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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga, #Policíaco

La hora de la verdad (8 page)

BOOK: La hora de la verdad
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—¿Quería usted verme, señor?

—Tenemos un problema, Bryce. Estará usted al corriente de que el Pentágono recibió una solicitud del departamento de Justicia pidiendo la fecha de fallecimiento del hijo del senador Killian.

—Esa solicitud fue denegada. —Markham se enfurecía solo de pensar en tener que bajarse los pantalones ante una petición civil.

—En efecto. Como cualquiera de los otros ruegos que hemos recibido estos años.

—Entonces ¿qué problema hay?

—Pues que el secretario de la Armada acaba de comunicarme que dentro de pocos minutos llegará a Groom Lake un Lear Jet del FBI procedente de Washington y que debo autorizarlo a tomar tierra y dar alojamiento a un visitante.

—¿Un visitante? ¿Quién?

—Nancy Piper, la directora adjunta.

Markham perdió la flema y soltó un taco. El almirante se lo dejó pasar. Will Piper era el hombre más odiado por todos los vigilantes de Área 51 sin excepción; y Nancy, su esposa, se llevaba de calle el premio a la mujer más odiada.

Malcolm Frazier era una leyenda y ella lo había mandado al otro barrio.

—¿Por qué demonios tiene que venir aquí?

—No me lo han dicho. Deduzco que insistirá en que le pasemos la fecha de Adam Killian.

—Pero no la vamos a divulgar, ¿no? —dijo Markham, agresivo.

—No.

Mientras su avión se aproximaba al aeródromo de Groom Lake, Nancy contempló el adusto paisaje, maravillada de la dura belleza del lugar y de lo tremendamente apartado que estaba de todo. Al abandonar la refrigerada cabina y pisar la pista, su cuerpo se calentó al instante, y en cuestión de segundos el árido calor la hacía boquear. Dentro del avión quedaban asesores y abogados, que ahora pegaban la nariz a las ventanillas tratando de ver algo de la base. Nancy quería encargarse de la misión en solitario.

Un subalterno del almirante la acompañó hasta un todoterreno para trasladarla al cuartel general. Ya en el despacho de Griffin, le presentaron al almirante y al coronel Markham; la mirada asesina con que este último la recibió fue, a ojos de Nancy, muy poco profesional y, de tan obvia, casi cómica.

Griffin le ofreció una silla pero ella declinó sentarse.

Cuando le preguntaron por el objeto de su visita, respondió:

—He venido para conocer la fecha oficial de defunción de Adam Spencer Killian, que contaba cuatro meses de edad cuando fue asesinado.

—Señorita —dijo Griffin, y apoyó las manos en su mesa, evidentemente incómodo—, hace diez años que esta oficina deniega todas las solicitudes de esa índole, y no vamos a cambiar de política ahora. Los tribunales han confirmado sistemáticamente la confidencialidad de nuestros datos sobre personas específicas. Esta solicitud en concreto ya fue estudiada por quienes detentan el poder y desechada en su momento. Tendrá usted que volver a ese avión y regresar a Washington.

Mientras Markham enseñaba una sonrisita, ella sacó un papel de su maletín.

—No pienso volver con las manos vacías, almirante.

Me va a dar usted lo que he venido a buscar.

—¿El qué? —preguntó el almirante.

Nancy dejó el papel encima de la mesa.

—Aquí tiene mi carnet de biblioteca.

Griffin lo leyó y, con la cara encendida, le pasó el documento a Markham.

—Es una orden judicial exigiéndoles que proporcionen inmediatamente al FBI los datos que se les pide —dijo Nancy—, por motivos de seguridad nacional.

No es una orden dictada por un tribunal de distrito, ni por un tribunal superior. Es una orden del Tribunal Supremo, y si no ha reconocido la firma, sepa que es la del presidente del Supremo. ¿Dónde quiere usted que espere mientras buscan la fecha de defunción de Adam Killian?

La tuvieron una hora esperando fuera del despacho del almirante. Nancy supuso que obtener el dato en cuestión era cosa de un minuto o menos, y que el resto del tiempo no tenía más sentido que el de ejercer una agresividad pasiva contra ella.

Finalmente, fue Markham quien se encargó de entregarle en mano el sobre cerrado.

—¿Es preciso que lo abra aquí?

—La fecha de defunción de Killian está dentro —dijo el coronel—. Ábralo donde le plazca.

—Gracias, coronel. —Nancy metió el sobre en su maletín y se levantó de la silla—. Que pase usted un buen día.

Markham no se movió del sitio, cortándole el paso, alto como un gigante.

—Solo una pregunta en relación con Malcolm Frazier.

¿Qué sintió usted al matar a un héroe?

Ella esquivó con cuidado el cuerpo que le obstaculizaba el camino y luego, volviendo la cabeza, dijo:

—Yo solo disparo contra malhechores, no contra héroes.

17

La reunión se desarrolló en un ambiente tenso, preñado de hostilidad. Mientras esperaban al senador y a su esposa, el director de campaña de Killian y su abogado personal exigieron saber por qué el FBI había insistido en que el senador abandonara temporalmente la ruta de campaña para entrevistarse con ellos.

—Que quede bien claro —les dijo Billy Weddle, furioso, a Nancy y a Jim Moskowitz, prescindiendo de todo su encanto sureño—: más vale que tengan una muy buena razón para hacer venir al senador hasta Florida. Espero que le dirán que Cameron MacDonald ha confesado y que todo este lamentable asunto queda zanjado para siempre. No podemos permitirnos distracciones, son momentos para estar muy concentrados en la labor.

—Mire, esperemos a que lleguen, ¿de acuerdo? —indicó Nancy.

Estaba tan acostumbrada a ver la imagen de un senador sonriente docenas de veces al día que, al principio, no reconoció al hombre ceñudo que hizo su entrada. Por su parte, Judy Killian tenía el mismo aspecto que semanas atrás, frágil y con mala cara, una mujer afectada todavía por el duelo.

Los dos tomaron asiento en un sofá y el senador intentó de inmediato asumir la voz cantante.

—Muy bien. Siempre estoy dispuesto a atender al FBI, incluso cuando se trata de algo precipitado y, por qué no decirlo, enigmático hasta la grosería. Pero mi tiempo es muy limitado, de manera que vayan al grano.

Nancy se inclinó al frente y dijo:

—Senador Killian. Señora Killian. Hemos podido determinar la hora de la muerte de Adam.

El abogado del senador, un veterano de West Palm Beach, intervino:

—Todo lo que nos dijo la oficina fue que el forense no podía determinar la hora exacta de la muerte debido al elevado grado de…

Judy Killian dio un respingo anticipándose a la palabra no pronunciada: descomposición.

—Esto no viene de la oficina del forense —dijo Nancy.

—¿No? ¿De dónde, entonces? —quiso saber el senador.

—De la Biblioteca de Groom Lake, en Nevada.

Obtuvimos una orden del Tribunal Supremo para que los militares nos proporcionaran la fecha de la muerte de Adam. Y eso han hecho.

—¿Está de guasa? —atajó el abogado—. Sin ver lo que hay en ese sobre, ya le digo que no hay precedentes de pruebas semejantes en ningún proceso judicial.

—Va usted demasiado deprisa —dijo Nancy—. Ahora mismo lo único que queremos es saber qué pasó.

—Eso ya lo sabemos —saltó el senador—. Cameron MacDonald secuestró y asesinó a mi hijo.

Nancy inspiró hondo y miró a Judy Killian a los ojos.

—Señora Killian, usted ha declarado en numerosos interrogatorios que se levantó de la cama para darle un biberón al niño, concretamente a las doce y media de la madrugada del martes. ¿Es correcto?

Judy miró a su marido y respondió, apenas sin voz:

—Sí.

—¿Está completamente segura?

Nancy detectó un ligero movimiento en la quijada del senador, la pulsación de las mandíbulas una contra la otra.

—Sí —volvió a decir Judy.

Nancy Piper dio la noticia con más tristeza que otra cosa:

—Su hijo ya estaba muerto a las doce y media.

Falleció el lunes, día 6.

Billy Weddle dejó escapar un involuntario gemido. El senador le ordenó que saliera de la habitación.

No bien se hubo cerrado la puerta, Nancy pasó al ataque.

—Sería mejor para todos que nos explicaran lo que ocurrió aquella noche.

El abogado se puso rápidamente de pie.

—John, Judy, no quiero que digáis una sola palabra.

—Hay un hombre en la cárcel acusado de asesinato.

Cada día es un infierno para él.

Judy Killian se enjugó los ojos con un pañuelo de papel.

—John, quiero hablar con estas personas. No puedo continuar así.

—¡Maldita sea, Judy, cállate! —le chilló su marido.

—Se acabó. No me harás callar nunca más —le cortó ella con los labios temblando y estremeciéndose por completo—. No quiero seguir siendo tu pelele. Esto tiene que terminar. Quiero ser libre.

Los siguientes minutos transcurrieron con la banda sonora de una voz suave y monótona de fondo que hablaba a un grupo de personajes impertérritos. El abogado tenía la cabeza apoyada en ambas manos y el senador estaba tan rígido que parecía un cadáver sentado. Nancy permaneció junto a un inmóvil Moskowitz, sin tomar notas ni grabar nada, por miedo a que cualquier gesto brusco reventara la burbuja y Judy Killian perdiese el hilo.

La mujer dijo que desde un principio no había querido saber nada de la carrera presidencial, y que la obligaron de la forma más inhumana. Todo el mundo le aseguró que ser madre le serviría para reducir la presión de aparecer siempre al lado de su marido haciendo el papel de esposa perfecta. Y era verdad, pero hubo un problema. Después de dar a luz cayó en una fuerte depresión, un estado de melancolía grave, y no recibió la atención necesaria. Los coordinadores de la campaña temían que hospitalizarla pudiera ser el golpe definitivo, de modo que aguantó a base de pastillas y alguna visita a domicilio de su médico. El bebé no dormía bien, se pasaba las noches enteras llorando.

El senador paraba poco en casa, pero cuando estaba dormía en la habitación de invitados, lejos del infernal intercomunicador. El lunes a las diez y media de la noche el senador oyó otro llanto, esta vez de mujer, y se encontró a Judy en el dormitorio principal, mirando el cuerpo del pequeño Adam sumergido en la bañera. Ella no sabía por qué lo había sacado de la cuna y lo había metido, berreando, en el agua caliente con que acababa de llenar la bañera. No sabía por qué lo había ahogado, o tal vez sí: por aquellos segundos de paz y de silencio antes de que ella misma se pusiera a gritar de pena. Recordaba estar sentada en el suelo de mármol, aturdida, mientras su marido se ocupaba de todo, como hacía siempre. No recordaba cuánto rato estuvo allí, solo que cuando él volvió le dio instrucciones sobre lo que tenía que decir y lo que tenía que hacer. Por el bien de los dos. Le dijo que ya habría tiempo más adelante para ocuparse de todo: en la Casa Blanca, no en prisión.

Después supo que su marido había desconectado las cámaras de seguridad y la alarma, bajado el volumen del intercomunicador, cogido del garaje una escalera de mano, una de las pesas de Cam MacDonald y un trozo de alambre.

Y que había zarpado en la lancha motora y había tirado el bebé al agua como si fuera basura.

Terminada la confesión, cuando la voz de Judy quedó resonando como la última nota de una sinfonía al extinguirse, Nancy reparó en que algo insólito estaba pasando, algo que no le había ocurrido en ninguno de los incontables interrogatorios que había llevado a cabo para el FBI: estaba llorando.

18

Nancy oyó abrirse la puerta del garaje mientras picaba cebolla y zanahoria. Momentos después entraba Phillip dando saltos de alegría y agitando el papel de una prueba de ortografía con nota alta. Will entró después, acarreando la pesadísima mochila del chico.

Nancy le dio un beso a Phillip y lo mandó a jugar a su cuarto. Cuando se hubo ido, Will se le acercó por detrás, la besó en el cuello y ahuecó las manos sobre sus pechos.

—¿Necesitas ayuda? —dijo.

—Sí. ¿Me ayudas?

—Ni soñarlo.

Ambos rieron. A ninguno de los dos le gustaba cocinar pero habían hecho un pacto: ella cocinaba en Reston y él, en la barca.

Will encendió el televisor de la cocina para ver la previsión del tiempo. Tenía que tomar un avión por la mañana y no quería demoras.

—¿Seguro que no te vas a quedar unos días más? —le preguntó ella.

—Llevo aquí dos semanas, Nance. Hoy estaba dando un paseo y una señora que vive más abajo me ha preguntado si quería apuntarme a su club de lectura.

—Es verdad, más vale que te largues de aquí pitando.

El parte meteorológico dio paso a otra de las innumerables noticias relativas al arresto del matrimonio Killian y a las secuelas de la retirada del senador de la carrera presidencial. Will hizo una mueca y apagó la televisión.

—Le he dicho a MacDonald que lo invitaba a pasar unos días pescando juntos en Florida.

—¿Qué ha dicho?

—No se ha decidido aún. Yo creo que le gustaría hacer algo por mí, no que yo lo haga por él. El pobre está muy agradecido.

—Qué menos.

—Mira, creo que le diré que me envíe una caja de whisky escocés.

—Ja, ja.

Will cogió una cerveza.

—¿Sabes qué día es el domingo que viene? —dijo.

—Ni idea.

—9 de febrero. Faltan siete años para el Horizonte.

—¿No habíamos quedado en no llevar la cuenta?

—Normalmente no lo hago, pero es que tú estuviste allí. No paro de pensar en ello. Daría el huevo derecho por ver la Biblioteca.

—Ni se te ocurra.

—Deberían haber tenido el detalle de enseñártela.

—Eso estaba descartado.

—Lo lógico es que al menos publiquen fotos o algo, ¿no? ¿Qué sentido tiene mantener el secreto?

—Que los gobiernos no pueden vivir ni con ellos ni sin ellos —dijo Nancy echando la cebolla picada en la sartén.

—No, ahora en serio —replicó él—. ¿Qué impresión te dio estar allí?

Nancy removió la cebolla con una cuchara de madera y se apartó de los fogones.

—Siempre aborrecí todo lo que rodeaba a la Biblioteca. Odio a las personas que la mantuvieron oculta y odio lo que les hicieron a mis padres; odio que no podamos cambiar el día de nuestra muerte; odio absolutamente todo lo que tiene que ver con el Horizonte. Pero la Biblioteca ha impedido que un hijo de perra se instale en la Casa Blanca.

O sea que no puedo odiarla del todo.

Will la rodeó con los brazos.

—Tanto odio en un cuerpecito tan pequeño. A ver, dime algo que ames.

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