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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Frío como el acero (4 page)

BOOK: Frío como el acero
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6

El coche de alquiler se detuvo frente a la entrada del cementerio en el preciso instante en que Oliver Stone acababa un trabajo. Mientras se sacudía el polvo de los pantalones y miraba en esa dirección, tuvo una sensación de
déjà vu
. Ya le había hecho lo mismo en otra ocasión, pero había acabado regresando. No sabía por qué, pero Stone creía que Annabelle no volvería a permitir que ocurriera. Tendría que pensar qué hacer al respecto, porque no quería perderla.

Annabelle Conroy bajó del coche y cruzó las puertas abiertas. El viento le abrió el abrigo negro y largo que llevaba y dejó al descubierto una falda marrón hasta las rodillas y unas botas; llevaba el pelo recogido bajo un sombrero blando de ala ancha. Stone cerró la puerta del pequeño cobertizo que utilizaba de almacén cerca de su casa y le puso el candado.

—Milton me ha dicho que vuestro viaje a Boston fue un gran éxito —dijo—. Creo que nunca he oído las palabras «brillante», «increíble» e «impasible» tantas veces para describir a una persona. Espero que te reconozcas.

—Milton sería un gran estafador. Aunque no es que le recomiende esa vida a nadie que me importe.

—También me ha dicho que en el viaje de vuelta parecías preocupada. ¿Ha pasado algo?

Annabelle lanzó una mirada a la casita.

—¿Podemos hablar dentro?

Describir el interior de la casita de Stone como espartano sería quedarse corto. Unas sillas, varias mesas, estanterías combadas de libros en distintos idiomas y un viejo escritorio carcomido, junto con una pequeña cocina americana, un dormitorio y un baño minúsculo, todo ello en 55 metros cuadrados.

Se sentaron cerca de la chimenea vacía en las dos sillas más cómodas, es decir, las únicas tapizadas.

—He venido a decirte que me marcho. Y después de todo lo que ha pasado, considero que te debo una explicación —empezó ella.

—No me debes nada, Annabelle.

—¡No digas eso! La situación ya me resulta lo bastante dura tal como es. Así que escúchame, Oliver.

El se reclinó en el respaldo, entrecruzó los brazos sobre el pecho y esperó.

Ella sacó la noticia del periódico de la chaqueta y se la pasó.

—Primero lee esto.

—¿Quién es Anthony Wallace? —preguntó cuando terminó de leer.

—Alguien con quien trabajé —respondió ella vagamente.

—¿Alguien con quien hiciste una estafa?

Annabelle asintió.

—¿Tres personas asesinadas? —se asombró él.

Annabelle se puso en pie y empezó a pasearse por la estancia.

—Eso es lo que me cabrea. Le dije a Tony que fuera discreto y no alardeara del dinero. Pero ¿qué hizo? Exactamente lo contrario, y ahora han muerto tres personas inocentes.

Stone dio una palmadita al periódico.

—Pues, por lo que parece, tu amigo Wallace pronto será la cuarta.

—Pero Tony no era inocente. Sabía exactamente en qué se estaba metiendo.

—¿Y qué era exactamente?

Annabelle dejó de caminar.

—Oliver, me caes bien y te respeto, pero esto es un poco…

—¿Ilegal? Supongo que eres consciente de que no voy a escandalizarme.

—¿Y eso no te preocupa?

—Dudo que hayas hecho algo que supere lo que he visto en la vida.

Ella ladeó la cabeza.

—¿Visto o hecho?

—¿Quién te persigue y por qué?

—No es asunto tuyo.

—Lo es si quieres que te ayude.

—No busco ayuda. Sólo quería que entendieras por qué tengo que marcharme.

—¿Realmente crees que sola estarás más a salvo?

—Creo que tú y los demás estaréis más seguros si yo no rondo por aquí.

—No te he preguntado eso.

—He estado metida en muchos líos y siempre he logrado salir airosa.

—¿En líos tan complicados como éste? —Oliver miró el periódico—. Esta persona no parece andarse con chiquitas.

—Tony cometió un error, un error garrafal. No tengo intención de hacer lo mismo. Soy bastante discreta y me marcharé lo más lejos posible de aquí.

—Pero no sabes lo que Tony les habrá contado. ¿Tenía información que pudiera servir para localizarte?

Annabelle se sentó en el saliente de la chimenea.

—Quizá —se limitó a responder—. Probablemente —corrigió.

—Entonces razón de más para no enfrentarte a esto sola. Podemos protegerte.

—Oliver, te lo agradezco, pero no tienes ni idea de cuan peligroso es. Este tío no sólo es la escoria de la sociedad y está forrado de dinero y tiene a un montón de matones, sino que además le hice algo ilegal. Además de poner tu vida en peligro, estarías protegiendo a una criminal.

—No sería la primera vez que hago esas cosas.

—¿Quién eres? —preguntó ella con toda la intención.

—Sabes todo lo que necesitas saber sobre mí.

—Y yo que pensaba que era una mentirosa de primera.

—Estamos perdiendo el tiempo. Háblame de él.

Annabelle se frotó los dedos largos y finos, respiró hondo y dijo:

—Se llama Jerry Bagger. Es dueño del Pompeii Casino, el más importante de Atlantic City. Hace años lo echaron de Las Vegas porque era un bestia. Era capaz de destriparte si intentabas robarle una ficha de cinco dólares en el casino.

—¿Y cuánto le soplaste tú?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Es importante saber cuan motivado está el tío para ir a por ti.

—Cuarenta millones. ¿Te parece motivación suficiente?

—Estoy impresionado. No parece fácil estafar a un tipo como Bagger.

Annabelle se permitió esbozar una breve sonrisa.

—He de reconocer que fue uno de mis mejores golpes. Pero Jerry es muy peligroso y no está del todo cuerdo. Si piensa siquiera que alguien me ayuda, esa persona recibirá el mismo trato: una muerte dolorosa, muy dolorosa.

—¿Tienes motivos para creer que sabe que estás en Washington?

—No. Tony ignoraba que iba a venir aquí. Los demás también.

—¿O sea que erais un equipo de estafadores? Bagger podría localizar a los demás.

—Es posible. Pero, como he dicho, ellos tampoco saben que estoy aquí.

Stone asintió lentamente.

—Por supuesto no podemos estar seguros de lo que Bagger sabe o no en estos momentos. En los detalles que se hicieron públicos de nuestra aventurilla en la Biblioteca del Congreso no apareció tu nombre ni tu foto. Sin embargo, no sabemos a ciencia cierta si hay algo por ahí que le permita localizarte.

—Mi plan original era marcharme al Pacífico Sur.

Stone negó con la cabeza.

—Los fugitivos siempre van al Pacífico Sur. Probablemente sea el primer lugar en que Bagger te busque.

—¿Bromeas?

—En parte sí, pero sólo en parte.

—¿O sea que realmente piensas que debería quedarme aquí?

—Sí. Doy por supuesto que no has dejado rastro. ¿Ninguna pista que conduzca hasta aquí: nombres, planes de viaje, teléfonos, amigos?

Annabelle negó con la cabeza.

—Vine aquí de forma imprevista. Y siempre bajo nombre falso.

—Lo más inteligente sería descubrir, del modo más discreto posible, qué sabe Bagger.

—Oliver, no es nada sensato acercarse a ese tío. Sería un suicidio.

—Sé cómo husmear, así que déjame intentarlo.

—Nunca he pedido ayuda a nadie.

—Yo tardé décadas en pedirla por primera vez.

Annabelle se extrañó.

—Pero ¿te alegras de haberla pedido?

—Es el único motivo por el que sigo con vida. Cambia de hotel. Supongo que tienes dinero.

—El dinero no me supone ningún problema. —Se levantó y se dirigió a la puerta, pero se volvió antes de llegar—. Oliver, te lo agradezco.

—Espero que sigas pensando lo mismo cuando todo esto acabe.

7

—¿Me tomas por imbécil? —gritó Jerry Bagger.

El dueño del casino encajó el brazo en la tráquea del otro hombre mientras lo empujaba contra una pared de su lujoso despacho, situado en la vigésimo tercera planta del Pompeii Casino. Las cortinas estaban corridas. Bagger siempre las corría cuando se disponía a echar un polvo en el sofá con alguna mujer o a dar una paliza a alguien. Consideraba que tales asuntos debían mantenerse siempre en privado. Para él era una cuestión de honor.

El hombre no respondió a su pregunta más que nada porque no podía respirar. Sin embargo, Bagger no esperaba respuesta. Le rompió la nariz de un puñetazo. Con el segundo tortazo le arrancó un diente delantero. El hombre cayó al suelo sollozando. No contento con ello, Bagger le propinó una patada en el estómago. Eso hizo que el apaleado vomitara en la alfombra. Mientras el vómito se extendía por la cara lana taraceada, los propios guardaespaldas de Bagger tuvieron que apartar a su enfurecido jefe para que no provocara un desastre sin remedio.

Se llevaron al hombre mientras lloraba, sangraba y murmuraba que lo sentía. Bagger se sentó tras el escritorio y se frotó los nudillos agrietados.

Se dirigió a su jefe de seguridad con un gruñido.

—Bobby, si vuelves a traerme más mequetrefes que digan saber algo de Annabelle Conroy y pretendan sacarme dinero con mentiras, te juro que me cargo a tu madre. Y que conste que tu madre me cae bien, pero igual la mato. ¿Está claro?

El jefe de seguridad, un negro corpulento, dio un paso atrás y tragó saliva nerviosamente.

—Nunca más, señor Bagger. Lo siento, señor. Lo siento mucho, de verdad.

—Todo el mundo lo siente, pero nadie mueve un puto dedo para encontrar a esa zorra, ¿verdad? —aulló Bagger.

—Pensamos que teníamos una pista. Una buena.

—¿Pensasteis? ¿Pensasteis? Pues entonces a lo mejor deberíais dejar de pensar.

Bagger pulsó un botón de su escritorio y las cortinas se descorrieron. Se levantó y miró por la ventana.

—Me quitó cuarenta kilos. Esto podría acabar con mi negocio, ¿sabes? No tengo suficientes reservas para cumplir con las obligaciones tributarias. Si ahora mismo se presenta aquí un chupatintas del Gobierno para inspeccionar los libros, podría cerrarme el tinglado. ¡A mí! Antes era fácil sobornar a esos gilipollas, pero ahora, con toda esa mierda de la ética y la anticorrupción, ya no se puede. Acuérdate de lo que voy a decirte: toda esta gilipollez de las cuentas claras va a destruir un gran país.

—La encontraremos, jefe, y recuperaremos el dinero —le aseguró el jefe de seguridad.

Bagger no parecía escucharle. Con la mirada perdida en la calle allá abajo, añadió:

—Veo a esa zorra por todas partes. En sueños, en la comida, en el espejo mientras me afeito. Joder, incluso cuando echo una meada veo su cara en la taza del váter. ¡Me estoy volviendo loco!

Se sentó en el sofá y se tranquilizó un poco.

—¿Cuáles son las últimas noticias sobre nuestro joven Tony Wallace?

—Tenemos a un infiltrado en ese hospital portugués. El muy imbécil sigue en coma. Y aunque lo supere, la cabeza no se le arreglará. Nuestro hombre dice que el tío quedará retrasado de por vida.

—Pues ya era un retrasado mucho antes de que fuéramos a por él.

—¿Sabe qué, jefe? Deberíamos haberlo matado igual que hicimos con los demás.

—Le di mi palabra. Me contó lo que sabía y por eso sobrevivió; ése era el trato. Pero, que yo sepa, con muerte cerebral uno sigue vivo. Mucha gente vive cuarenta o cincuenta años de ese modo. Es como ser un bebé hasta los ochenta. Te alimentan con un tubo, te limpian el culo cada día y juegas con bloques de construcción. Reconozco que no es que sea una gran vida, pero cumplí mi palabra. La gente dice que soy violento y que tengo mal carácter y tal, pero nunca podrán acusarme de no cumplir mi palabra. ¿Sabes por qué?

El jefe de seguridad negó con la cabeza, inseguro de si su jefe quería una respuesta o no.

—Porque tengo principios, joder, por eso. Ahora lárgate.

Una vez a solas, Bagger se sentó al escritorio y se cogió la cabeza entre las manos. Nunca lo reconocería ante nadie, pero junto con todo el odio que sentía por Annabelle Conroy había también admiración, aunque le fastidiara admitirlo.

—Annabelle —dijo en voz alta—. No me cabe duda de que eres la mejor estafadora del mundo. Habría sido un placer trabajar contigo. Y probablemente tengas el mejor culo en que he posado la mano. Así que es una lástima que cometieras la idiotez de desafiarme, porque ahora tengo que matarte. He de dar ejemplo contigo. Y es una pena, pero así son las cosas.

A Bagger no sólo le había enfurecido perder cuarenta millones. Desde que se había filtrado la noticia de la estafa, los tramposos se habían vuelto más temerarios en su casino. Las pérdidas habían aumentado rápidamente. Y sus competidores y socios ya no eran tan respetuosos porque tenían la sensación de que Bagger ya no estaba en la cima y era vulnerable. No le devolvían las llamadas de forma inmediata. Los movimientos con que siempre solía contar no se producían ahora con tanta seguridad.

—Sí, dar ejemplo —volvió a decir—. Para demostrar a esos capullos que no sólo sigo en la cima, sino que soy cada día más fuerte. Y te encontraré, guapa. Te encontraré.

8

El contacto que Oliver Stone propuso era un miembro honorario del Camel Club llamado Alex Ford, agente del Servicio Secreto.

Los dos hombres se tenían plena confianza y Stone sabía que era su único recurso para obtener información de forma discreta.

—¿Esto tiene algo que ver con esa mujer con la que trabajabas? Se llamaba Susan, ¿verdad? —preguntó Alex cuando Stone lo llamó para transmitirle su petición.

—No tiene nada que ver con ella —mintió Stone—. De hecho, dentro de poco se marchará de la ciudad. Esto está relacionado con otro tema en que estoy metido.

—Para trabajar en un cementerio, hay que ver lo mucho que te mueves.

—Así me mantengo joven.

—El FBI también puede ayudarte. Después de lo que hiciste por ellos la última vez, te deben una. ¿Cuándo necesitas saberlo?

—En cuanto te enteres de algo.

—Supongo que te interesará saber que he oído hablar de ese tal Jerry Bagger. Hace tiempo que el Departamento de Justicia le va detrás.

—Seguro que se merece tanta atención. Gracias, Alex.

Más tarde esa misma noche, Reuben Rhodes y Caleb Shaw fueron a ver a Stone a su casa. Caleb estaba muy indeciso.

—Me lo han pedido, pero no sé si aceptar o no. No sé qué hacer —se lamentó.

—O sea que la Biblioteca del Congreso quiere que seas el director del Departamento de Libros Raros —dijo Stone—. Parece un ascenso excelente, Caleb. ¿Por qué dudas?

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