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Authors: Andrej Djakow

Hacia la luz (2 page)

BOOK: Hacia la luz
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—Como habíamos acordado —anunció con voz áspera, y dejó un saco muy grueso a los pies del Stalker.

Martillo deshizo sin prisas los apretados nudos y vació despreocupadamente su contenido sobre el suelo de hormigón. Así tomó forma un abigarrado montículo de pastillas, botellines y rollos de vendas, de donde el Stalker seleccionó varios objetos con aire de suficiencia y los dejó a un lado. Al cabo de un minuto de revolver el montón, volvió a meter en el saco la mayor parte de los medicamentos, se puso en pie, y se lo echó al hombro.

—Escucha, Martillo… —El anciano no se atrevía a mirar a los ojos al Stalker. Durante unos instantes vaciló y luego suspiró hasta lo más hondo—. Eso que llevas ahí son casi todos los medicamentos que nos quedan. Tal vez pudiéramos pagártelos con comida… o con alguna otra cosa.

Nikanor no se movió. Tan sólo los músculos de la cara se le marcaron con más fuerza en la piel.

—Comprádselos a los colillas —replicó bruscamente Martillo. Arrojó un par de cartuchos en la escudilla para pagarles la comida y el alojamiento, agarró el rifle y se marchó de la estación.

El desconcertado Palych dio una palmada de pura sorpresa, pero Nikanor, colérico, escupió en el suelo. Sus airados ojos se volvieron hacia Gleb.

—¡Y tú qué haces ahí mirando embobado, inepto! ¿Es que ya has terminado el trabajo de hoy? ¡Pues te voy a dar más!

Gleb corrió hacia una puerta lateral para escapar lo antes posible de la mirada del furioso jefe de estación. Se marchó a toda prisa por el estrecho pasillo, agarró3 una paleta que estaba junto a la pared y la empleó para limpiarse las botas militares, cubiertas por una capa de mugre reseca, y luego, como de costumbre, bajó a la cloaca. La emoción del encuentro con el temible Stalker aún tenía impresionado al muchacho.

Sin embargo, retirar la porquería de los demás era una ocupación más segura y tranquila.

—¡Hola! ¡Hola! —gritaba Nikanor con voz chillona por el auricular. La conexión con la Technoloshka
[2]
(así era como llamaban a la estación de metro de la Universidad Técnica) era tan mala como siempre. Pese a los ruidos de fondo, una voz lograba hacerse oír de vez en cuando desde el otro extremo de la línea, pero el jefe de estación no lograba comprender ni la mitad de las palabras.

—¡Se lo repito! Tienen que hablar con él en la Moskovskaya. Es terco como un buey. —Nikanor escuchó con atención por el teléfono, luego asintió enérgicamente con la cabeza—. ¡Sí, sí! Ya nos los puede enviar. Avisaré a la patrulla. Los esperaremos.

Nikanor arrojó el auricular sobre la horquilla, se dejó caer sobre un sillón gastado y encendió un cigarrillo liado a mano. El teléfono debía de ser el último indicio de civilización que aún perduraba en la Moskovskaya. Ni siquiera habían sido ellos quienes habían instalado el cable, sino los llamados «gasóleos». Los mismos que administraban la electricidad de las escasas e insuficientes lámparas que alumbraban miserablemente la estación. Exigían un precio abusivo por la luz, y por ello no eran queridos entre el pueblo. Nikanor no soportaba a aquellos arteros engendros, pero tampoco tenía ninguna posibilidad de hacer nada contra ellos.

Apagó la colilla y se levantó de la mesa. Había llegado el momento de organizar la recepción de los huéspedes.

Clac. Clac. Clac. El sonido del Zippo que se abría y cerraba lo tenía hipnotizado. Sobre el pulido metal del mechero se distinguía con nitidez una figura en relieve de un águila con dos cabezas. A veces, en muy escasas ocasiones, Gleb se permitía hacer girar la ruedecita. Entonces contemplaba con entusiasmo la trémula lengua de fuego. Su padre le había dicho que había que ahorrar con el mechero y Gleb lo tenía bien inculcado. Durante todos los años que habían pasado desde la muerte de sus padres, el muchacho no se había separado ni un solo instante de su preciada alhaja de metal. Era el único recuerdo que le quedaba de la familia que había perdido. Y el Zippo todavía funcionaba, aunque cada vez peor, y por eso mismo Gleb lo encendía cada vez menos. El fuego del hogar. El muchacho comprendía tan sólo de manera muy vaga lo que podía significar esa expresión, pero creía con firmeza que en ese momento el guardián del fuego del hogar era él, y que sus padres estarían cerca mientras la llama del mechero proyectara su débil fulgor.

Gleb no se dio cuenta de que el sueño se apoderaba de él.

El mechero mágico se disparó. Un rostro apareció en la oscuridad. Le resultaba tan familiar… esos ojos entrecerrados y esos rizos rebeldes que olían tan bien… madre…

Alguien tiró con rudeza de la mano del muchacho y lo sacó de sus ensueños. Gleb levantó la mirada y vio al gordinflón Procha, conocido en la estación por pendenciero e intrigante. Procha le daba vueltas al mechero con sus gruesos dedos y contemplaba el botín. Algo más allá se habían apostado tres sucios individuos —sus secuaces— y contemplaban con sonrisa cruel los actos de su cabecilla.

—Mirad esto —dijo el gordo, satisfecho, y enseñó el trofeo a sus camaradas.

—¡Devuélvemelo! —Gleb se puso en pie de un salto y miró con odio a su contrincante—. ¡Es mío!

—¡Pues ven a cogerlo! —El gordo sonrió con malicia y sostuvo en alto el mechero.

Gleb saltó sobre él y trató de quitárselo. Los muchachos lo miraron con sorna. El gordo le sacaba una cabeza a Gleb y era el doble de ancho. Gleb no tenía ninguna oportunidad. Procha sonreía satisfecho y se le veían los dientes podridos.

—Dame eso —se lamentaba Gleb, desesperado—. Es un regalo de mi padre. ¡Devuélvemelo ahora mismo!

El gordo se había hartado de jugar y lo golpeó en la cara con uno de sus puños rechonchos, y Gleb aterrizó violentamente en el suelo. Le salía sangre por la nariz y estaba a punto de llorar. Sintió tanta desesperación y tanta humillación que habría querido desaparecer. Que el suelo se lo tragara. Marcharse de aquel horrible sitio. Para volver a estar con sus padres.

—¡Ponte en pie y límpiate los mocos!

Gleb se aterró al oír las inesperadas y severas palabras. Al instante se dio cuenta de que ya conocía aquella voz masculina. La había oído poco antes.

Turbado, se dio la vuelta.

Ante él se erguía el gigantesco Stalker venido de otro lugar. Al parecer, había estado allí desde el principio y había contemplado la denigrante escena. Gleb no se atrevió a desobedecer la orden y se levantó como si lo hubiera picado una tarántula.

¿Cómo lo habían llamado? ¿Martillo?

—¿De qué tienes más miedo? ¿De que te peguen en la jeta o de quedarte sin tu juguete? —La mirada rabiosa de Martillo atravesó a Gleb, hasta el punto de que el muchacho no se atrevió a apartar los ojos—. Es tu propiedad. Te pertenece sólo a ti, y a nadie más.

El Stalker escupía estas duras frases como si las cortara con un hacha. Pero a medida que pronunciaba cada una de esas palabras se encendía en Gleb una furiosa resolución, que acabó con la desesperación y la angustia que había sentido poco antes. Los puños se le cerraron como por sí solos. Al instante, el muchacho se plantó frente al gordo y le enseñó los dientes como un depredador. Su cuerpo reaccionó por mero instinto. El muchacho se agarró con ambas manos a los grasientos cabellos de su contrincante y empleó todas sus fuerzas para golpearlo en la cara con su propia frente. El gordinflón retrocedió tambaleándose, se cubrió con las manos la boca herida y aulló con fuerza. El mechero cayó sobre el andén.

Gleb lo recogió y miró a los seguidores de Procha con ojos llenos de odio: ¿alguien más quería quedarse con su tesoro? Sin embargo, los camaradas del gordo no quisieron enfrentarse con él. Al cabo de unos pocos instantes desaparecieron.

El Stalker vio, sin intervenir, cómo Gleb se dejaba caer al suelo y estrujaba contra el pecho su preciosa joya. Había algo extraño en el muchacho. A primera vista parecía un adolescente como tantos otros que circulaban por las estaciones. Cabellos mugrientos e hirsutos, mejillas chupadas, bolsas bajo los ojos. Un muchacho sucio de nariz respingona. No tenía nada especial que lo diferenciara de otros chicos de su edad. Salvo su mirada despierta, extrañamente adulta. Y tampoco se hallaba en sus ojos la fatigada resignación que anidaba en la mirada de la mayoría de los habitantes del subsuelo.

Si bien con cierta renuencia, Martillo dio media vuelta y se marchó en dirección a la hoguera. Las inquietas llamas iluminaban el círculo de personas que rodeaba la fogata. Entre ellos había muchos conocidos, pero Gleb descubrió también un par de caras nuevas. Se guardó el mechero en el bolsillo de sus pantalones desgarrados y se acercó al fuego.

Los dos recién llegados se distinguían de las gentes del lugar por su ropa limpia y por unos curiosos cinturones anchos en los que no llevaban ningún arma, sino herramientas variadas: martillos, tenazas, destornilladores. Era obvio que la extraña pareja provenía de la Technoloshka.

Gleb había oído muchas historias maravillosas acerca de aquella estación. Se decía que allí había luz en todos los rincones, y cierto número de instalaciones técnicas y máquinas. Al parecer, no había granjas de cerdos ni cultivos. Los gasóleos obtenían toda su comida en otras estaciones. La cambiaban por armas y aparatos necesarios para su economía.

Gleb supo en seguida quién era el jefe. Era el de la barba y el rostro severo. El gasóleo carraspeó e intercambió una mirada fugaz con Nestor, que se sentaba junto a él, y se volvió hacia el Stalker.

—Así pues, ¿tú eres Martillo? —El Stalker tendió ambas manos hacia el agradable calor de la fogata y fingió no haber oído la pregunta—. No has aceptado nuestra invitación. Por eso estamos aquí. Como se suele decir: si la montaña no va a…

—¿Para qué me necesita la Alianza? —lo interrumpió bruscamente Martillo. El gasóleo se calló a media frase, pero retomó en seguida el hilo de lo que estaba diciendo:

—Eres astuto, Stalker. Sí, somos representantes de la Alianza Primorski y tenemos un trabajo que encargarte.

—No me interesa ningún trabajo.

—Bien. —El barbudo lo miró con el ceño fruncido—. Pues entonces no será ningún trabajo… Necesitamos tu ayuda, Martillo. Es muy importante para la Alianza. Para todos nosotros.

—¿Qué queréis exactamente? —El Stalker miró al gasóleo como a una mosca molesta.

—No podemos hablarlo aquí mismo… pero te voy a decir lo siguiente: se trata de una expedición… Te consideramos el candidato más apropiado para guiar a la tropa…

—¿Hacia dónde?

—Bueno… —El barbudo contuvo la respiración—. Hacia Kronstadt.
[3]

El Stalker se incorporó en silencio y se encaminó hacia la salida de la estación. Los representantes se agitaron, intranquilos.

—¡Te pagaremos con cartuchos, Stalker! ¡Todos los que te puedas llevar!

Los habitantes de la estación escucharon los fútiles intentos de los huéspedes por convencerlo.

—¡Comida! ¡Medicamentos! ¡Armas!

—No te esfuerces, gasóleo —respondió Martillo sin volverse.

—¿Ésa es tu última palabra?

—Vete al infierno. —Martillo se dio la vuelta y echó una maligna mirada al gasóleo.

—Ésa sí que ha sido su última palabra —comentó Palych con una sonrisa irónica.

El barbudo pareció hundirse, pero, al instante, se puso en pie y gritó con desesperación:

—La Alianza te va a demostrar su agradecimiento. ¡Podrías pedirles lo que fuese, Martillo! ¡Tendrías todo lo que quisieras!

El Stalker se detuvo y reflexionó.

—¿Todo?

—Todo lo que se encuentre en poder de la Alianza.

Poco a poco, como en un terrible sueño, el Stalker levantó la mano…

—Quiero a ese chico.

Señaló con el dedo a Gleb.

El muchacho se quedó paralizado. Un escalofrío de horror le recorrió el cuerpo. Tenía la boca seca. Como a través de un velo de algodón, oyó que el jefe de estación cuchicheaba con los gasóleos. Nikanor agitaba las manos y sus gritos se volvían cada vez más fuertes, hasta que el muchacho oyó claramente lo que decían.

—¡Cómo se os ocurre siquiera proponerlo! ¡Diez kilos de carne de cerdo por un picaruelo! ¡¿Dónde se ha oído algo semejante?! —Nikanor miró al petrificado Gleb y volvió a apartar en seguida la mirada—. Dadnos como mínimo un peso equivalente al del crío. ¡De ahí no bajamos!

Gleb tan sólo recordaba vagamente lo que sucedió después, como si lo hubiera visto a través de una niebla. Las lágrimas le ardían en los ojos: lágrimas de humillación y de angustia. Fragmentos, cada uno de ellos más absurdo que el anterior, pasaron frente a él como en una película muda. El viejo Palych iba de Nikanor al gasóleo, del gasóleo a Nikanor, y les gritaba, unas veces a uno, y otras al otro. Nata, la chica de los vecinos, lloraba en los brazos de su madre y miraba asustada a Gleb. Nikanor discutió con la mirada baja los detalles del acuerdo con los gasóleos. Luego, la figura del Stalker se plantó frente a la del chico.

—Lo has oído todo, muchacho. Tus compañeros de estación son basura, el aire que se respira aquí es basura, y tu trabajo, por lo que he oído, es basura de la más fina. Aquí no vamos a encontrar mucho más. Nos marchamos.

Gleb se enjugó las lágrimas con una manga raída, echó una última mirada a la bóveda de su estación y siguió a Martillo con andares pesados. En lo más hondo de su alma presentía que no iba a regresar jamás a su antigua vida.

2
LECCIÓN DE CAZA

Los viajeros pasaron la patrulla de control y entraron en las negras fauces del túnel. La agradable penumbra de la estación quedó atrás. Martillo encendió la linterna y un brillante rayo de luz perforó la oscuridad. Gleb parpadeó sin poder evitarlo. Aquella luz era mucho más brillante que la de las lámparas de la Moskovskaya. El Stalker avanzaba sobre las traviesas con pasos seguros. Gleb lo seguía a pasitos y miraba con precaución todos los detalles iluminados por la linterna: las tuberías que rezumaban líquido, la maraña de cables enmohecidos, los armazones oxidados en las gigantescas paredes. Los viajeros no se dijeron ni una sola palabra, pero el silencio era engañoso. Además del constante goteo del agua y del silbido casi imperceptible de los conductos de ventilación, se oían también sonidos lejanos que Gleb no lograba identificar. Le resultaban inquietantes. Había entrado por primera vez en el túnel y no se sentía cómodo.

Más adelante se toparon con un pasillo lateral de techo bajo, con unos escalones pequeños que se adentraban en la oscuridad. Gleb hubiera querido pasar de largo lo antes posible, pero el Stalker lo obligó a entrar. La escalera resultó ser mucho más corta de lo que el muchacho había pensado. Anduvieron unos pocos metros más allá por un pasillo estrecho y entraron en una habitación pequeña abarrotada con todo tipo de cachivaches. Martillo buscó entre los trastos y rollos de cable hasta encontrar una pesada anilla y tiró de ella. Una trampilla se abrió ruidosamente. Un breve descenso por un pozo vertical los llevó hasta otro corredor, cuyo final era invisible en la lejanía.

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