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Authors: Anthony Horowitz

La casa de la seda (36 page)

BOOK: La casa de la seda
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Dejémoslo en que había gente del gobierno que sabía lo que estaba haciendo, pero que temía descubrirle por miedo al escándalo, respaldado, por supuesto, por la evidencia fotográfica, y es cierto que, en las semanas que siguieron, hubo una serie de dimisiones al más alto nivel que sorprendieron y alarmaron al país. Aunque espero en gran medida que Fitzsimmonds no fuera asesinado. Sin duda, era un monstruo, pero ningún país se puede permitir ignorar la ley por su propia conveniencia. Esto me parece más que claro ahora, que estamos en guerra. A lo mejor su muerte fue un accidente, aunque afortunado para todos aquellos a los que concernía.

La señora Fitzsimmonds desapareció. Lestrade me dijo que se volvió loca después de la muerte de su marido y la trasladaron a un manicomio en el norte. Igualmente, esto fue un final venturoso, pues allí ella podía decir lo que quisiera y nadie la creería. Por lo que sé, todavía está allí.

Edmund Carstairs no fue juzgado. Abandonó el país con su hermana, que, aunque recuperada, permaneció inválida el resto de su vida. La galería de Carstairs y Finch cerró. Catherine Carstairs fue juzgada con su nombre de soltera, la declararon culpable y la condenaron de por vida. Tuvo suerte de que no la ahorcaran. Lord Ravenshawse se metió en su despacho con un revólver y se voló los sesos. Puede que hubiera uno o dos suicidios más, pero lord Horace Blackwater y el doctor Thomas Ackland escaparon de la justicia. Supongo que uno tiene que ser práctico acerca de ciertas cosas, pero todavía me irrita, particularmente después de lo que trataron de hacer con Sherlock Holmes.

Y, por supuesto, está el extraño caballero que me abordó aquella noche y me dio tan extraña cena. Nunca le comenté a Holmes nada de él, y nunca lo he vuelto a mencionar hasta hoy. Algunos pueden pensar que es extraño, pero había dado mi palabra, y aunque él era un criminal declarado, como caballero que soy no tenía más remedio que mantenerla. Estoy bastante seguro, por supuesto, de que mi anfitrión no fue otro que el profesor James Moriarty, que iba a jugar un papel tan importante en nuestras vidas un poco después, y fue muy difícil aparentar que nunca le había conocido. Holmes habló de él con detalle poco antes de que nos marcháramos a las cataratas de Reichenbach, e incluso entonces yo estaba bastante seguro de que se trataba del mismo hombre. He reflexionado a menudo sobre este aspecto insólito del carácter de Moriarty. Holmes hablaba con espanto de su maldad, y del inmenso número de crímenes en los que había estado involucrado. Pero también admiraba su inteligencia y, por supuesto, su sentido del juego limpio. Hasta el día de hoy, creo que Moriarty realmente quería ayudar a Holmes, y quería ver cerrada la Casa de la Seda. Como criminal que era, sabía de su existencia, aunque pensaba que era impropio, en contra de las reglas, que él hiciera algo. Pero ofendía a su sensibilidad, así que envió a Holmes la cinta blanca y me dio la llave de su celda con la esperanza de que su enemigo le hiciera el trabajo. Y, por supuesto, eso fue lo que ocurrió, aunque, hasta donde yo sé, Moriarty nunca mandó una nota de agradecimiento.

No vi a Holmes por Navidades, pues estaba en casa con mi esposa, Mary, cuya salud era un motivo de preocupación para mí. De todas maneras, en enero dejó Londres para quedarse unos cuantos días con unos amigos, y a sugerencia suya, retorné a mis viejos aposentos una vez más para ver cómo estaba Holmes después de nuestra aventura. Fue en esta época cuando sucedió un último incidente que debo dejar por escrito.

Holmes había sido absuelto por completo, y cualquier acusación hecha contra él, anulada. No obstante, no se había quedado tranquilo. Estaba nervioso, irritable, y por sus constantes miradas a la repisa de la chimenea (yo no necesitaba sus poderes de deducción), puedo decir que se sentía tentado por la cocaína líquida, que era su vicio más reprochable. Habría ayudado que hubiera estado metido en algún caso, pero no lo estaba, y como ya había notado, cuando estaba ocioso, cuando sus energías no estaban dirigidas hacia algún problema irresoluble, se distraía y era propenso a largos periodos de depresión. Pero esta vez me di cuenta de que era algo más. No me había mencionado la Casa de la Seda ni ninguno de los detalles relacionados con ella, pero al leer el periódico una mañana, llamó mi atención sobre un breve artículo concerniente a la Granja Escuela Chorley para Chicos, que justo acababan de cerrar.

—No es suficiente —masculló. Arrugó el papel con las dos manos y lo tiró; después añadió—: Pobre Ross.

Por esta y otras señales en su comportamiento —por ejemplo, mencionó que podría no volver a solicitar los servicios de los Irregulares de Baker Street otra vez—, deduje que todavía se culpaba a sí mismo, en parte, de la muerte del muchacho, y que las escenas que habíamos presenciado aquella noche en Hamworth Hill habían dejado una marca indeleble en su conciencia. Nadie conocía la maldad como Holmes, pero hay algunos demonios que es mejor no descubrir, y ni siquiera podía disfrutar de las recompensas de su éxito sin que le recordaran los sitios tan oscuros a los que le había conducido ese triunfo. Podía entender eso. Yo también tenía pesadillas. Pero tenía que ocuparme de Mary, y una consulta médica que atender. Holmes se encontraba recluido en su propio mundo particular, forzado a mortificarse por cosas que preferiría olvidar.

Una tarde, después de que hubiéramos cenado juntos, anunció de repente que iba a salir. La nieve no había vuelto a caer, pero enero era tan gélido como había sido diciembre, y aunque no deseaba salir tan tarde, de todas maneras le pregunté si querría que le acompañara.

—No, no, Watson. Es muy amable por su parte, pero creo que estaré mejor solo.

—Pero ¿adónde va a esta hora tan tardía, Holmes? Volvamos al fuego y disfrutemos de un poco de whisky juntos. Cualquier asunto que tenga, seguro que puede esperar a que sea de día.

—Watson, ha sido el mejor de los amigos, y estoy seguro de que no he sido muy grata compañía. Lo que necesito es un poco de tiempo a solas. Pero desayunaremos juntos mañana y estoy seguro de que me encontrará de mejor ánimo.

Así lo hicimos, y lo estuvo. Pasamos juntos un agradable día visitando el Museo Británico y comiendo en Simpson's, y fue solo cuando volvíamos a casa cuando vi en los periódicos un reportaje del gran fuego que había asolado Hamworth Hill. Un edificio que había estado ocupado por una institución de caridad había sido arrasado, y aparentemente las llamas habían brincado tan alto en el cielo nocturno que eran visibles desde Wembley. No dije nada a Holmes y tampoco pregunté nada. Tampoco comenté esa mañana que su abrigo, que estaba en su lugar habitual, olía fuertemente a cenizas. Esa tarde, Holmes tocó su Stradivarius por primera vez en mucho tiempo. Escuché con placer la melodía que se alzaba mientras nos sentábamos juntos frente al hogar.

Todavía lo oigo. Mientras dejo mi pluma y me voy a la cama, soy consciente del arco que se desliza por el puente, y de la música que se eleva en el cielo nocturno. Está lejos y apenas se oye, pero... ¡ahí está! Un pizzicato. Después un trémolo. El estilo es inconfundible. Es Sherlock Holmes quien toca. Debe serlo. Espero con todo mi corazón que esté tocando para mí...

Fin

Agradecimientos

Gracias a Lee Jackson, que fue de gran ayuda con la documentación de este libro. Su estupenda página web
www.victorian london.org
es un recurso magnífico (y gratuito) para cualquier persona interesada en este periodo histórico. Dos libros que encontré particularmente útiles fueron
London in the 19th Century
, de Jerry White, y
Life in Victorian Britain
, de Michael Paterson, aunque también me inspiré libremente en autores de esa época, incluyendo a George Gissing, Charles Dickens, Anthony Trollope, Arthur Morrison y Henry Mayhew. Gracias también a la Sherlock Holmes Society, donde han sido (hasta ahora) muy amables y me han dado todo su apoyo, en particular a la doctora Marina Stajic, que gentilmente compartió conmigo sus conocimientos de toxicología forense en la Cámara de los Comunes. Mi agente, «el agente del año», Robert Kirby, fue quien primero sugirió este libro, y en Orion, Malcolm Edwards ha sido increíblemente paciente y ha esperado ocho años a que yo lo escribiera. Finalmente, y sobre todo, debo reconocer el genio de sir Arthur Conan Doyle, con el que tuve mi primer encuentro cuando tenía dieciséis años, y cuya extraordinaria creación ha inspirado tanto mi propia obra. Escribir este libro ha sido un placer, y mi única esperanza es haberle hecho algo de justicia al original.

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