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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (15 page)

BOOK: La krakatita
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Un automóvil dio un bocinazo delante de la caseta.

—Bien, aleluya —dijo aliviado el señor Carson—, aquí está el coche. Venga, caballero, nos vamos.

—¿A dónde?

—De momento, a comer.

XX

Al día siguiente, Prokop se despertó con una tremenda pesadez de cabeza. Al principio no era capaz de comprender dónde se encontraba; esperaba oír el cloqueo de las gallinas o el sonoro ladrido de Honzík. Poco a poco fue dándose cuenta de que ya no estaba en Týnice, de que estaba acostado en el hotel al que el señor Carson lo había trasladado, ebrio hasta perder la consciencia, borracho, bramando como un animal. Pero apenas dejó correr sobre su cabeza una corriente de agua fría, recordó todo el día anterior y, de la vergüenza, habría querido que se lo tragara la tierra.

Ya durante la comida estuvieron bebiendo, pero sólo un poco, sólo lo suficiente como para que ambos se pusieran rojos y se pasearan en coche por algún lugar de los bosques de Sázava o quién sabe dónde, para que se les evaporara el alcohol de la cabeza. Entretanto Prokop largaba sin pausa, mientras el señor Carson mascaba el cigarro y asentía con la cabeza. «Será usted
a big man». A big man, a big man,
resonaba en la cabeza de Prokop como una campana. «¡Cáspita, si me viera rodeado de esa gloria… la mujer del velo!». Ufano, se hinchó tanto ante Carson que estaba a punto de explotar; pero éste sólo hacía gestos afirmativos con la cabeza como un mandarín y azuzaba su orgullo desenfrenado. Prokop no salió volando del coche por el enardecimiento de puro milagro; por lo visto, explicaba sus ideas sobre el instituto internacional de química destructiva, el socialismo, el matrimonio, la educación de los hijos y todo tipo de despropósitos.

Pero por la tarde comenzó de verdad el asunto. Sólo dios sabe todos los sitios en los que estuvieron bebiendo. Fue un horror: Carson pagaba rondas a todos los desconocidos, enrojecido, lustroso, con el sombrero aplastado, mientras que unas chicas bailaban, alguien rompía vasos y Prokop, gimoteando, confesaba a Carson su horroroso amor hacia aquella mujer que no conocía. Al recordarlo, Prokop se agarró la cabeza por el bochorno y el dolor.

Después, mientras gritaba «krakatita», lo metieron en el coche. El diablo sabe a dónde lo llevarían; iban a toda velocidad por carreteras interminables. Junto a Prokop brincaba un fueguecillo rojizo, seguramente era el señor Carson con su cigarro, que hipaba «¡más rápido, Bob!», o algo por el estilo. De pronto, en una curva, se precipitaron hacia ellos dos luces deslumbrantes, un par de voces pegaron un aullido, el coche derrapó hacia un lado y Prokop cayó de morros en la hierba, con lo que se espabiló hasta tal punto, que comenzó a percibir lo que estaba ocurriendo. Unas cuantas voces discutían frenéticas y se reprochaban su embriaguez mutuamente; el señor Carson echaba pestes que daba miedo y gruñía «ahora tendremos que regresar», tras lo cual introdujeron con mil miramientos a Prokop, como herido más grave, en aquel otro coche, el señor Carson se sentó junto a él y regresaron, mientras Bob se quedaba junto al coche accidentado. A mitad de camino el herido grave comenzó a cantar y a alborotar, y justo antes de llegar a Praga le entró sed de nuevo. Tuvieron que recorrer aún unos cuantos locales antes de conseguir callarlo.

Con hosca desgana, Prokop estudió en el espejo su cara desollada. Le interrumpió aquella vergonzosa visión el recepcionista del hotel, que (con las correspondientes disculpas) le trajo el impreso de registro para que lo rellenara. Prokop completó sus datos personales con la esperanza de que con eso el asunto estuviera zanjado. Pero apenas hubo leído su nombre y profesión, el recepcionista recobró visiblemente los bríos y pidió a Prokop que no se marchara aún; que un señor extranjero había pedido que le telefonearan inmediatamente desde el hotel si por un casual el señor ingeniero Prokop tuviera a bien alojarse allí. Si, por tanto, el señor ingeniero se lo permitía, etc., etc. El señor ingeniero estaba tan furioso consigo mismo que habría permitido incluso que le cortaran el cuello. Así que se sentó y esperó, resignado pasivamente a su dolor de cabeza. Después de un cuarto de hora el recepcionista estaba de vuelta y le entregaba una tarjeta de visita. En ella se leía:

SIR REGINALD CARSON

Col. B. A., M. R. A., M. P., D. S. etc.

President of Marconi's Wireless Co

LONDON

—Traiga aquí —ordenó Prokop, y en lo más profundo de su alma se extrañó lo indecible por el hecho de que el bueno de Carson no le hubiera comunicado, ya ayer, sus apabullantes títulos y que hoy viniera con semejantes ambages. Aparte de eso, tenía cierta curiosidad por saber qué aspecto tenía el señor Carson tras aquella noche infame. Pero entonces se le salieron los ojos de las órbitas, increíblemente sorprendido. Por la puerta entraba un caballero totalmente desconocido, un codo mayor que el señor Carson del día anterior.


Very glad to see you
[19]
—dijo lentamente el
gentleman
[20]
desconocido, inclinándose más o menos como si fuera un poste de telégrafo—. Sir Reginald Carson —se presentó, mientras buscaba con la mirada una silla.

Prokop profirió un sonido indefinido y le señaló la silla. El
gentleman
se sentó en ángulo recto y se dispuso a quitarse con gran ceremonia unos espléndidos guantes de piel de ciervo. Era un caballero muy alto y extremadamente serio, con una cara caballuna planchada en rígidos pliegues; en la corbata un enorme ópalo indio, en la cadenita de oro un camafeo antiguo, pies gigantescos de jugador de golf, en resumen, un
lord
por los cuatro costados. Prokop, estupefacto, guardaba silencio.

—Usted dirá —dijo finalmente, cuando el silencio se hizo insoportablemente largo. El
gentleman
no tenía prisa en absoluto.

—Sin duda —dijo por fin en inglés—, sin duda le sorprendería encontrar en los periódicos mi aviso. Supongo que es usted el ingeniero Prokop, autor de… eh… unos artículos muy interesantes acerca de sustancias explosivas.

Prokop asintió en silencio.

—Es un placer —dijo el señor Carson sin apresurarse en modo alguno—. Le he estado buscando por cierto asunto de gran interés científico e importancia práctica para nuestra compañía, Marconi's Wireless, de la cual tengo el honor de ser presidente, y no menos importante para la Unión Internacional de Telegrafía Sin Hilos, la cual me ha concedido el inmerecido honor de elegirme como secretario general de la misma. Sin duda le sorprenderá —continuó medio ahogado por tan larga frase—, que estas respetadas sociedades me hayan enviado a visitarle, dado que sus excelentes trabajos pertenecen a un campo totalmente distinto. Permítame —y al pronunciar estas palabras el señor Carson abrió su maletín de piel de cocodrilo, del que sacó unos papeles, una libreta y un lápiz amarillo—. A lo largo de unos nueve meses —comenzó despacio, y se puso unos anteojos dorados para observar los papeles—, las estaciones de radio europeas han venido comprobando…

—Disculpe —lo interrumpió Prokop, incapaz ya de contenerse—, entonces, ¿esos anuncios los puso usted?

—Sin duda. Pues bien, han venido comprobando de forma regular unas interferencias…

—…los martes y los viernes, lo sé. ¿Quién le ha hablado de la krakatita?

—Habría llegado a ese tema yo mismo —dijo el respetable
lord
con cierto tono de reproche—.
Well,
[21]
me saltaré los detalles, ya que supongo que está usted informado hasta cierto punto de nuestras dificultades y de… eh… y…

—…y de la conspiración secreta a nivel mundial, ¿no?

El señor Carson abrió como platos sus ojos de color azul claro.

—Le ruego que me disculpe, ¿qué conspiración?

—Bueno, esos misteriosos radiotelegramas nocturnos, la organización secreta que los emite… —el señor Reginald Carson lo detuvo.

—Fantasías —dijo con conmiseración—, nada más que fantasías. Ya lo sé, lo sugirió incluso el
Daily News
cuando nuestra empresa ofreció una recompensa relativamente considerable…

—Lo sé —dijo rápidamente Prokop, temiendo que el
lord
se pusiera a hablar largo y tendido sobre el tema.

—Sí. Un despropósito. El asunto tiene un trasfondo puramente comercial. Alguien tiene interés en generar desconfianza hacia nuestras estaciones de radio, ¿entiende? Quiere socavar la confianza de la sociedad en nuestra compañía. Por desgracia, nuestros receptores y… eh… radioconductores no son capaces de descubrir el extraño tipo de ondas que provoca esas interferencias. Y puesto que nos han llegado noticias de que tiene en su poder cierta sustancia o compuesto químico que reacciona de un modo muy, muy notable ante dichas interferencias…

—¿Noticias de quién?

—De su colaborador, el señor… eh… el señor Tomeš.
Mister
Tomeš, ¿verdad? —El pausado
gentleman
sacó de entre sus papeles una carta—.
«Dear sir
[22]
—leía con cierto esfuerzo—, leo en el periódico que ofrecen una recompensa,
et cetera.
Dado que en la actualidad me resulta imposible alejarme de Balttin, donde trabajo en cierto descubrimiento, y un asunto de semejante alcance no se puede solucionar por escrito, le ruego que mande buscar en Praga a mi amigo y colaborador durante largos años,
Mr
Ing. Prokop, que tiene en su poder una sustancia recién descubierta, la krakatita, un tetrargón de cierta sal metálica, cuya síntesis se lleva a cabo bajo los efectos específicos de una corriente de alta frecuencia. La krakatita reacciona, como demuestran precisos experimentos, con una fuerte explosión ante las ondas desconocidas que provocan las interferencias, de lo cual se deduce por sí misma la relevancia que tienen dichas ondas para la investigación. En vista de la importancia del asunto, presupongo, por mi parte y por la de mi amigo, que la recompensa que ofrecen se incrementará sus-sustancialmente… —el señor Carson se atragantó—. Eso es, en resumen, todo —dijo—. Sobre la recompensa hablaríamos por separado». Firmado,
Mr
Tomeš, en Balttin.

—Hum —dijo Prokop con serias sospechas—, que una noticia tan privada… tan poco fiable… tan fantástica haya impulsado a la empresa Marconi…


Beg your pardon
[23]
—objetó el alto caballero—, por supuesto, nos han llegado noticias muy precisas sobre ciertos experimentos en Balttin…

—Ahá, de cierto técnico de laboratorio sajón, ¿verdad?

—No. De nuestro propio representante. Se lo leo en seguida. —El señor Carson se puso de nuevo a buscar entre sus papeles—. Aquí está.
«Dear sir,
las estaciones locales no consiguen solucionar las conocidas interferencias. Los experimentos que se han llevado a cabo elevando la fuerza de emisión han fracasado por completo. He recibido información confidencial pero fiable de que el instituto militar de Balttin ha conseguido una determinada cantidad de cierta sustancia…». —Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Prokop, y entró un camarero con una tarjeta de visita.

—Un caballero ruega…

En la tarjeta se podía leer:

ING. CARSON, Balttin

—Que pase —ordenó Prokop, sintiendo una súbita animación e ignorando directamente las señales de protesta por parte de
sir
Carson.

A continuación entró el señor Carson del día anterior, con la cara totalmente devastada por la falta de sueño, que se dirigió hacia Prokop emitiendo sonidos de alegría.

XXI

—Espere —lo detuvo Prokop—. Permítanme que les presente. Ingeniero Carson,
sir
Reginald Carson.

Sir
Carson dio un respingo, pero permaneció sentado con inmutable dignidad. Por el contrario, el ingeniero Carson, perplejo, dio un silbido y se dejó caer en una silla como una persona a la que le flaquean las piernas. Prokop se apoyó en la puerta y se regodeó mirando a ambos caballeros con una malicia desbocada.

—¿Y bien? —preguntó finalmente.

Sir
Carson se puso a colocar sus papeles en el maletín.

—Sin duda —dijo pausadamente—, será mejor que le visite en otro momento…

—Tenga la bondad de quedarse —lo interrumpió Prokop—. Discúlpenme, caballeros, ¿no son ustedes, por casualidad, familia?

—En absoluto —dijo el ingeniero Carson—. Más bien al contrario.

—Entonces, ¿cuál de ustedes es realmente Carson?

No contestó ninguno de los dos; la situación era realmente incómoda.

—Pida a ese señor —dijo con brusquedad
sir
Reginald—, que le enseñe sus papeles.

—Claro que sí —le espetó el ingeniero Carson—, pero después del caballero preopinante. Sí.

—¿Y quién de ustedes puso el anuncio?

—Yo —anunció sin vacilación el ingeniero Carson—. Fue idea mía, caballero. Y hago constar que incluso en nuestro ramo es de una vileza inaudita subirse gratis al carro de la idea de otra persona. Sí.

—Si me permite —
sir
Reginald se giró hacia Prokop con auténtica indignación moral—, esto ya es el colmo. ¡Qué impresión habría dado si hubiera salido un anuncio más con otro nombre! Simplemente tuve que aceptar el hecho de cómo lo había llevado a cabo ese caballero de ahí.

—Ahá —arremetió combativo el señor Carson—, y por eso este caballero se apropió también de mi nombre, ¿sabe?

—Simplemente hago notar —protestó
sir
Reginald—, que ese señor de ahí no se llama en absoluto Carson.

—¿Y cómo se llama entonces? —inquirió apresuradamente Prokop.

—… No lo sé con exactitud —dijo entre dientes el lord con desdén.

—Carson —Prokop se dirigió al ingeniero—, ¿y quién es este caballero?

—La competencia —dijo con amargo sentido del humor el señor Carson—. Es el caballero que, mediante cartas falsas, ha estado intentando atraerme a todo tipo de lugares. Seguramente quería presentarme allí a gente muy agradable.

—A la policía militar local, disculpe —musitó
sir
Reginald.

El ingeniero los fulminó con una mirada maligna y tosió a modo de advertencia: «Por favor, no hablen de esto. En caso contrario…».

—¿Quieren los caballeros explicarse mutuamente algo más? —dijo Prokop con una mueca desde la puerta.

—No, nada más —dijo, muy digno,
sir
Reginald; hasta ese momento no había considerado al otro Carson digno de dedicarle siquiera una mirada.

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