvo que venir aquí a identificar el cadáver?

—¿Qué? No, Dolores vive aquí mismo. Trabaja en una mesa de dados en el Pompeii.

—Vaya por Dios, acabo de estar allí.

—El mundo es un pañuelo.

—Pobre señora Johnson —se lamentó Milton—. Perder una hija así.

—Sí. Ahora se llama señora Radnor; volvió a casarse. A Cin le caía bien su padrastro, o eso decía.

Milton se acabó el agua.

—Bueno, gracias por el masaje. Me siento como nuevo.

—A su servicio, señor.

33

De vuelta al Pompeii, Milton informó a Reuben de lo que había descubierto.

Su amigo se mostró impresionado.

—Joder, Milton, Susan te ha contagiado de verdad.

Después de repartir unos billetes de veinte dólares aquí y allá, dieron con la mesa de dados de Dolores Radnor. Milton apostó por un tirador que arriesgaba mientras intentaba calarla. Era delgada y tenía arrugas y una expresión de profunda tristeza.

Al cabo de una hora le tocó un descanso y Milton la siguió hasta una mesa del bar, donde pidió una taza de café mientras sostenía un cigarrillo apagado entre los dedos.

—¿Señora Radnor?

La mujer, sorprendida, lo miró con cautela.

—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Pasa algo?

—Mis condolencias, señora —repuso Milton mientras Dolores lo miraba con aire expectante—. Estuve en la ciudad hace unos meses y su hija me hizo el mejor masaje de mi vida.

A la mujer empezaron a temblarle los labios.

—Mi Cindy era muy buena haciendo masajes. Estudió para eso, obtuvo el título y tal.

—Lo sé, lo sé. Era fantástica. Y le prometí que la siguiente vez que viniera a la ciudad pasaría a verla. Acabo de ir al hotel y me han contado lo ocurrido. Y han tenido la amabilidad de darme su nombre y decirme que trabaja aquí.

—¿Por qué quería saberlo? —preguntó ella con tono más triste que suspicaz.

—Cindy fue tan amable conmigo que le dije que haría una apuesta por ella en la mesa de dados.

Dolores lo miró más detenidamente.

—Oiga, ¿no es usted el jugador que puso al rojo vivo la mesa número siete? Pasé por allí durante un descanso porque todo el mundo estaba hablando del tema.

—El mismo. —Sacó la cartera—. Y quería entregarle la parte correspondiente a Cindy.

—No tiene por qué hacerlo, señor.

—Una promesa es una promesa. —Milton le entregó veintiún billetes de cien dólares.

—Dios mío— se asombró Dolores. Intentó devolvérselos, pero Milton insistió hasta que ella se los guardó en el bolsillo.— El hecho de que usted venga aquí y se muestre tan amable y generoso es lo único bueno que me ha pasado en mucho tiempo. —De repente se echó a llorar.

Milton le tendió unas servilletas de papel. Ella se secó los ojos y se sonó la nariz.

—Gracias.

—¿Puedo hacer algo por usted, señora Radnor?

—Llámeme Dolores. Y acaba de hacer algo maravilloso.

—Helen, la del
spa
, me dijo que su hija había fallecido en un accidente. ¿Fue un accidente de tráfico?

La mujer endureció la expresión.

—Sobredosis «accidental», dijeron. ¡Mentira! Cindy no tomó drogas en su vida. Además, yo me habría enterado porque yo sí las tomé, hace siglos. Los drogatas se calan rápido y ella no lo era.

—Y entonces, ¿por qué creen que murió de eso?

—Sustancias en el cuerpo y un recipiente con drogas junto a la cama. Y ya está: ¡resulta que mi hija es adicta al crack! Pero yo conocía muy bien a mi Cindy. Ella vio lo que las drogas me hicieron. Al final me limpié y conseguí un buen trabajo. Y ahora mi niña está muerta. —Se sorbió la nariz.

—Lo siento mucho, de veras.

Milton se marchó y se reunió con Reuben.

—Bueno, Cindy le da un masaje a Tony Wallace, también llamado Robby Thomas. Wallace recibe una paliza de muerte por parte de Bagger. Y Cindy muere de una sobredosis accidental pese a que no se drogaba.

—No puede ser una coincidencia —aseveró Reuben.

—Lo más probable es que Bagger ordenara su muerte. Puedo investigar un poco en la página web del Pompeii. A lo mejor hay algún fallo de seguridad y puedo colarme.

Se marcharon sin fijarse en el hombre que había estado observando a Milton mientras hablaba con Dolores. Habló por un walkie-talkie.

—Quizá tengamos un problema. Localiza al señor Bagger.

34

Se encontraba en la última fase de una misión de investigación e incursión, único motivo por el cual Harry Finn estaba haciendo cola a primera hora de la mañana después de haber viajado en avión la noche anterior tras la visita a su madre. Mientras escuchaba la cantinela del hombre que encabezaba la cola, Finn seguía pensando en su frágil madre de espíritu resuelto. La historia que le había contado, como en muchas otras ocasiones, concernía a Rayfield Solomon, padre de Harry Finn. Solomon había sido un hombre de una curiosidad intelectual inagotable y poseedor de una integridad intachable. Había trabajado para su país durante décadas, forjándose una reputación no sólo de verdadero patriota sino de hombre capaz de solucionar cosas con sus ideas, capaz de ver la respuesta allá donde nadie más la veía. Luego, en una etapa más tardía de la vida, se había enamorado de la madre de Harry Finn y se habían casado. Con el nacimiento de Finn las cosas empezaron a cambiar o, mejor dicho, a desmoronarse.

Y entonces su padre murió, por decisión propia, se dijo, en un arrebato de culpabilidad. Sin embargo, la madre de Finn sabía que no era cierto.

—Todo fueron mentiras —le había contado una y otra vez—. Nada de eso era verdad. Ni sobre él ni sobre mí. Lo mataron porque tenían sus motivos.

Finn sabía cuáles eran esos motivos; su madre se los había repetido hasta la saciedad. La carrera de Rayfield Solomon al servicio de su país había caído en el olvido, su buen nombre mancillado. La vergüenza injusta no era lo que más dolía a la madre de Finn, sino el hecho de que había perdido mucho antes de lo debido al hombre al que amaba.

—No se merecía nada de eso —le había dicho a Finn—. Y ahora tiene que haber represalias.

Finn recordaba haber oído aquella historia por primera vez cuando contaba apenas siete años de edad, poco después de la muerte de su padre. Entonces le había dejado atónito, había supuesto un trauma para su sentido de la justicia, todavía en desarrollo. Hoy día seguía dejándole pasmado el hecho de que un hombre pudiera ser destruido de forma tan injusta, tan absoluta.

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