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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (10 page)

BOOK: La loba de Francia
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—¡Jamás! —exclamó Carlos de Valois—. Jamás unirá Eduardo sus pendones a los míos. En primer lugar, ¿se le puede considerar como un príncipe cristiano? ¡Sólo los moros tienen costumbres iguales a las suyas!

A pesar de esta indignación, Mortimer se sintió inquieto; sabía demasiado bien el valor que se podía conceder a las palabras de los príncipes, y como los enemigos de ayer se reconcilian a la mañana siguiente, aunque sea falsamente, cuando les interesa. Si a monseñor de Valois se le ocurría la idea de invitar a Eduardo para aumentar su cruzada, y si éste fingía aceptar...

—Aunque lo hicierais, monseñor —dijo Mortimer—, hay pocas posibilidades de que el rey Eduardo acepte vuestra invitación. Le gustan los juegos corporales, pero detesta las armas, y os aseguro que no fue el quien me venció en Shrewsbury. Eduardo se excusará, y con justa razón, con los peligros que corre debido a los escoceses...

—Pero yo quiero que vengan los escoceses en mi cruzada —dijo Valois.

Roberto golpeó uno contra otro sus enormes puños. La cruzada le era totalmente indiferente, y a decir verdad, no la deseaba. En primer lugar se mareaba en la mar. En tierra, todo lo que quisieran, pero en la mar un niño de pecho era más fuerte que el. Además, su pensamiento estaba puesto en la recuperación de su condado de Artois, y la estancia de cinco años en el otro extremo del mundo no le ayudaría a arreglar sus asuntos. El trono de Constantinopla no era su herencia y no le agradaba la idea de verse un día mandando cualquier isla perdida en medio de aguas remotas.

Tampoco estaba interesado en el comercio de las especias, ni necesitaba ir a robar mujeres a los turcos. París estaba rebosante de huríes por cincuenta sueldos y de burguesas que aun costaban menos; y la señora de Beaumont, su esposa, hija de monseñor de Valois, cerraba los ojos a todas sus andanzas. Por lo tanto, Roberto deseaba aplazar lo más posible esta cruzada y, fingiendo alentarla, no hacía más que retardarla. Tenía sus planes, y no en vano había llevado a Roger Mortimer ante su suegro.

—Me pregunto, Carlos —dijo—, si será prudente dejar durante tanto tiempo el reino de Francia desprovisto de hombres, privado de su nobleza y de vuestro mando, a merced del rey de Inglaterra, quien nos demuestra no querernos bien.

—Los castillos quedarán bien provistos, Roberto; dejaremos en ellos guarniciones suficientes— respondió Valois.

—Pero, repito, sin la nobleza, sin la mayoría de los caballeros y sin vos, que sois nuestro gran guerrero, ¿quién defenderá el reino en nuestra ausencia? ¿El condestable, que pronto cumplirá setenta y cinco años, y que es milagro que se mantenga en la montura? ¿Nuestro rey Carlos? Si a Eduardo, como dice Lord Mortimer, le gustan poco las batallas, a nuestro gentil primo le agradan menos. ¿No se dedica solamente a mostrarse fresco y sonriente ante su pueblo? Sería una locura dejar el campo libre a las maldades de Eduardo, sin haberlo debilitado antes con una derrota.

—Ayudemos, pues, a los escoceses —propuso Felipe de Valois—. Desembarquemos en sus costas y apoyemos su lucha. Por mi parte estoy dispuesto.

Roberto de Artois bajó la cabeza para no mostrar lo que pensaba. Se verían cosas muy divertidas si el bravo Felipe tomaba el mando de un ejército en Escocia. El heredero de los Valois había demostrado ya sus aptitudes en Italia, a donde lo enviaron para ayudar al legado del Papa contra los Visconti de Milán. Felipe había llegado con sus pendones, se había dejado maniobrar y engañar por Galeazzo Visconti, a quien cedió en todo pensando haber ganado en todo; y retornó sin haber librado la menor batalla.

Roger Mortimer, por su parte, se sintió herido ligeramente al escuchar la proposición de Felipe de Valois. Era adversario y enemigo del rey Eduardo, pero Inglaterra era su patria.

—Por el momento —dijo—, los escoceses están bastante calmados y parecen decididos a respetar el tratado que nos impusieron el año pasado.

—Además, Escocia, Escocia... —encareció Roberto—, hay que pasar el mar. Reservemos nuestras naves para la cruzada. Tenemos un lugar mejor para desafiar a este bribón de Eduardo. No ha prestado homenaje por Aquitania. Si le obligamos a venir a defender sus derechos en Francia, en su ducado, y con esta ocasión lo aplastamos, quedaremos todos vengados y además se mantendría en calma durante nuestra ausencia.

Valois daba vueltas a sus anillos y reflexionaba. Una vez más, Roberto se mostraba buen consejero. La idea era vaga todavía, pero Valois vislumbraba su posible desarrollo. Para empezar, Aquitania no era para él tierra desconocida; en ella había hecho su primera gran campaña victoriosa, en 1294.

—Sin ninguna duda, sería un buen entrenamiento para nuestra caballería, que no ha guerreado desde hace largo tiempo, y una ocasión para probar esa artillería de pólvora que empiezan a usar los italianos y que nuestro viejo amigo Tolomei se ofrece a proporcionarnos. Cierto, el rey de Francia puede poner el ducado de Aquitania bajo su mando por falta de homenaje...

Permaneció pensativo un instante.

—Pero no habrá forzosamente guerra —concluyó—. Se negociará como de costumbre; se convertirá en asunto de parlamentos y embajadas. Y después, a regañadientes, rendirá homenaje.

No es suficiente motivo.

Roberto de Artois volvió a sentarse, apoyando los codos en las rodillas y la barbilla en los puños.

—Se puede encontrar un pretexto más eficaz que la falta de homenaje —dijo—. No es a vos, primo Mortimer, a quien he de informar sobre las dificultades, pleitos y batallas surgidos por Aquitania desde que la duquesa Alienor, después de decorar con hermosos cuernos la frente de su primer marido, nuestro rey Luis VII, llevó, por su segundo matrimonio, su cuerpo retozón, así como su ducado, a vuestro Enrique II de Inglaterra. Ni voy tampoco a informaros del tratado por el que el buen rey San Luis, a quien se le metió en la cabeza arreglar todas las cosas con equidad, quiso poner fin a cien años de guerra
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. Pero la equidad no vale nada para arreglar las diferencias entre los reinos. El tratado de 1259 no fue más que un nido de embrollos. El mismo senescal de Joinville, tío abuelo de vuestra esposa, primo Mortimer, que era muy devoto del santo rey, le aconsejó que no lo firmara. Reconozcámoslo con toda franqueza, aquel tratado fue una tontería.

Desde la muerte de San Luis, no hay más que disputas, discusiones, tratados concluidos, tratados denunciados, homenajes rendidos pero con reservas, audiencias de parlamentarios, querellas denegadas, querellantes condenados, sangrientas revueltas y nuevas audiencias de justicia. Pero vos mismo, Carlos —preguntó Roberto, volviéndose hacia Valois—, cuando fuísteis enviado por vuestro hermano Felipe el Hermoso a Aquitania, donde restablecisteis el orden tan bellamente, ¿cuál fue el motivo de vuestra ida?

—Una gran revuelta que estalló en Bayona, en la que marineros de Francia e Inglaterra llegaron a las manos, con efusión de sangre.

—Pues bien —exclamó Roberto—, sólo nos falta buscar la ocasión de otra revuelta de Bayona.

Basta influir en cualquier lugar para que la gente de los dos reyes se golpee con fuerza y se mate. Y me parece que ya he encontrado el lugar apropiado.

Apuntó a sus interlocutores con su enorme índice, y prosiguió:

—En el tratado de París, confirmado por la paz del año 1303, revisado en Perigueux el año 1311, quedó reservado el caso de ciertos señoríos, llamados privilegiados, que, aún encontrándose en tierra de Aquitania, están sometidos directamente al rey de Francia. Ahora bien, estos mismos señoríos tienen dependencias vasallas en Aquitania. No se ha determinado nunca si estas tierras vasallas dependen también del rey de Francia, o bien del duque de Aquitania. ¿Comprendéis?

—Comprendo —dijo monseñor de Valois.

Su hijo Felipe no comprendía. En sus grandes ojos azules había un gesto de sorpresa, y su incomprensión era tan manifiesta que su padre le explicó:

—Está claro, hijo mío. Imagina que te concedo este palacio, como si fuera un feudo; pero me reservo el uso y disposición de la sala en que estamos. Ahora bien, de esta sala depende el gabinete de paso que domina esta puerta. ¿Quién de los dos disfruta del gabinete de paso y ha de suministrar el mobiliario y realizar la limpieza? Lo importante —agregó Valois volviéndose a Roberto— es encontrar una dependencia suficientemente importante para que la acción que intentamos determine a Eduardo a actuar.

—Vos tenéis una dependencia bien señalada, que es la tierra de Saint-Sardos, que depende del priorato de Sarlat, en la diócesis de Perigueux. Su situación fue debatida ya cuando Felipe el Hermoso concluyó con el prior de Sarlat un tratado de condominio que hacía al rey de Francia condueño de este señorío. Eduardo I apeló al Parlamento de París pero no se resolvió nada. ¿Qué hará el rey de Inglaterra, duque de Aquitania, si en la dependencia de Saint-Sardos el rey de Francia, condueño de Sarlat, construye una fortaleza para establecer una guarnición que amenace los contornos? Dará a su senescal orden de que se oponga, y querrá a su vez establecer su guarnición. Al primer altercado entre dos soldados, al primer oficial del rey que maltrate o simplemente insulte...

Roberto abrió sus grandes manos, como si la conclusión se desprendiera por si misma.

Monseñor de Valois, envuelto en terciopelo azul bordado de oro, se levantó de su trono. Ya se veía sobre la montura a la cabeza de sus mesnadas volviendo a Guyena, donde hacía treinta años había hecho triunfar al rey de Francia.

—Admiro de verdad, hermano mío —exclamó Felipe de Valois—, que un gran caballero como vos conozca los procedimientos tan bien como un clérigo.

—¡Bah!, hermano mío, no tiene ningún mérito. No ha sido mi afición, sino mi proceso de Artois, el que me ha obligado a informarme de las costumbres de Francia y de las sentencias de los parlamentos. Y aunque hasta ahora no me ha servido de nada, espero que al menos sirva a mis amigos —concluyó Roberto de Artois inclinándose ante Roger Mortimer como si la vasta maquinación proyectada no tuviera otro motivo ni finalidad que complacer al refugiado.

—Vuestra llegada nos es de gran ayuda, sire barón —dijo Carlos de Valois—, ya que nuestras causas están unidas y no dejaremos de solicitar celosamente vuestros consejos en esta empresa...

que Dios quiera proteger. Puede suceder que dentro de poco marchemos juntos hacia Aquitania.

Mortimer se sintió desorientado, superado. No había hecho nada, no había dicho ni sugerido nada; su sola presencia había dado motivo a que los otros concretaran sus aspiraciones. Y ahora le invitaban a participar en una guerra contra su propio país, sin posibilidad de elección.

Así, si Dios no lo remediaba, los franceses iban a hacer la guerra en Francia a súbditos franceses del rey de Inglaterra, con la participación de un gran señor inglés y con el dinero proporcionado por el Papa para liberar a Armenia de los turcos.

V.- La espera

Pasó el fin del otoño, y todo el invierno, y la primavera también y el comienzo del verano.

Lord Mortimer vio pasar sobre París las cuatro estaciones, espesarse la nieve en las estrechas calles, cubrirse de nieve los tejados y los prados de Saint-Germain, abrirse las yemas de los árboles de las orillas del Sena, y brillar el sol en la torre cuadrada del Louvre, en la redonda torre de Nesle y en la aguda flecha de la SainteChapelle.

Un emigrado espera. Diríase que ese es su papel, casi su función. Espera que pase la mala suerte, espera que la gente del país donde se ha refugiado termine de arreglar sus asuntos para que finalmente se preocupe de los suyos. Pasados los primeros días de su llegada, en los que sus reveses suscitaban la curiosidad, y todos quieren apoderarse de él como si fuera un animal de exhibición, la presencia del emigrado se hace pronto molesta, casi fastidiosa. Parece ser portador de un mudo reproche. No pueden atenderlo en todo momento; después de todo, él es quien solicita y debe tener paciencia.

Por tanto, Roger Mortimer esperaba, como lo había hecho durante dos meses en Picardía, en casa de su primo Juan de Fiennes, que la corte de Francia volviera a París; como había esperado que monseñor de Valois encontrara, entre todas sus ocupaciones, un rato para recibirlo... Ahora esperaba una guerra en Guyena, lo único que podía cambiar su destino.

Monseñor de Valois no había tardado en dar las órdenes. Oficiales del rey de Francia, tal como había aconsejado Roberto, habían comenzado a señalar en Saint-Sardos, en las dependencias en litigio del señorío de Sarlat, la cimentación de una fortaleza. Pero una fortaleza no se levantaba en un día, ni siquiera en tres meses, y la gente del rey de Inglaterra no parecía haberse alarmado, al menos al principio. Había que esperar que se produjeran incidentes.

Roger Mortimer aprovechaba su ocio para recorrer aquella capital que apenas había entrevisto en un viaje realizado diez años antes, y para observar al gran pueblo de Francia, que conocía tan mal. ¡Qué nación tan rica y poblada, y cuán diferente de Inglaterra! A ambos lados del mar la gente se creía semejante porque en los dos países la nobleza pertenecía al mismo tronco; pero viendo las cosas de cerca se observaban muchas disparidades. La población del reino de Inglaterra con sus dos millones de almas, no llegaba a la décima parte del total de los súbditos del rey de Francia, que alcanzaba la cifra de casi veintidós millones. Solo París tenía trescientos mil habitantes, mientras que Londres no contaba más que cuarenta mil. ¡Y que bullicio en sus calles, que actividad comercial e industrial, que gasto! Para convencerse bastaba pasearse por el Pont-au-Change o a lo largo del muelle de los Orfevres, y escuchar el ruido que producían en las tiendas los pequeños martillos que batían el oro; atravesar, tapándose la nariz, el barrio de la Grande Boucherie, detrás del Chatelet, donde trabajaban los triperos y los matarifes; seguir la calle de Saint-Denis, donde se encontraban los merceros; ir a palpar las telas en los grandes mercados de los Pañeros... En la calle de los Lombardos, más silenciosa, que Lord Mortimer ahora conocía bien, se trataban grandes asuntos.

Cerca de trescientas cincuenta corporaciones y maestrías reglamentaban y dominaban la vida de todos estos oficios; cada una tenía sus leyes, costumbres y fiestas, y prácticamente no había día del año en que, después de oír misa y discutir en el locutorio, no se reunieran en un gran banquete maestros y compañeros, ya se tratase de sombrereros, fabricantes de cirios, curtidores...

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