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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (16 page)

BOOK: La krakatita
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—Entonces —comenzó Prokop—, ante todo les agradezco su visita. En segundo lugar me provoca una gran alegría que la krakatita se encuentre en buenas manos, es decir, en las mías. Ya que si tuvieran ustedes la más mínima esperanza de conseguirla por otros medios, yo no sería una persona a la que se buscara con tanto ahínco, ¿verdad? Les estoy inmensamente agradecido por esta información involuntaria.

—No cante victoria todavía —gruñó el señor Carson—. Queda…

—¿… él? —dijo Prokop señalando a
sir
Reginald.

El señor Carson negó con la cabeza.

—¡Qué va! Un tercero en discordia desconocido.

—Disculpe —dijo Prokop casi ofendido—, no creerá que voy a tragarme nada de lo que me contó ayer.

El señor Carson se encogió de hombros.

—De acuerdo, como quiera.

—Y en tercer lugar —continuó Prokop—, les rogaría que me dijeran dónde está Tomeš.

—Pero si ya le he dicho —saltó el señor Carson—, que no me está permitido… Venga a Balttin, y asunto concluido.

—Entonces usted, caballero —Prokop se dirigió a
sir
Reginald.


Beg your pardon
—profirió el alto
gentleman
—, pero eso me lo reservo para mí mismo.

—Entonces, en cuarto lugar, les ruego encarecidamente que no se devoren el uno al otro. Yo, entretanto, voy…

—A la policía —sugirió
sir
Reginald—. Totalmente correcto.

—Me alegro de que esté de acuerdo. Disculpen que les encierre aquí mientras tanto.

—Oh, por favor —dijo el
lord
educadamente, mientras el señor Carson hacía un intento desesperado de protesta.

Con gran alivio, Prokop cerró tras de sí la puerta con llave, y además colocó junto a ella a dos mozos del hotel, tras lo cual corrió a la comisaría más cercana, pues consideraba adecuado ofrecer allí algún tipo de explicación. Resultó que la cuestión no era tan sencilla: puesto que no podía acusar a ambos extranjeros al menos de robar unas cucharillas de plata o de jugar al bacará, le costó mucho trabajo disipar las dudas del oficial de policía, que, evidentemente, lo tomó por un chiflado. Finalmente (quizás para que lo dejara ya en paz) le asignó a Prokop un agente de paisano, un personaje muy ajado y taciturno. Cuando llegaron al hotel, encontraron a los dos mozos apuntalados valientemente en la puerta ante el gran tumulto de todo tipo de personal. Prokop abrió y el agente, tras resoplar por la nariz, entró tranquilamente al interior, como si hubiera ido a comprarse unos tirantes. La habitación estaba vacía. Los dos señores Carson habían desaparecido.

El taciturno personaje tan sólo echó un vistazo, e inmediatamente se dirigió hacia el cuarto de baño, el cual Prokop había olvidado por completo. Había allí una ventana abierta de par en par hacia un patio interior, y en la pared opuesta un ventanuco, forzado, que daba al retrete. El taciturno personaje enfiló hacia el retrete. Éste desembocaba en otro pasillo, estaba cerrado con llave y la llave había desaparecido. El agente hurgó en la cerradura con una ganzúa y abrió: estaba vacío, únicamente había huellas de pisadas en el asiento del retrete. El silencioso personaje cerró de nuevo todo y dijo que mandaría llamar al señor comisario.

El señor comisario, un hombrecillo muy vivo y famoso criminalista, se personó allí inmediatamente. Exprimió a Prokop al menos durante dos horas, intentando descubrir a toda costa qué asuntos se traía entre manos con aquellos dos caballeros. Parecía que tenía mil ganas de encerrar al menos a Prokop, que durante ese tiempo había caído en grandes contradicciones en sus propias declaraciones sobre su relación con ambos extranjeros. Después interrogó al recepcionista y a los mozos, y exhortó enérgicamente a Prokop a presentarse a las seis en la jefatura de policía; hasta aquel momento sería mejor que ni se moviera del hotel.

El resto del día lo pasó Prokop corriendo por la habitación y pensando horrorizado en que seguramente lo encerrarían; porque ¿qué explicación podía dar, si no tenía intención de hablar de la krakatita por nada en el mundo? «Sólo el diablo sabe cuánto tiempo puede durar la prisión preventiva; y así, en vez de poder buscarla a ella, a aquella desconocida del velo…». Prokop tenía los ojos llenos de lágrimas; se sentía débil y flojo, hasta el punto de avergonzarse. Sin embargo, justo antes de las seis se armó de todo su valor y se encaminó a la jefatura de policía.

Lo condujeron en seguida a un despacho con gruesas alfombras, sillones de piel y grandes cajas con cigarros (era el despacho del jefe de policía). Frente al escritorio Prokop halló una enorme espalda de boxeador inclinada sobre unos papeles, una espalda que despertó en él, a primera vista, pavor y sumisión.

—Tome asiento, señor ingeniero —dijo la espalda afablemente, secó algo y se giró hacia Prokop con una cara no menos monumental, adecuadamente acomodada sobre un cuello de bisonte. Un caballero robusto estudió durante un segundo a Prokop y dijo—: Señor ingeniero, no voy a obligarle a contarme lo que, por razones sin duda prudentes, tiene la intención de reservarse. Conozco su trabajo. Creo que en este caso se trata de alguno de sus explosivos.

—Sí.

—El asunto seguramente tiene cierta relevancia… digamos militar.

—Sí.

El robusto caballero se levantó y dio la mano a Prokop.

—Tan sólo quería agradecerle, señor ingeniero, que no se lo haya vendido a agentes extranjeros.

—¿Eso es todo?

—Sí.

—¿Los han capturado? —soltó a bocajarro Prokop.

—¿Por qué? —sonrió el caballero—. No tenemos derecho a hacerlo. Mientras se trate de un secreto exclusivamente suyo y en ningún caso de nuestro ejército…

Prokop cazó al vuelo el leve reproche y titubeó.

—Este asunto… aún no está maduro…

—Le creo. Confío en usted —dijo el poderoso caballero, dándole de nuevo la mano.

Eso fue todo.

XXII

«Debo actuar según un plan», se propuso Prokop. Bien, de este modo, tras una más que larga deliberación y las más descabelladas ideas, se decidió por el siguiente plan…

Antes que nada, puso en días alternos y en todos los periódicos importantes el siguiente anuncio: «Señor Jiří Tomeš. El portador del paquete con la mano herida ruega a la dama del velo que indique su dirección. Muy importante. Razón "40.000" a ag. anunc. Grégr». Esa forma de redactar el mensaje le pareció muy astuta; sin embargo no era seguro que una joven dama leyera el periódico en absoluto, y la sección de anuncios por palabras en especial. «Bueno, ¿quién sabe? El azar es poderoso».

Por otra parte, en lugar del azar concurrían circunstancias que era posible prever, pero en las que Prokop no había pensado previamente. En efecto, a la agencia de anuncios señalada llegó un buen montón de correspondencia, sólo que en su mayoría se trataba de facturas, requerimientos de pago, amenazas y groserías dirigidas al ilocalizable Tomeš; o «Se ordena al señor Jiří Tomeš que en su propio interés indique su dirección. Resolución con número de registro…» y similares. Aparte de eso merodeaba por la oficina de la agencia de anuncios cierto hombre macilento que, cuando Prokop recogió la correspondencia, se le acercó y le preguntó dónde vivía el señor Jiří Tomeš. Prokop se despachó con él todo lo groseramente que las circunstancias permitían, pero el señor macilento sacó a relucir la placa de policía y recomendó enérgicamente a Prokop que no hiciera tonterías. Y es que se trataba en ese caso de cierta estafa y de otros asuntos turbios. Prokop logró convencer al enjuto caballero de que ante todo él mismo necesitaba saber dónde se encontraba el señor Tomeš. No obstante, después de aquel incidente y de estudiar minuciosamente toda la correspondencia recibida, su confianza en que el anuncio diera sus frutos disminuyó de forma considerable. En realidad, también a los siguientes anuncios iban llegando cada vez menos respuestas, que, en cambio, eran cada vez más amenazantes.

En segundo lugar acudió a una agencia de detectives privada. Allí explicó que estaba buscando a una muchacha desconocida con velo, e intentó describirla. Estuvieron dispuestos a proporcionarle información reservada acerca de ella en el caso de que revelara su domicilio o su nombre. Así que no le quedó más remedio que marcharse con las manos vacías.

En tercer lugar tuvo una idea genial. En el sobre de marras, que no soltaba ni de día ni de noche, había, aparte de billetes de menor valor, treinta billetes de mil provistos de una cinta, como es costumbre en los bancos al pagar grandes sumas de dinero. No constaba en ella el nombre del banco, pero al menos era más que probable que la muchacha la hubiera cobrado en alguna institución financiera el mismo día en que él, Prokop, se marchó con el dinero a Týnice. Bien, ahora sólo hacía falta saber la fecha exacta, y después bastaría recorrer todos los bancos de Praga y solicitar que le indicaran el nombre de la persona que aquel día había retirado treinta mil coronas o algo más. Sí, tenía que saber la fecha exacta. Prokop era nebulosamente consciente de que la krakatita explotó un martes, más o menos (dos días antes había sido domingo o fiesta), así que la muchacha probablemente retiró el dinero un miércoles. Sin embargo, Prokop no estaba seguro de la semana ni del mes: pudo haber sido en marzo o en febrero. Con enorme esfuerzo intentó hacer memoria o calcular cuándo había podido ocurrir; sin embargo, todos los cálculos se detenían en el punto en el que no era capaz de determinar durante cuánto tiempo había estado enfermo. Bien, ¡pero seguro que en casa de Tomeš, en Týnice, sabían en qué semana había aparecido en su casa! Deslumbrado por esta esperanza mandó un telegrama al anciano doctor Tomeš: «Comunique fecha en que llegué a su casa. Prokop». Apenas hubo enviado el mensaje, se arrepintió de haberlo hecho, ya que sentía, de un modo que lo atormentaba, que no se había portado bien con ellos. En realidad, de todos modos, nunca llegó respuesta alguna. Cuando ya estaba dispuesto a soltar ese hilo, se le ocurrió que quizás recordara ese día la casera de Jirka Tomeš. Fue volando a su casa; no obstante, la casera afirmaba que aquello ocurrió un sábado. Prokop estaba desesperado; pero entonces le llegó una carta escrita con letra grande y esmerada de colegiala aplicada, en la que se decía que había llegado a Týnice tal y tal día, pero que «papá no puede saber que le he escrito».

Nada más. Firmada, Anči. A Prokop, dios sabe por qué, se le partía el corazón ante esas dos líneas.

En fin, con la fecha, tan afortunadamente obtenida, corrió al primer banco: ¿podrían decirle quién recogió tal día en esa caja, digamos, treinta mil coronas? Hicieron un gesto de desaprobación con la cabeza: por lo visto no era costumbre ni estaba permitido en absoluto. Pero cuando vieron lo apesadumbrado que estaba, fueron a consultar a alguien y después le preguntaron de qué cuenta se había retirado el dinero, o al menos si fueron retirados con cartilla, de una cuenta corriente, con cheque o a crédito. Prokop no tenía la más mínima idea. Además, le dijeron, quizás la persona en cuestión únicamente vendió allí unos valores; en ese caso su nombre ni siquiera tenía por qué estar en los libros de registro. Y cuando por fin Prokop les confesó que no sabía si quiera si aquel dinero se había cobrado en ese banco o en otro cualquiera, se echaron a reír y le preguntaron si pretendía recorrer con esa pregunta las doscientas cincuenta o más instituciones financieras, filiales y oficinas de cambio que había en Praga. De modo que la genial idea de Prokop fracasó estrepitosamente.

Quedaba ya tan sólo una cuarta posibilidad: que la encontrara por casualidad. Y en esa casualidad se esforzó Prokop por introducir un cierto método: dividió un mapa de Praga en sectores y fue rastreando paulatinamente una sección tras otra, corriendo de la mañana a la noche. Un día calculó con cuánta gente se encontraba, de este modo, al cabo del día, y el resultado fue la cifra total de casi cuarenta mil. Por tanto, teniendo en cuenta el número total de habitantes de toda Praga, tenía una probabilidad entre veinte de ver a la que andaba buscando.

Pero incluso esa probabilidad tan pequeña era una gran esperanza. Había calles y lugares, por delante de otros, en los que
a priori
parecía más verosímil que ella viviera o por los que ella pasara: calles con acacias en flor, majestuosas plazas antiguas, rincones íntimos de vida profunda y austera.

Decididamente no era posible que frecuentara aquellas calles ruidosas y lúgubres por las cuales uno pasa sólo apresuradamente; ni la aridez rectilínea de aquellas casas de vecindad sin rostro, ni la suciedad ni los escombros de la decrepitud. Sin embargo, ¿por qué no podría vivir justo tras aquellos grandes ventanales, tras los que contenía la respiración un umbrío y delicado silencio? Admirado, vagando como en sueños, Prokop fue descubriendo, por primera vez en su vida, todo lo que había en aquella ciudad en la que había pasado tantos años. Dios, cuántos lugares hermosos, en los que transcurre la vida, tranquila y madura, y te seduce cuando estás distraído: ponte límites, ponte límites a ti mismo.

Innumerables veces se precipitó Prokop tras jóvenes damas que, en la distancia y en dios sabe qué, le recordaban a la que había visto tan sólo dos veces; corría tras ellas con el corazón latiendo desbocado: ¡y si fuera ella! Y nadie podrá decirnos si era cuestión de clarividencia o de olfato: siempre se trataba de mujeres desconocidas, pero hermosas y tristes, encerradas en sí mismas y escudadas tras una especie de inaccesibilidad. En cierta ocasión ya estaba casi seguro de que era ella; se le hizo un nudo en la garganta, hasta tal punto que tuvo que detenerse para tomar aire. En ese momento la mujer en cuestión se subió al tranvía y se marchó. Después de aquello, hizo guardia durante tres días en aquella parada, pero ya no la vio.

Lo peor eran las noches en las que, cansado hasta la extenuación, se retorcía las manos entre las rodillas y se esforzaba por urdir un nuevo plan detectivesco. «Dios, nunca abandonaré su búsqueda. Estoy obsesionado, de acuerdo: soy un desequilibrado, un idiota y un maníaco; pero nunca abandonaré. Cuanto más se me escapa, más intenso es. Simplemente… es… el destino, o lo que sea».

Una vez se despertó en medio de la noche, y de repente tuvo irremediablemente claro que así no la iba a encontrar en la vida; que tenía que levantarse y encontrar a Jirka Tomeš, que la conocía y estaba obligado a hablarle de ella. Así que se vistió en mitad de la noche, no podía esperar a la mañana. No estaba preparado para los incomprensibles problemas y demoras para gestionar el pasaporte; tampoco entendía qué era lo que querían de él, y se enfurecía y entristecía en una impaciencia febril. Por fin, por fin, una noche, un tren expreso lo condujo más allá de la frontera. ¡Conque, en primer lugar, a Balttin!

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