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Authors: Andrej Djakow

Hacia la luz (3 page)

BOOK: Hacia la luz
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—Más rápido. —El Stalker aceleró el paso y también la respiración.

Pasaron una bifurcación, y, de pronto, Martillo echó a correr. Llegaron a un nuevo pozo vertical que llevaba hacia arriba.

—¡Más rápido!

El muchacho, víctima del pánico, escudriñó la galería a oscuras que estaban a punto de abandonar. ¿De quién huían? ¿Cómo era posible que un Stalker armado huyera de ese alguien —o algo— como un diablo huiría del agua bendita? Pocos metros antes de llegar a la escalera, Martillo dio un traspié y se cayó al suelo. Una mueca de dolor apareció en su rostro y violentos espasmos sacudieron su cuerpo.

Gleb se quedó inmóvil, perplejo. ¡Estaba perdido! El temible guerrero yacía a sus pies arrebujado como un embrión, gimoteaba débilmente y todo su cuerpo temblaba. Martillo se mordió los labios y abrió torpemente el bolsillo donde llevaba los cartuchos. Una vieja funda se cayó de su interior y el contenido se desparramó sobre el hormigón. Un par de jeringuillas con un líquido turbio… El muchacho agarró una de ellas y se apresuró a entregársela al Stalker. Éste se la quitó con manos temblorosas y le dio una patada a su propio fusil de asalto, que resbaló por el suelo y fue a chocar contra los zapatos de Gleb.

—Controla… el pasillo… —logró decir el Stalker, y luego, con dedos rígidos, se clavó la jeringuilla en el antebrazo.

Gleb levantó el rifle con precaución y apuntó hacia la negrura del corredor. No le resultó nada fácil. Palpó el gatillo con el dedo. Al tener el arma en la mano se tranquilizó un poco.

El Stalker no se movía. El muchacho miró a su alrededor.

El aliento de Martillo se había vuelto más regular y sus músculos agarrotados se relajaban gradualmente. Al cabo de cinco minutos de tensa espera, el Stalker se puso en pie, le quitó el fusil de las manos a Gleb y empujó al muchacho hacia la escalerilla.

Treparon por la herrumbrosa escalerilla del pozo y salieron por una nueva trampilla. Gleb no se atrevía a preguntarle al Stalker por el súbito ataque que había sufrido, y más adelante no iba a tener ninguna oportunidad. Se oyó el chasquido de un interruptor y se encendieron varias lámparas. El muchacho se vio en una sala de dimensiones impresionantes. ¡Allí había de todo!

Junto a una de las paredes había literas sobre las que se acumulaba todo tipo de trastos. A lo largo de la otra había toneles, bidones, un par de pesadas máquinas, así como un largo banco de trabajo con infinidad de herramientas. Algo más lejos, Gleb descubrió hileras de latas de conservas de los tipos más variados. Hasta aquel momento había pensado que la palabra «conservas» significaba carne enlatada. Mayor fue su sorpresa al descifrar las denominaciones que figuraban en las etiquetas.

—Búscate algo… para comer —ordenó Martillo en tono cortante, y desapareció en el interior de la morada—. Y también algo para mí.

—Me… lo… co… tón —silabeó lentamente Gleb. Sobre la etiqueta medio borrada había una imagen desconocida, de color amarillo. El muchacho se llevó aquel portento así como unas pocas latas adornadas con el dibujo, este sí familiar, de la cabeza de una vaca. Luego pasó a la habitación siguiente. El Stalker tenía allí su cocina.

Al cabo de poco, la leña crepitaba, y el agua caliente hervía en una olla de hierro colado.

Gleb se sentó con precaución en el inseguro taburete del rincón y se recostó contra la áspera pared. Las tensiones del día se hacían sentir. Echó una cabezada.

En esta ocasión soñó con su padre. Alto, flaco, y siempre bien afeitado. Incluso cuando regresaba del turno de noche, lo primero que hacía era sacar un trozo de espejo y una navaja de afeitar y se dirigía al lavamanos. Así lo recordaba Gleb.

En el día memorable en el que padre y madre habían emprendido el camino hacia la Sennaya, el muchacho no había pensado en absoluto que no volvería a verlos. Ese día sólo uno regresó a la Moskovskaya. La noticia tardó unos días en llegar a la estación: unos bandidos del Imperio de los Vegetarianos había asaltado los puestos de venta de la Sennaya. Los colonos vegetarianos que habían colonizado la línea verde habían querido introducir un nuevo sistema ecológico en el metro para volverse uno con la naturaleza. Se decía, incluso, que ya no eran verdaderos seres humanos. Pero, sobre todo, tenían mala fama por su crueldad. Palych fue el único que logró regresar a la estación y contó la horrenda matanza.

Un sonido áspero y metálico despertó a Gleb de sus sueños. Martillo empleaba con destreza un machete de paracaidista para abrir las dos latas de carne. Luego las vació en el puré que humeaba dentro de la olla. Removió cuidadosamente la sencilla comida con el gigantesco machete, sacó dos cucharas de aluminio y le acercó la olla al muchacho.

—Cómetelo. ¿No habías probado nunca el puré de alforfón? Antes de la catástrofe se encontraba en todas las tiendas.

El muchacho miró de reojo al Stalker. Martillo tomó una cucharada de puré y se puso a masticar con apatía. Estimulado por el olor del sencillo y sustancioso plato, Gleb se puso a comer de inmediato. No era la primera vez que comía puré de cereal. Pero el alforfón que los colillas les proporcionaban a cambio de la madera no podía compararse con aquel exquisito manjar.

Luego les llegó al turno a los enigmáticos me-lo-co-to-nes. Gleb se dio cuenta en seguida de que aquella comida no sólo le calmaría el hambre, sino que le procuraría un indescriptible deleite. El muchacho cerró los ojos con placer y devoró de un tirón el contenido de una de las latas. Tan sólo por eso habían merecido la pena los esfuerzos de aquel día.

Gleb se sobrepuso a su timidez y logró que un «gracias» aflorase a sus labios.

—Recoge todo esto, pero no toques nada más. —El Stalker agarró su fusil—. Tengo que marcharme durante un rato.

Ahíto y fatigado, Gleb se decidió a preguntar:

—¿Se encuentra usted mejor?

Martillo se detuvo en el corredor y miró con enfado al muchacho.

—No me hagas preguntas inútiles, chico. Si vuelve a ocurrirme, inyéctame la misma mierda. Acuérdate de que ésa es tu obligación más importante y que de ella depende tu inútil vida.

El Stalker desapareció por la puerta. La trampilla se cerró.

Gleb se quedó solo con sus preguntas y sus impresiones.

Al día siguiente no sucedió nada importante. Gleb exploró el «apartamento» de Martillo y contempló con interés los extraños aparatos, la maraña de tubos y las estanterías en las que se amontonaban armas de todos los calibres y para todos los gustos. Aquí y allá, sus ojos se detenían sobre pequeños carteles con enigmáticas inscripciones: Extractores de ventilación, Generadores, Válvula de calefacción… en cuanto su estómago empezó a refunfuñar, el muchacho emprendió nuevas investigaciones por el almacén de alimentos y se acostumbró a terminar todas sus comidas con una nueva porción del divino me-lo-co-tón.

También encontró, por fin, la salida principal de la cámara del tesoro: una escalera que ascendía hasta una pesada puerta hermética. A juzgar por lo oxidado que estaba el cerrojo, el Stalker no empleaba aquella salida. Por otra parte, Gleb descubrió una puerta más pequeña en el otro extremo del almacén, junto a unas botellas de oxígeno. Tenía una ventanilla enrejada con un cristal opaco. Al otro lado reinaba la más absoluta oscuridad. En el suelo, al lado de la puerta, descubrió un cartel con un texto escrito en correcta letra de imprenta. El muchacho recorrió con los dedos su color desvaído y leyó: «Búnker n.º… El número era ilegible. Debajo: R
ESPONS
. S
AZONOV
, V. P.,
LLAVE A CARGO DEL MÉDICO DE SERVICIO EN EL HOSPITAL N.º
20
, TF.
371…». El resto también estaba ilegible.

El muchacho examinó concienzudamente el cartel y se sumergió en sus reflexiones. Entendió que ése era el motivo por el que Martillo no vivía en la estación. En aquella instalación subterránea de defensa antiaérea se vivía mucho más cómodamente que en una estrecha tienda. Y era evidente que al otro lado de la puerta empezaba un pasillo que enlazaba el búnker con el sótano del hospital. Por supuesto: ¿Cómo, si no, habría sido posible trasladar a los heridos y los enfermos?

El muchacho echó otra mirada por la ventanilla. Estaba helado. La oscuridad del otro lado de la puerta tenía algo de irreal, tan completa era su negrura. De pronto tuvo una idea: ¡Probablemente aún habría medicamentos en el hospital! Gleb se imaginó regresando a la Moskovskaya con un montón de pastillas y de vendas. Seguro que los suyos se iban a alegrar. Y quizá el tío Nikanor lo tendría en mejor concepto y lo aceptaría de nuevo.

El pensamiento complació de tal manera al muchacho que, presa del entusiasmo, corrió de un lado a otro por el búnker para hacerse con todo lo necesario. Se apresuró a ponerse la máscara de respiración, arrancó el seguro del cartucho de filtro, agarró una imponente linterna del banco de trabajo y se dirigió, resuelto, hacia la pesada puerta. Las bisagras estaban bien engrasadas y no crujieron. El Stalker sí empleaba aquella salida. El muchacho se detuvo en el lindar y escuchó. No oyó nada, salvo su propia respiración al pasar por la máscara de gas. No había ningún peligro. Gleb se tranquilizó y encendió la linterna. Ésta centelleó un par de veces e iluminó el pasillo con un pálido rayo de luz. No importaba, sería suficiente. Le bastaría con un instante. Para ir y volver una sola vez.

Pero a Gleb no le resultó nada fácil cruzar la frontera entre la luz y la oscuridad. Las piernas, traicioneras, le temblaban y no querían obedecerlo. Ah, pero lo iba a conseguir. Era ridículo… Primero hasta el final del pasillo, y luego ya vería lo que se encontraba más adelante.

Al fin, Gleb logró dominarse y avanzar. El pálido rayo de luz se adentraba tan sólo unos pocos metros en la oscuridad. El muchacho creía sentir que la oscura nada se defendía del minúsculo rayo de luz que llevaba en la mano. Casi a cada paso, Gleb se volvía hacia la puerta iluminada, que se hacía cada vez más pequeña en la lejanía. El pasillo lo llevaba hacia el corazón de las tinieblas. Una angustia pegajosa le recorrió el cuerpo desde los dedos de los pies y subió lentamente, cada vez más arriba, hasta anidarle en la nuca.

Más adelante se oyó inequívocamente un crujido. Gotas de sudor afloraron a la frente de Gleb. Como en trance, avanzó poco a poco y trató de encontrar el origen del ruido. Presa del temor, no se atrevió a dar la vuelta y correr hacia la luz salvadora del búnker.

No habría sido capaz de dar la espalda a lo desconocido. Tan sólo quería una cosa: ver lo antes posible lo que tenía delante. Y convencerse de que era el conducto de ventilación que agitaba las hojas esparcidas por el suelo, o ratas que buscaban comida. No podía ser otra cosa. ¡Imposible!

Los contornos de una esquina tomaron forma en la oscuridad. El muchacho iluminó lo que había al otro lado. Un nuevo pasillo que no conducía a ninguna parte. Gleb echó una última mirada a la lejana puerta del búnker y desapareció tras el recodo. Parecía que era allí donde empezaban los sótanos del hospital. Techos bajos de hormigón, montañas de cristales rotos en el suelo, armazones de camas herrumbrosos que encontraba de vez en cuando… En algún sitio debía de haber una escalera que condujera a la planta baja. Después de registrar varias habitaciones repletas de trastos, Gleb llegó al umbral de una sala más grande, cuya pared opuesta desaparecía en la penumbra.

Una vez más: el crujido. En esta ocasión lo había oído mucho más cerca. Nervioso, Gleb se puso a iluminar todos los rincones con la linterna para descubrir qué era lo que se movía. El pálido círculo de luz capturó por unos instantes una figura grande y borrosa, pero no se detuvo allí. El muchacho había visto a duras penas a la criatura, y, por pura inercia, había enfocado la linterna en la dirección opuesta. La luz titilante y pálida distorsionaba el perfil de los objetos y arrojaba sombras maravillosas sobre las paredes. Gleb no habría sido capaz de reconocer la borrosa figura que tenía delante. Recordaba a un niño castigado a quedarse de pie en el rincón, con la cabeza oculta bajo un harapo informe. Una fea joroba adornaba su espalda. El muchacho dio un paso hacia la criatura. Y luego otro. Por un instante le pareció que la figura se había movido. Tal vez fuera la linterna la que había oscilado a causa del temblor de su mano.

Otro paso… La figura tenía contornos cada vez más precisos. Un poco más, se decía Gleb, y desaparecería el producto de su imaginación, y descubriría que tan sólo se trataba de un inocuo montón de cachivaches como los que había por todo el sótano. ¡Qué iba a ser, si no!

De repente, la linterna se apagó. Fue tan repentino que el muchacho se quedó inmóvil, sin atreverse a respirar. En aquella absoluta quietud, oyó un crujido frente a él. Una terrible escena se desarrolló en la imaginación de Gleb: la pesada figura se incorporaba lentamente, se daba la vuelta, arrojaba al suelo los harapos a medio pudrir y tendía hacia él sus manos largas y nudosas, con garras afiladas como navajas de afeitar.

El muchacho jadeó de puro espanto y retrocedió. En aquella absoluta oscuridad, creyó ver una sombra que se plantaba frente a sus ojos. Se cayó de espaldas, agitó las piernas y se arrastró por el suelo polvoriento con el cuerpo convulso.

Un aullido prolongado y ensordecedor se hizo oír en el gigantesco sótano. Se le erizó el cabello. Una gélida oleada de terror inundó su conciencia. No acababa de entender que era él mismo quien había aullado de miedo. Gleb trató de escapar y, en la negrura, se estrelló una y otra vez contra la interminable pared de la bóveda subterránea. Comprendió, en su desesperación, que si no tenía luz no encontraría jamás el camino de vuelta, perdió totalmente el control y dio traspiés y chocó contra un montón de muebles rotos. Uno de los costados le ardía a causa del golpe, se le cortaba el aliento. Por un instante, Gleb llegó a pensar que se le había estropeado la máscara de gas, porque no lograba inspirar el aire con olor a goma.

Respirando con dificultad, a punto de ahogarse, el muchacho buscó a tientas por el suelo algún objeto que le sirviera como arma. La mano le entró, como si tuviera vida propia, en el bolsillo de los pantalones. El contacto con el metal liso del mechero le tranquilizó un poco. Tomó aire hasta el fondo, sacó el encendedor del bolsillo e hizo girar la ruedecita. La oscuridad cedió ante el pequeño fuego que el muchacho sostenía con la mano en alto. Gleb echó a andar por el intrincado complejo subterráneo, con la trémula llama que le iluminaba el camino, hasta que por fin encontró el corredor que buscaba. Reconoció desde lejos el contorno desdibujado de la puerta del búnker. El muchacho corrió por el pasillo, pasó al otro lado, cerró la pesada puerta y, ya sin fuerzas, se dejó caer al suelo. La tensión le provocó estremecimientos por todo el cuerpo. Dejó a un lado la húmeda máscara de gas, se abrazó al mechero que tanto amaba, y se puso a sollozar.

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