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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga, #Policíaco

La hora de la verdad (3 page)

BOOK: La hora de la verdad
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Según las encuestas, Killian partía con una ventaja sustancial en Carolina del Sur. El Súper Martes estaba a la vuelta de la esquina, y lo que venía después pintaba como un paseo triunfal hasta la nominación en Dallas.

Las cosas, sin embargo, se habían torcido. Killian decidió suspender la campaña; en Carolina del Sur habían retirado toda la propaganda. Los demás candidatos no sabían muy bien cómo reaccionar ante la tragedia y los encuestadores del propio Killian trabajaban a toda máquina para analizar la situación. Si el niño aparecía, Killian seguramente sería izado en hombros hasta las puertas de la convención por un electorado exultante. Pero si el pequeño Adam estaba muerto, todo se habría perdido. Un bebé muerto era, por decirlo así, una patata caliente; por un lado inspiraba compasión, por otro daba al traste con las esperanzas e introducía una nota de desengaño. Si Killian hubiera preguntado, sus asesores se lo habrían dicho, pero, y eso hablaba en su favor, no lo había hecho. Así pues, su equipo de campaña en Miami se reservó el dato mientras el matrimonio Killian permanecía encerrado con algunos parientes próximos y agentes de policía.

—Cuéntame cómo fue el día antes del secuestro —dijo Will.

—Pues un día de lo más normal y corriente —respondió Cam—. El senador tenía que reanudar la campaña al cabo de dos días y estaba descansando. No salió de la finca.

—¿Y su mujer?

—Tampoco. No se movió de casa. Desde que tuvo el crío casi no salía.

—Háblame de ella.

—La típica tía buena, si te van las rubias platino. Un tipazo impresionante, delgada, de esas que quitan el aliento con unos buenos vaqueros. Yo creo que le daba corte enfrentarse a las cámaras sin haber perdido antes los kilos del embarazo.

—Y ese día, el lunes, ¿tú que hiciste, si los dos se quedaron en casa? —preguntó Will.

Cam se encogió de hombros.

—Aburrirme como una ostra, la verdad. Fui a correr un poco, levanté pesas en el garaje, miré la tele y luego hice la ronda de costumbre.

—¿O sea…?

—Comprobar que el cercado estuviera intacto, que las cámaras de seguridad funcionaran… Debo estar disponible las veinticuatro horas del día durante toda la semana, por si el senador quiere que lo lleve a alguna parte o que vaya a recoger a alguien, pero no supe nada de él hasta el martes a las cinco de la mañana. Entonces fue cuando se armó la de Dios.

—¿Qué fue lo que te dijo?

—Que su hijo había desaparecido y que acudiera enseguida.

—¿En qué tono lo dijo?

—Hombre, estaba muy alterado.

—¿Y fuiste al cuarto del niño?

—Sí.

—¿Quién había allí?

—El senador y nadie más.

—¿Dónde estaba su mujer?

—En el dormitorio, al final del pasillo. La oí llorar.

—¿Dónde estaba la nota?

—En la cuna.

—Los medios no han divulgado lo que decía.

—Decía «Retírate de la carrera».

—¿En serio?

—Como lo oyes.

—¿Estaba escrita a mano?

—No. Eran letras recortadas de una revista y pegadas en un trozo de papel blanco.

—¿Qué más viste?

—Una de las ventanas estaba abierta.

—¿Forzada? ¿Sin la mosquitera?

—Los Killian no usan mosquiteras. Nunca abren las ventanas. Siempre tienen puesto el aire acondicionado.

—Pero las cerrarán con pestillo, ¿no?

—Sí, claro. Una de las cosas que hacía en mi ronda era comprobar que estuvieran cerradas con pestillo.

—Pero esta no lo estaba.

—Cuando llegué estaba abierta, o sea que no.

—¿Qué hiciste entonces?

—Le dije al senador que no tocara nada y llamé a la policía.

—Bien. ¿Qué más viste?

—Había una escalera de mano en la parte de fuera.

Subía desde el patio hasta el cuarto del niño.

—¿La habías visto antes?

—Sí, era de la casa.

—¿Dónde la guardaban?

Cam meneó la cabeza, avergonzado.

—En el garaje —respondió.

—¿Ese día estaba en el garaje?

—Sí.

—Justo debajo de tu madriguera.

—Sí, señor.

—Pero no oíste entrar a nadie y sacar la escalera.

—Imagino que estaría durmiendo.

Will se terminó el café e hizo señas a la camarera para que le sirviera más.

—Bueno, Cam, no tengo más remedio que preguntártelo. ¿Tú bebes?

—A veces. Nunca de día y nunca si estoy de servicio.

—Pero tú eres el guardaespaldas de ese hombre. Y dentro de unas semanas Killian dispondrá de servicio secreto propio.

—Qué me vas a contar.

—¿Cuántas copas te tomaste aquella noche?

Cam bajó la vista y dijo:

—Tres o cuatro.

—¿Con qué te envenenas?

—Con vodka.

—¿No serían cinco o seis?

—Igual sí.

—¿Esto consta en tu declaración al FBI?

—Sí. No he ocultado nada.

—¿Y cuál fue la idea central del interrogatorio?

—Ellos creen que ha sido alguien de dentro; que yo estoy implicado y que tengo uno o más cómplices.

Encontraron mis huellas dactilares en la escalera de mano.

No es de extrañar porque la utilizo muy a menudo.

—Según ellos, ¿qué móvil tendrías tú?

—El dinero. Suponen que alguien pedirá un rescate.

Han empezado a meter las narices en mis cuentas.

—¿Y qué encontrarán?

—Nada bueno. Estoy sin blanca. Y debo dinero.

—Luego volveremos sobre eso. Dime, ¿las cámaras de seguridad no grabaron nada? Un tipo como Killian seguro que tiene cámaras en su propiedad.

Cam frunció los labios y miró de hito en hito a Will.

—Alguien desconectó el cable de Ethernet del
router
que hay en el sótano del edificio principal. Las cámaras dejaron de funcionar hacia la una y media de la madrugada.

—¿Huellas dactilares?

—Las mías. Bueno, eso dijeron los del FBI cuando me estaban machacando.

—Joder, Cam —dijo Will meneando la cabeza.

—Qué quieres, ¿no ves que he bajado allí montones de veces para comprobar el sistema?

—¿Y la alarma de la casa? No me digas que alguien la desconectó.

—¿Cómo lo has adivinado?

—¿Y tus huellas en el teclado numérico?

—¡Claro! ¿Cómo no van a estar si la uso a cada momento?

La camarera dedicó a Will una significativa sonrisa al acercarse para servirle más café. Una vez se hubo ido, Will dijo:

—Ahora hablemos de tus problemas económicos, Cam.

4

Nancy asomó la cabeza desde el Lear Jet y enseguida le vino a la memoria por qué a Will le gustaba Florida. La cálida brisa acarició sus mejillas y borró de un plumazo el recuerdo del gélido Washington. Un coche de la oficina de West Palm la esperaba en la pista de aterrizaje; unos quince minutos después recorrían South Ocean Avenue entre mansiones de millonarios mientras unas olas color esmeralda rompían en la playa. No fue difícil distinguir la casa de Killian. Dos todoterrenos negros del servicio secreto bloqueaban la entrada y un trío de agentes montaba guardia frente a una verja pintada de blanco. Nancy se apeó del coche y enseñó su documentación. Un agente joven la acompañó hacia la casa.

Nancy quería echar un vistazo al terreno antes de entrar. El edificio principal estaba en el centro de la finca, a medio camino entre el mar y los canales navegables. Era grande, de estilo colonial, con un tejado a dos aguas de ladrillo rojo, diez habitaciones y casi mil metros cuadrados. Por el lado de mar, junto a una de las cercas que delimitaban la finca, había un garaje y varias dependencias más pequeñas, todo en el mismo estilo arquitectónico. En el lado opuesto había una piscina de respetable tamaño, una pista de tenis de arcilla y un césped que se extendía hasta el embarcadero, donde pudo ver un yate de dieciocho metros de eslora que habría hecho babear a Will, además de una pequeña lancha a motor.

Nancy se volvió para contemplar la parte posterior de la casa. En el patio empedrado se veía la escalera de mano, su parte superior apoyada en el antepecho de una ventana de la segunda planta.

—Es el cuarto de los niños, ¿verdad? —le preguntó al agente.

—Yo solo estoy de guardia, señora —respondió el joven—. No he visto la casa por dentro.

Nancy estuvo un cuarto de hora esperando en la sala de estar a que apareciera el senador Killian. En el comedor, de decoración formal, un grupito de técnicos del FBI aguardaba frente a varias pantallas de ordenador y equipo de monitoraje a que llegase la llamada pidiendo un rescate.

Cuando Killian apareció por fin, en compañía de un par de ayudantes, Nancy tuvo la rara sensación de conocerle sin que se lo hubieran presentado. La cara del senador no podía ser más reconocible; con las primarias en pleno apogeo, era casi imposible no toparse con algún pasquín pro-Killian o anti-Killian.

Tenía el pelo canoso, con raya perfecta, un moreno de navegante y una dentadura ultrablanca, con fundas. Iba impecablemente vestido, ropa informal de tonos pastel.

Nancy se preguntó cómo se habrían sentido Will y ella si alguien hubiera raptado a Phillip tres días atrás. Seguro que no habrían tenido tan buena pinta; claro que ellos no eran candidatos a la presidencia.

Se puso de pie y le tendió la mano.

—Senador, soy Nancy Piper, de…

Killian saludó con un gesto de cabeza, se sentó en el sofá sin darle la mano y dijo:

—Ya sé quién es. Siéntese.

Nancy le siguió el juego. Era evidente que el hombre estaba desquiciado, y a ella no le parecía mal que no quisiera fingir buena educación.

—El director Parish le manda saludos, senador, y me ha dicho que le diga que el FBI ha puesto en marcha todos sus recursos.

—Dele las gracias de mi parte —respondió Killian—. ¿Cómo debo interpretar su papel en esto, Nancy? ¿Le importa que la tutee?

Ella negó con la cabeza.

—Me pregunto si tu presencia aquí es síntoma de que avanzamos o, por el contrario, de que no hemos progresado nada. En este último caso, estaríamos hablando de incompetencia.

Nancy no era persona que se dejara intimidar fácilmente, pero Killian estaba ganando la partida. Le había visto acribillar a preguntas a colegas del FBI en las sesiones de la subcomisión del Senado, y no era un espectáculo agradable.

—Puesto que nadie ha pedido un rescate, nos estamos centrando en estudiar la escena del crimen y las pistas de las que disponemos.

Él la miró, ceñudo.

—Ya. ¿Y bien?

—Verá usted, senador —respondió ella carraspeando—. De hecho no he venido para informarle, sino para colaborar personalmente en la investigación.

—¿Sabes la cantidad de veces que me han interrogado?

—Imagino que muchas, senador. Solo le pido que me permita formularle unas cuantas preguntas.

Killian desvió la vista hacia sus ayudantes, como esperando que pudieran librarlo de aquella insistente mujer.

—Te concedo cinco minutos.

—Sería preferible hablar en privado.

Killian señaló a sus ayudantes.

—Una campaña presidencial es como un movimiento religioso, y estos hombres vienen a ser sacerdotes —explicó—. Billy Weddle está al mando de mi campaña y Marty Stuart es mi jefe de comunicaciones. Van conmigo a todas partes salvo al baño y a la cama.

—Como guste, senador… —dijo Nancy—. Cuando terminemos, tendría que hablar con su esposa.

—Eso no va a ser posible, al menos de momento. Está durmiendo. El doctor le ha administrado un sedante.

—Bien, quizá más tarde, entonces.

—Ya veremos, pero sería mejor que dedicaras el tiempo a exprimir al máximo a ese MacDonald.

—¿Cree usted que él es el responsable?

—Lo creo. Y no soy el único. ¿Es que tú no?

—Suelo empezar sin ideas preconcebidas. Por eso quiero hacer las entrevistas personalmente.

—Si de mí dependiera, torturaría a ese hijo de puta hasta que me dijera dónde está Adam.

—Entiendo cómo se siente, de veras. Aparte de las pruebas que tenemos hasta el momento, ¿sospechaba usted de él antes del secuestro?

—No. Parecía perfectamente capacitado para su labor.

—¿Sabe algo de su vida personal?

—No es mi estilo. Me gusta centrarme en lo estrictamente profesional. Dicho esto, supe que está divorciado y que tiene una hija que vive con su madre. Es todo.

—¿Alguna vez vino a verle alguien a sus aposentos en la finca?

—No que yo sepa. Eso no le estaba permitido.

—¿Alguna vez recibió MacDonald una llamada mientras lo llevaba a usted en coche?

—Tampoco le está permitido.

—¿Tenía acceso a cualquier lugar de la propiedad?

—Diría que sí. Que yo sepa nunca entró en la casa sin mi permiso o el de Judy, pero estaba encargado de mantener la seguridad en toda la finca.

—Entonces no sería de extrañar que encontremos sus huellas por toda la casa y alrededores.

—Supongo. ¿Y qué hay de la nota? Nadie me ha dicho nada al respecto. ¿Estaban sus huellas?

Nancy sabía que no había nada en la nota.

—No comentamos en público los datos forenses, senador.

Killian se encendió.

—¡En público! ¡Soy una persona directamente implicada, por Dios!

—Estoy segura de que comprenderá la necesidad de mantener la integridad de esta investigación. Permita que le pregunte sobre el lunes por la noche. ¿A qué hora acostaron al pequeño Adam?

—No lo sé con exactitud. Yo estaba abajo, en la sala de prensa, revisando unos anuncios de la campaña con estos caballeros y varias personas más. Judy estaba arriba. Creo que fue sobre las ocho.

—Deduzco que no tienen ustedes niñera.

—Judy fue tajante en ese sentido. Quería ocuparse personalmente de todo.

—¿Y arriba no había nadie más? ¿Cocineros? ¿Ama de llaves?

—No, nadie. No tenemos gente viviendo en la casa.

—¿A qué hora se marcharon sus asesores de campaña?

—¿Billy? —dijo Killian dirigiéndose a su asistente.

—Creo que hacia las diez y media —respondió el aludido.

—¿Se fue todo el mundo a la misma hora? —preguntó Nancy.

Todos asintieron.

—Y, senador, ¿subió usted directamente a acostarse?

—Estuve leyendo un rato en el estudio. Creo que me fui a la cama a eso de las once o poco más.

—¿Su mujer estaba acostada?

—Sí.

—¿Durmiendo?

—Sí.

—¿Alguno de ustedes dos salió del dormitorio entre las once de la noche y las cinco de la mañana?

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