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Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda (35 page)

BOOK: La casa de la seda
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»Todo habría ido bien si no hubiera sido por la llegada de Bill McParland, de Boston. ¿Cómo siguió su rastro y averiguó su nueva identidad? No lo sabremos nunca, pero era detective, y muy bueno, y sin duda tenía sus métodos. No fue a su esposo a quien estaba haciendo señas fuera de su casa y en el Savoy. Era a usted. Llegados a este punto, ya no estaba interesado en arrestarla. Había venido aquí por el dinero que se le debía y su deseo, su sentido del agravio, su reciente herida, todo le conducía a la desesperación. Se encontró con usted, ¿verdad?

—Sí.

—Y le pidió dinero. Si le pagaba lo suficiente, mantendría su secreto. Cuando le dio a su esposo esa nota, efectivamente, le estaba mandando un aviso. En cualquier momento, podía revelar todo lo que sabía.

—Ya lo sabe todo, señor Holmes.

—No, todavía no. Necesitaba darle a McParland algo para mantenerle tranquilo, pero no tenía recursos propios. Por tanto, era necesario crear la ilusión de un robo. Bajó en medio de la noche y le guio a la ventana correcta mediante una luz. Abrió la caja, usando la llave que nunca perdió. E incluso entonces no pudo resistirse a un toque de malicia. Aparte del dinero, le dio un collar que había pertenecido a la difunta señora Carstairs y que sabía que tenía un gran valor sentimental para su marido. Me parece que cualquier ocasión que tuviera de herirle le parecía irresistible, y siempre la aprovechaba con entusiasmo.

»McParland cometió un error. El dinero que usted le dio, cincuenta libras, era solo el primer pago. Le pidió más y, estúpidamente, le dio el nombre del hotel en el que estaba alojado. Es posible que, al verla con todos los adornos de una rica dama inglesa, se engañara y olvidara la criatura que usted había sido. Su esposo estaba en la galería en Albemarle Street. Escogió el momento, se escapó de la casa y trepó al hotel por una ventana trasera. Estaba esperando en la habitación de McParland cuando este volvió, y le atacó por detrás, apuñalándole en el cuello. A propósito, me pregunto cómo iba vestida.

—A mi viejo estilo. Las enaguas y los miriñaques habrían sido un poco incómodos.

—Silenció a McParland y limpió cualquier rastro de su identidad, dejándose solo la pitillera. Y con él fuera de escena, no había nada que se interpusiera para poder finalizar su plan.

—¿Hay más? —preguntó Carstairs con voz rasposa. Toda la sangre había abandonado su cara y pensé que estaba a punto de desmayarse.

—Por supuesto, señor Carstairs. —Holmes se volvió hacia la esposa—. El matrimonio a sangre fría que se había procurado solo era un medio para alcanzar un objetivo. Su intención era matar a la familia de Edmund uno a uno: su madre, su hermana y después él. Al final, usted heredaría todo lo que había sido de él. Esta casa, el dinero, las obras de arte..., todo sería suyo. Es duro imaginarse el odio que debe de haberla estado impulsando, el entusiasmo con el que usted continuaba con su trabajo.

—Ha sido un placer, señor Holmes. He disfrutado cada minuto.

—¿Mi madre? —Carstairs boqueó esas dos palabras.

—La explicación más probable era la que usted me sugirió, que el fuego de la estufa de gas de su habitación se apagara. Pero no hubo nadie que lo examinara, pues su criado, Kirby, nos dijo que se sentía responsable de su muerte por haber tapado cada rendija y agujero de la habitación. Su madre odiaba las corrientes de aire, así que era imposible que una hubiera apagado el fuego. Su hermana, sin embargo, había llegado a otra conclusión. Ella creyó que la difunta señora Carstairs se había quitado ella misma la vida por lo disgustada que estaba con su matrimonio. Pero por mucho que Eliza odiara a su nueva esposa, y aunque por instinto supiera que estaba ocultando algo, ni siquiera así fue capaz de adivinar la verdad, que es que Catherine Carstairs entró en la habitación y deliberadamente apagó la llama, dejando que la anciana pereciera. No podía haber supervivientes, ¿sabe? Para que las propiedades fueran suyas, todos tenían que morir.

—¿Y Eliza?

—Su hermana está siendo envenenada lentamente.

—Pero eso es imposible, señor Holmes. Le he dicho...

—Me ha dicho que había examinado cuidadosamente todo lo que había comido, lo cual solo me demuestra que la están envenenando de otra forma. La respuesta, señor Carstairs, está en el baño. Su hermana insiste en bañarse regularmente y usa sales de lavanda muy olorosas. Debo confesar que esta es una forma muy novedosa de administrar veneno, y estoy francamente sorprendido de que haya sido tan efectivo, pero diría que se ha añadido varias veces una pequeña dosis de aconitina a las sales de baño. Ha entrado en el sistema de la señorita Carstairs a través de su piel, y también, supongo, a través del vaho y las emanaciones que ha tenido que absorber. La aconitina es un alcaloide muy tóxico, soluble en agua, y habría matado a su hermana instantáneamente si se hubiera usado una dosis mayor. De esta manera, usted ha notado su lento pero implacable declive. Es un sorprendente e innovador método para asesinar, señora Carstairs, y estoy seguro de que se inscribirá en los anales del crimen. Por cierto, fue muy atrevido por su parte visitar a mi socio cuando yo estaba en la cárcel, aunque, por supuesto, fingió que no tenía ni idea de eso. Sin duda, convenció a su esposo de su devoción por su cuñada, cuando, de hecho, se estaba riendo de ambos.

—¡Demonio! —Carstairs se apartó de ella horrorizado—. ¿Cómo pudiste? ¿Cómo puede alguien hacer eso?

—El señor Holmes tiene razón, Edmund —contestó su esposa, y noté que su voz había cambiado. Era más dura y el acento irlandés se notaba más—. Os habría metido a todos en la tumba. Primero a tu madre. Después a Eliza. ¡Y no tienes ni idea de lo que te tenía guardado! —Se volvió hacia Holmes—. ¿Y ahora qué? Usted, que es tan inteligente, ¿tiene un policía esperándome fuera? ¿Debería subir a recoger mis cosas?

—De hecho, sí hay un policía esperando, señora Carstairs. Pero todavía no he terminado. —Holmes se levantó y vi una frialdad y un deseo de venganza en sus ojos que iban más allá de todo lo que hubiera visto antes. Era un juez a punto de dictar sentencia, un verdugo abriendo la trampilla. Cierto frío había entrado en la habitación. En un mes, Ridgeway Hall estaría vacía, deshabitada, ¿es descabellado sugerir que ya se insinuaba algo de su destino, que de alguna manera la casa lo sabía? —. Todavía hay que rendir cuentas por la muerte de ese niño, Ross.

La señora Carstairs se echó a reír.

—No sé nada acerca de Ross —dijo—. Ha estado brillante, señor Holmes. Pero creo que se ha sobrepasado.

—Ya no me estoy dirigiendo a usted, señora Carstairs —contestó Holmes, y se volvió hacia su esposo—. La investigación que hice de sus asuntos tomó un giro inesperado la noche en que Ross fue asesinado, señor Carstairs, y no es una palabra que use normalmente, pues procuro esperarme cualquier cosa. Cada crimen que he investigado ha tenido lo que podríamos llamar una corriente narrativa, ese hilo invisible que mi amigo, el doctor Watson, ha identificado siempre, sin fallo alguno. Es lo que le hace ser un excelente narrador de mi trabajo. Pero me di cuenta de que esta vez había sido desviado. Estaba siguiendo una línea de investigación y me llevó, súbita y accidentalmente, a otra. Desde el momento en que llegué a la pensión de la señora Oldmore, ya había dejado Boston y a la Banda de la Gorra detrás de mí. En lugar de eso, me estaba moviendo en una nueva dirección, una que finalmente me llevaría al descubrimiento de un crimen que es más desagradable que cualquiera de los que me haya encontrado.

Carstairs se sobresaltó cuando oyó eso. Su esposa lo contemplaba con curiosidad.

—Volvamos a esa noche, pues usted, por supuesto, estaba conmigo. No conocía mucho a Ross, solo sabía que era uno de esa banda de chiquillos callejeros a los que llamo con afecto los Irregulares de Baker Street, y que me ayudan de vez en cuando. Me han sido útiles y les he recompensado. Parecía un acuerdo inofensivo, por lo menos hasta ahora. Ross se quedó vigilando la pensión mientras su compañero, Wiggins, venía a buscarme. Los cuatro (Watson, Wiggins, usted y yo) fuimos a Blackfriars. Ross nos vio. Y de inmediato noté que el chico estaba aterrorizado. Preguntó quiénes éramos, quién era usted. Watson intentó tranquilizarle y, al hacerlo, mencionó su nombre y su dirección. Mucho me temo que ese fue el motivo de su muerte, aunque no le culpo, Watson, pues el error también fue mío.

»Supuse que Ross estaba asustado por lo que había visto en la pensión. Era natural asumirlo, pues, al fin y al cabo, había habido un asesinato. Estaba convencido de que había visto al asesino y que, por sus propias razones, se había callado. Pero me equivoqué. Lo que había sorprendido y asustado al chico no tenía nada que ver con eso. Fue al verle a usted, señor Carstairs. Ross estaba determinado a averiguar quién era y dónde podía encontrarle, porque le reconoció. Dios sabe lo que le había hecho a ese chico, y ni siquiera ahora quiero imaginármelo. Pero los dos se conocían de la Casa de la Seda.

Otro silencio atroz.

—¿Qué es la Casa de la Seda? —preguntó Catherine Carstairs.

—No contestaré a su pregunta, señora Carstairs. Tampoco necesito dirigirme más a usted excepto para decirle esto: su plan al completo, este matrimonio, solo habría funcionado con cierto tipo de hombre, uno que quisiera una esposa para molestar a su familia, para ocupar un cierto lugar en la sociedad, no a causa del amor y el afecto. Tal y como usted ha dicho con tanto tacto, sabía lo que era. Me pregunté con qué clase de criatura estaba tratando exactamente el primer día que nos conocimos, pues siempre me ha fascinado encontrarme con un hombre que me dice que llega tarde a una ópera de Wagner un día que Wagner no se representa en la ciudad.

»Ross le reconoció, señor Carstairs. Fue lo peor que le podría haber pasado, pues me imagino que el anonimato era la clave de la Casa de la Seda. Iba por la noche, hacía lo que tenía que hacer y después se marchaba. Ross era la víctima en todo esto. Pero también era más maduro de lo que le correspondía por sus años, y la pobreza y la desesperación le condujeron inexorablemente al crimen. Ya había robado un reloj de bolsillo de oro a uno de los hombres que se habían aprovechado de él. En cuanto superó la sorpresa de encontrarse con usted, debió de ver las posibilidades de sacarle bastante más. O eso es lo que le contó a su amigo, Wiggins. ¿Le visitó al día siguiente? ¿Le amenazó con delatarle si no le pagaba una fortuna? ¿O ya había ido corriendo a Charles Fitzsimmonds y su banda de matones a pedirles que se hicieran cargo de la situación?

—Nunca les pedí que hicieran nada —susurró Carstairs con una voz que parecía estar esforzándose por llevar las palabras a sus labios.

—Acudió a Fitzsimmonds y le dijo que le estaban chantajeando. Actuando según sus instrucciones, mandó llamar a Ross a una cita en la que él creía que le pagarían por su silencio. Se fue en dirección a ese encuentro segundos antes de que Watson y yo llegáramos a La Bolsa de Clavos y para entonces ya era demasiado tarde. Ross no se encontró con usted ni con Fitzsimmonds. Se encontró con los dos matones llamados Henderson y Bratby. Y se aseguraron de que no le volviera a molestar. —Holmes hizo una pausa—. A Ross le torturaron hasta la muerte por su atrevimiento, y le ataron una cinta blanca alrededor de la muñeca como aviso para cualquier otro de esos desgraciados niños que pudiera tener las mismas ideas. Puede que no lo ordenara usted, señor Carstairs, pero quiero que sepa que le considero personalmente responsable. Usted se aprovechó de él. Usted le mató. Es el hombre más vil y degenerado que me haya encontrado.

Se levantó.

—Y ahora me iré de esta casa, pues no deseo permanecer en ella más de lo necesario. Se me ocurre que, de alguna manera, su matrimonio no era tan mala idea como podría pensarse. Están hechos el uno para el otro. Bien, encontrarán los carruajes de la policía esperándoles fuera a ambos, aunque les llevarán por separado. ¿Está listo, Watson? Ya salimos nosotros solos.

Edmund y Catherine Carstairs se quedaron juntos, inmóviles en el sofá. Ninguno de los dos habló. Pero noté cómo nos miraban fijamente mientras nos íbamos.

EPÍLOGO

Es con gran tristeza que llego al final de mi tarea. Mientras estaba escribiendo esto, era como si lo estuviera viviendo, y aunque hay algunos detalles que desearía olvidar, igualmente ha estado bien encontrarme a mí mismo al lado de Holmes, siguiéndole de Wimbledon a Blackfriars, a Hamworth Hill y a Holloway, siempre un paso por detrás de él (en todos los sentidos) y, sin embargo, disfrutando del raro privilegio de observar de cerca su mente única. Ahora que la página final se acerca, me doy cuenta una vez más de la habitación en la que me encuentro, la aspidistra en el alféizar, el radiador que está siempre un poco demasiado caliente. La mano me duele y todos mis recuerdos están engarzados en estas páginas. Me gustaría que hubiera más que contar, pues, una vez que acabe, me encontraré solo de nuevo.

No debería quejarme. Estoy cómodo aquí. Mis hijas me visitan de vez en cuando y también traen a mis nietos. A uno de ellos incluso le pusieron Sherlock. Su madre pensó que le estaba haciendo un homenaje a mi larga amistad, pero es un nombre que él nunca usa. Oh, bueno, vendrán al final de la semana y les daré este manuscrito con instrucciones para que lo guarden en lugar seguro, y entonces mi trabajo estará hecho. Todo lo que me queda es leérmelo una vez más, y a lo mejor hacer caso al consejo de la enfermera que me ha atendido esta mañana.

—¿Casi ha terminado, doctor Watson? Estoy segura de que todavía hay algunos cabos sueltos que necesitan atarse. Ponga el punto a las íes y cruce las tes, y luego debe dejar que lo leamos. ¡He estado hablando con las otras chicas y apenas pueden esperar!

Hay un poco más que añadir.

Charles Fitzsimmonds —me abstengo de utilizar la palabra «reverendo»—acertó bastante de lo que nos había dicho la última noche en la Casa de la Seda. Nunca fue a juicio. Pero, por otro lado, tampoco le liberaron, como había anticipado con ingenuidad. Aparentemente, hubo un accidente en la prisión en la que le tenían detenido. Se cayó por las escaleras y le encontraron con el cráneo roto. ¿Le empujaron? Parecería muy probable, pues, tal como él presumía, conocía algunos desagradables secretos de ciertas personas importantes, y a menos que le entendiera mal, iba tan lejos como para sugerir que tenía conexiones con la familia real. Absurdo, lo sé, y, sin embargo, recuerdo a Mycroft Holmes y su insólita visita a nuestros aposentos. Por lo que nos dijo, y por la manera en la que se comportaba, era evidente que le habían sometido a una presión considerable, y... Pero no, ni siquiera contemplo la posibilidad. Fitzsimmonds mentía. Estaba intentando exagerar su propia importancia antes de que lo arrestaran y se lo llevaran. Y ese fue su final.

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