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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Frío como el acero (9 page)

BOOK: Frío como el acero
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«A lo mejor me lo merecería», pensó. Porque lo único que tenía en común con los hombres muertos era que ellos también habían sido asesinos.

18

Annabelle estaba en el exterior del cementerio donde Stone trabajaba de cuidador. Tras su charla con Leo y la conversación con Stone, había tomado una decisión. Aquélla no era la batalla de Stone. Por muy amigos que fueran no podía permitir que se implicara en el asunto. Si Bagger llegara a matarlo, Annabelle no sería capaz de cargar con ese peso en su conciencia.

Las puertas estaban cerradas con llave, pero con un tensor y una ganzúa tardó un par de minutos en abrirlas y llegar al porche frontal de la casa. Deslizó por debajo de la puerta la nota que había tardado casi una hora en redactar, a pesar de su brevedad. Al cabo de unos instantes estaba en el coche. Tres horas después iba a bordo de un avión de United Airlines. Mientras la aeronave se elevaba siguiendo el curso del río Potomac, Annabelle miró por la ventanilla. Georgetown estaba justo allá abajo. Le pareció ver el pequeño y cuidado cementerio, el cementerio de Stone. Tal vez en ese momento estuviera en el camposanto ocupándose de las lápidas, encargándose de los muertos y enterrados, expiando pecados pasados.

—Hasta la vista, Oliver Stone —dijo para sí. «Adiós, John Carr.»

—Me encanta esta pijada de Internet —bramó Bagger mientras contemplaba los papeles que uno de los informáticos acababa de entregarle.

—Es increíble, señor Bagger —repuso el joven con gafas con tono vanidoso—. Y sinceramente…

—Lárgate de aquí —rugió Bagger.

El informático huyó aterrorizado.

Bagger se sentó tras el escritorio y volvió a examinar los papeles. Había contratado a una empresa de búsquedas por Internet. No sabía qué fuentes utilizaban y le importaba muy poco. Le habían dado resultados satisfactorios, eso era lo que importaba. Annabelle Conroy había llegado al altar, hacía más de quince años, y por irónico que pareciera, había sido en Las Vegas. La lástima era que no había fotos de la feliz pareja, sólo los nombres. Tenía que ser la misma Annabelle Conroy, porque ¿cuántas personas que se casasen en la ciudad del pecado podrían llamarse así? Pero tenía que asegurarse al cien por cien. Así pues, cogió el teléfono y llamó a una empresa de detectives privados cuyos servicios ya había utilizado en otras ocasiones. Esa gente trabajaba al filo de la ley y, en ciertos casos, cruzaba la frontera. Le encantaban por eso y también porque obtenían resultados. Podría haberles encargado antes que localizaran a Annabelle, pero quería proporcionarles algo de información que les sirviera de punto de partida, y ahora ya la tenía. Cuando dos personas contraen matrimonio, firman un montón de documentos. Y tienen que vivir en algún sitio y contratar cosas como un seguro y los suministros energéticos y tal vez hacer testamento y tener un coche a nombre de los dos.

Rio por lo bajo. Annabelle había fingido ser de la CIA para estafarle, y ahora le demostraría lo que era la verdadera inteligencia.

—Hola, Joe, soy Jerry Bagger —dijo por el teléfono—. Tengo trabajo para ti. Un trabajo muy importante. Necesito encontrar a una vieja amiga. Y necesito que sea rápido porque quiero rodearla con los brazos y estrecharla con fuerza.

19

Stone vio la nota cuando regresó a su casa. Supo por instinto de qué se trataba incluso antes de abrirla, pero se tomó su tiempo para leerla. Al terminar, se recostó en el asiento y respiró hondo. Luego se enfadó. Llamó a Reuben, a Milton y a Caleb. Les dijo que esa noche habría una reunión del Camel Club en su casa. Aunque Caleb rezongó porque tenía que trabajar hasta tarde para acabar un proyecto, Stone insistió en que fuera.

—Es importante, Caleb. Tiene que ver con una de nuestras amistades.

—¿Qué amistades? —le había preguntado él con suspicacia.

—Susan.

—¿Se ha metido en algún lío?

—Sí.

—Entonces iré —dijo Caleb sin vacilar.

Stone pasó las horas siguientes trabajando en el cementerio, apuntalando lápidas antiguas que siempre parecían querer desprenderse de la tierra tras un aguacero, independientemente de las veces que las enderezaba y reforzaba. Estaba haciendo algo más que trabajar. Quería hacer aflorar algo que llevaba enterrado mucho tiempo, tanto en la tierra como en su mente.

La vieja lápida estaba coronada por un águila. Mientras fingía enderezarla por si alguien le observaba, Stone la dejó caer al suelo como por casualidad. En la tierra quedó entonces al descubierto un pequeño agujero que contenía una caja rectangular de metal hermética. La sacó y la introdujo en la bolsa de basura que estaba utilizando para recoger las malas hierbas. Dejó la lápida de lado, se sacudió el polvo de las manos y entró en su casa con la bolsa.

Abrió la caja en el escritorio con una llave que guardaba pegada con cinta adhesiva detrás del interruptor de luz del diminuto cuarto de baño. Dispuso el contenido de la caja delante de él. Aquello era su póliza de seguros por si alguna vez alguien iba a hacerle daño. Stone era consciente de que lo que le habían pedido que hiciera por su país podía considerarse, desde otro punto de vista, como meros crímenes cometidos bajo la frágil bandera del contraespionaje. Le habían dicho en innumerables ocasiones que, si él o los miembros de su equipo eran apresados durante una misión, no confiaran en que el Tío Sam fuera a sacarles del apuro. Estaban solos. Para unos jóvenes dotados de habilidades especiales y grandes dosis de confianza en sí mismos, aquello era una especie de reto imposible de rechazar.

Él y hombres como Lou Cincetti y Bob Cole solían bromear, en sesiones de humor negro, con que si su captura fuese inminente se limitarían a matarse mutuamente y así, como no podía ser de otro modo, dejarían el mundo juntos. No obstante, a medida que transcurrían los años y los asesinatos se sucedían, Stone había empezado a recopilar información y documentación sobre esas «misiones». El Tío Sam podía decir que no respondería por ellos, pero la situación cambiaría sobremanera si Stone demostraba la responsabilidad de la Agencia. No obstante, al final nada de todo aquello había importado. Su mujer había muerto y había perdido a su hija, y las personas responsables de ello, por el mero hecho de que él no quiso seguir matando, no habían recibido su merecido castigo.

Stone se quedó mirando una foto un buen rato. Era de Vietnam, de cuando todavía era soldado, aunque de los especializados. Había recibido el encargo de asesinar a un político norvietnamita. Normalmente, los francotiradores de largo alcance actuaban en equipo. Había vigías, observadores y personas que comprobaban el viento y otras condiciones atmosféricas. Sin embargo, a Stone lo habían enviado solo a una misión que incluso a él le parecía imposible. Lanzarse desde un helicóptero a una selva infectada de vietcongs. Recorrer ocho kilómetros a pie por terreno peligroso y matar al hombre en un mitin al que asistirían más de diez mil personas, con estrictas medidas de seguridad. Luego volver sobre sus pasos y recorrer varios kilómetros hasta el lugar asignado, difícil de encontrar de día y mucho más por la noche. El helicóptero estaría allí exactamente cuatro horas después de haberlo dejado. Pasaría una sola vez, si Stone no regresaba a tiempo quedaría a merced del Vietcong.

Al parecer, le habían elegido para aquella misión suicida porque era su mejor hombre; a decir de todos, el tirador con mejor puntería y el más incansable sobre el terreno. Por entonces Stone era una máquina, capaz de correr todo el día y toda la noche. En una ocasión ya lo habían lanzado desde un helicóptero en el sur del mar de China y había nadado varios kilómetros en aguas turbulentas para matar a una persona considerada hostil a Estados Unidos. Desde más de medio kilómetro de distancia le había pegado un tiro en la cabeza mientras el hombre en cuestión estaba sentado a la mesa de la cocina leyendo el periódico y fumando un cigarrillo. Luego había desandado el camino a nado y un submarino lo había recogido.

No obstante, con la misión de Vietnam, Stone había sospechado que sus superiores le transmitían un mensaje con respecto a su cada vez mayor oposición a la guerra. No cabía duda de que algunos rezaban para que fracasara. Y muriera. Aquella noche no les había complacido. Había matado al político desde una distancia más que considerable incluso para un francotirador de primera, utilizando una mira que habría hecho reír a los actuales tiradores de élite. Stone había llegado al claro cuando el helicóptero estaba a punto de marcharse después de su única pasada. Sabía que los pilotos le habían visto, pero daba la impresión de que no iban a tomarse la molestia de recogerle. Disparó una bala de gran calibre por las puertas de carga abiertas para demostrarles lo equivocados que estaban.

Habían aterrizado el tiempo estrictamente necesario para que subiera a los patines. Mientras el helicóptero se marchaba, no dejaban de dispararles desde la jungla. Aquella noche, Stone había corrido como nunca en su vida, pero no había sacado mucha ventaja a un batallón de airados norvietnamitas. El éxito de esa misión había llamado la atención de la CIA y le había valido la incorporación en el «estimado grupo» de asesinos llamado División Triple Seis.

La Triple Seis era una división desconocida incluso para la mayoría de los miembros de la CIA. Probablemente durmieran mejor sin saberlo. Sin embargo, todos los países «civilizados» tenían asesinos que actuaban en defensa del interés nacional y, por supuesto, Estados Unidos tenía los mejores. Por lo menos ésa era la justificación de sus misiones.

Stone se fijó en otro papel con varios nombres y una foto adjunta. Eran Stone, Bob Cole, Lou Cincetti, Roger Simpson, Judd Bingham y Carter Gray. Que él supiera, era la única foto en que aparecían los seis hombres juntos. Y existía porque, tras una misión especialmente difícil, habían ido a emborracharse juntos en cuanto el avión hubo aterrizado en suelo estadounidense. Cuando Stone contempló su propio rostro prácticamente sin arrugas, el rostro confiado de un asesino que no tenía ni idea de las penalidades y pérdidas personales que le esperaban, notó una presión en el pecho.

Echó una ojeada a la imagen del hombre alto y elegante que Roger Simpson era entonces. Simpson nunca había sido agente de campo, sino que, al igual que Gray, había orquestado las actividades de Stone y los demás desde una distancia relativamente segura. Había saltado al ruedo de la política, donde seguía siendo alto y apuesto. Sin embargo, el carácter ambicioso que había parecido un atributo muy positivo en su juventud le había convertido, al cabo de más de tres décadas, en un conspirador maquiavélico y un hombre que nunca olvidaba un agravio, por nimio que fuera. No satisfecho con ser senador, codiciaba la presidencia y había hecho todo lo posible por alcanzarla. Y cuando el mandato del actual presidente terminara, todo apuntaba a que Simpson era uno de los favoritos para ocupar el cargo. Su esposa, ex Miss Alabama, le añadía un elemento de
glamour
que Simpson —un tanto estirado— nunca habría inspirado. De forma discreta y anónima se rumoreaba que la señora Simpson no disfrutaba demasiado de la compañía de su esposo. Sin embargo, parecía tener tantas ganas de convertirse en primera dama que le seguía el juego.

Stone siempre lo había considerado un hombre sin fuerza de voluntad y un capullo traicionero. El hecho de que un hombre como aquél tuviera muchas posibilidades de ocupar la presidencia en pocos años no hacía más que corroborar la baja opinión que Stone tenía de la política estadounidense.

Dejó los papeles otra vez en la caja y la ocultó en el agujero antes de volver a colocar la lápida en su sitio. Sin olvidar la posibilidad de que alguien fuera a matarle, decidió asegurarse de que Annabelle Conroy seguía perteneciendo al reino de los vivos, aunque hubiera dicho que no necesitaba su ayuda.

Stone había perdido a su hija. No estaba dispuesto a perder a Annabelle.

20

El Camel Club se reunió esa noche a las ocho en casa de Stone. Como de costumbre, Milton llevó su portátil y fue dándole a las teclas mientras Caleb se sentaba nervioso en una silla desvencijada y Reuben se quedaba apoyado contra la pared.

Stone les habló del dilema de Susan y les dijo que se había marchado de la ciudad.

—Pues qué rabia —se quejó Reuben—. Ni siquiera llegamos a salir para tomar algo.

—Es probable que Jerry Bagger matara a esa gente en Portugal y dejara a su compinche moribundo —explicó Stone—. Necesita nuestra ayuda, pero considera que correríamos demasiado peligro.

Caleb se irguió.

—Está claro que no sabe que este grupo disfruta con el peligro.

Stone carraspeó.

—Sí, bueno, mi plan original era investigar a Bagger y ver si podíamos hacer algo para que acabe en prisión.

—En la teoría es un buen plan, pero ¿cómo lo llevamos a la práctica? —inquirió Reuben.

—Creo que valdría la pena ir a Atlantic City y ver qué tal.

—Aquí sale una foto de él —intervino Milton—. El Pompeii Casino tiene página web.

Caleb miró a Bagger, que le sonreía desde la pantalla del ordenador, y lanzó un gemido.

—Dios mío, mirad qué cara, qué ojos. Está claro que es un gánster, Oliver. Uno no va a ver «qué tal» son los gánsteres.

Reuben observó a Stone.

—A lo mejor es un poco arriesgado ir a su territorio.

—Sólo sería para recopilar información —dijo Stone—. Nada de confrontaciones. Sólo observar y quizás hablar con algunas personas que puedan sernos útiles.

—Pero ¿y si Bagger se entera? ¡Vendrá a por nosotros! —exclamó Caleb.

—¿No disfrutabas con el peligro? —le recordó Reuben.

—Ese hombre mata gente y encima seguro que disfruta haciéndolo —replicó Caleb.

—La buena noticia es que tú no tienes que ir —le dijo Stone. Se giró hacia los otros dos—. He pensado que Milton y Reuben podrían hacer el primer reconocimiento; eso si Reuben consigue unos días libres del muelle.

—Siempre encuentro una buena excusa para no ir a descargar grandes camiones por una mierda de sueldo.

—Me parece bien —se limitó a decir Milton.

—¿Te parece bien? —exclamó Caleb—. Milton, este hombre es peligroso. Por el amor de Dios, si es el dueño de un casino —añadió con un susurro—. Se forra gracias a las adicciones de la gente. Seguro que también trafica con drogas. ¡Y prostitución! —acabó diciendo con gesto histriónico.

—Tenéis que ir con cuidado —advirtió Stone—. No corráis riesgos innecesarios.

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