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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (7 page)

BOOK: La loba de Francia
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Pero esta vez el ataque no tuvo éxito.

—Lady Juana irá al castillo de Wigmore, donde quedará bajo la vigilancia de mi hermano Kent, y eso hasta que decida el uso que haré de los bienes de un traidor, cuyo nombre solo se pronunciará ante mi para dictar su sentencia de muerte. Confío, Lady Juana, que preferiréis ir a vuestra residencia de buen grado mejor que a la fuerza.

—Comprendo que me quieren dejar completamente sola —dijo Isabel.

—¿Qué habláis de soledad, señora? —dijo el joven Hugh con su hermosa voz modulada—. ¿No somos todos vuestros fieles amigos, siéndolo del rey? Y la señora Alienor, mi devota esposa, ¿no es vuestra constante compañera? Tenéis aquí un bonito libro —añadió, mostrando el volumen—, y bellamente iluminado. ¿Me haréis la gracia de prestármelo?

—Naturalmente, naturalmente, la reina os lo presta —dijo el rey—. ¿No es verdad, señora, que nos hacéis el placer de prestar este libro a nuestro amigo Gloucester?

—De buen grado, sire esposo mío, de buen grado. Cuando se trata de nuestro amigo Despenser, ya sé lo que significa prestar. Hace diez años que le presté mis perlas y podéis ver que las lleva todavía al cuello.

No se intimidaba, pero el corazón le latía con fuerza en el pecho. En adelante tendría que soportar sola las continuas vejaciones. Si un día conseguía vengarse, no se olvidaría de nada.

El joven Hugh puso el libro sobre un cofre, e hizo una señal de inteligencia a su mujer. Las endechas de María de Francia irían a reunirse con el broche de oro con leones de pedrería, las tres coronas de oro, las cuatro coronas enriquecidas con rubíes y esmeraldas, las ciento veinte cucharas de plata, las treinta fuentes, los diez jarros de oro, los adornos de habitación en paño, de oro rombeado, el carro de seis caballos, la ropa blanca, las fuentes de plata, los arneses, los ornamentos de la capilla, objetos todos ellos maravillosos, obsequio de su padre o de sus parientes, que habían formado parte de sus regalos de boda, y que habían pasado a manos de los amantes del rey, primero a las de Gavestón y luego a las de Despenser. ¡Hasta el gran manto de paño de Turquía, todo bordado, que había lucido el día de su boda, le había sido quitado!

—Vamos, mis lores —dijo el rey palmoteando—, acudid presurosos a las tareas que os he dado, y que cada uno cumpla con su deber.

Era la expresión habitual, una fórmula que creía muy de rey, con la que señalaba el fin de sus Consejos. Salió, seguido de su séquito; y la estancia quedó vacía.

Las sombras comenzaban a descender sobre el claustro del priorato de Kirkham; con las sombras, entraba un poco de frescor por las ventanas. La reina Isabel y Lady Mortimer no se atrevián a decir palabra por temor a echarse a llorar. ¿Volverían a verse, y que suerte les reservaba el destino?

El joven príncipe Eduardo, con los ojos bajos, fue a colocarse silenciosamente detrás de su madre como si quisiera reemplazar a la amistad que quitaban a la reina.

Lady Despenser se acercó a buscar el libro que había complacido a su marido, un hermoso libro encuadernado de terciopelo realzado de pedrería. Hacía tiempo que la obra excitaba su codicia. Cuando iba a cogerlo, el joven príncipe Eduardo le apartó la mano.

—¡Ah, no, mala mujer, no lo tendréis todo! —exclamó.

La reina separó la mano del príncipe, cogió el libro y lo tendió a su enemiga. Luego, se volvió a su hijo, y le dedicó una furtiva sonrisa que descubrió sus dientes de pequeño carnívoro. Un niño de once años no podía ser todavía de gran ayuda; pero, de todas maneras, se trataba del príncipe heredero.

III.- Nuevo cliente para maese Tolomei

El viejo Spinello Tolomei, en su gabinete de trabajo, situado en el primer piso, apartó los bajos de un tapiz y, empujando un pequeño postigo de madera, descubrió una abertura secreta que le permitía vigilar a sus dependientes, que estaban en la gran galería del piso bajo. Por este «espía» de invención florentina, disimulado entre las vigas, maese Tolomei podía ver todo lo que pasaba y oír todo lo que se decía en su establecimiento de banca y de negocio.

En este momento observó señales de cierta confusión. Las llamas de las lámparas de tres brazos vacilaban en los mostradores y los empleados habían dejado de poner las fichas de cobre sobre los tableros que les servían para calcular. Una ang para medir tela cayó al suelo con gran estrépito; las balanzas oscilaban sobre las mesas de los cambistas sin que nadie las hubiera tocado; los empleados se habían vuelto hacia la puerta, y los dependientes mayores se llevaban la mano al pecho, inclinados ya para hacer una reverencia.

Maese Tolomei sonrió, adivinando que todo ese trastorno se debía a que el conde de Artois acababa de entrar en su casa. Inmediatamente, a través del «espía» vio aparecer una inmensa caperuza cresteada de terciopelo rojo, guantes rojos, botas rojas que hacían sonar las espuelas, y un manto escarlata que se desplegaba sobre los hombros del gigante. Sólo monseñor de Artois tenía esa ruidosa manera de entrar, esa forma de pellizcar los senos de las burguesas al pasar por su lado, sin que los maridos se atrevieran a moverse, y de estremecer las paredes, al parecer, con su sola respiración.

Todo ello asombraba bien poco al viejo banquero. Conocía al conde de Artois desde hacía largo tiempo. Lo había observado demasiadas veces, y examinándolo así desde lo alto, distinguía todo lo que había de excesivo, forzado y ostentoso en los gestos de ese señor. Como la naturaleza le había dotado de proporciones físicas excepcionales, monseñor de Artois jugaba a hacerse el ogro.

En realidad, no era más que un astuto bribón. Además, Tolomei llevaba sus cuentas...

El banquero estaba más interesado por el personaje que acompañaba al de Artois, un señor vestido completamente de negro, de paso seguro, aspecto reservado, distante y bastante altivo.

Los dos visitantes se habían detenido ante el mostrador de armas y arneses, y monseñor de Artois paseaba su enorme guante rojo entre los puñales, las dagas, los modelos de guarnición de espadas, empujaba los tapetes de las sillas de montar, los estribos, los bocados del freno y las riendas recortadas, dentadas y bordadas. El empleado tardaría una hora larga en volver a poner en orden los géneros. Roberto eligió un par de espuelas de Toledo, de largas puntas, cuya talonera era alta y curvada hacia atrás con el fin de proteger el talón de Aquiles cuando el pie ejerciera una presión violenta sobre el flanco del caballo; invento juicioso y, con seguridad, muy útil en los torneos. Las espuelas estaban decoradas con flores y cintas, y en el acero dorado se veía grabada en letras redondas la divisa: «vencer».

—Os las regalo, milord —dijo el gigante al señor vestido de negro—. Solo os falta una dama que os las sujete a los pies. No tardará en aparecer; las damas de Francia se inflaman en seguida con lo que viene de lejos. Podéis encontrar aquí todo lo que deseeis —continuó, mostrándole la galería—. Mi amigo Tolomei, maestro de la usura y zorro en los negocios, os proporcionará de todo; tiene cualquier cosa que se le pida. ¿Queréis regalar una casulla a vuestro capellán? Tenéis treinta para elegir... ¿Una sortija para vuestra bienamada? Tiene los cofres llenos de piedras preciosas... ¿Os complace perfumar a las jóvenes antes de llevarlas a la diversión? Os dará un almizcle procedente de los mercados de Oriente... ¿Buscáis una reliquia? Tiene tres armarios llenos... Y además, vende oro Para comprar todo eso. Posee monedas acuñadas en todos los rincones de Europa, cuyos cambios podéis ver allí, marcados en aquellas pizarras. Vende cifras, y, sobre todo, vende: cuentas de arriendo, intereses de préstamos, y rentas de feudos... Detrás de cada una de estas puertecitas hay empleados que suman y restan. ¿Qué haríamos sin este hombre que se enriquece con nuestra poca habilidad de contar? Subamos a verlo.

Los peldaños de la escalera de madera en forma de caracol gimieron bajo el peso del conde de Artois. Maese Tolomei cerró el postigo del «espía» y dejó caer el tapiz.

La pieza donde entraron los dos señores era oscura, suntuosamente amueblada con pesados muebles, grandes objetos de plata y alfombras de dibujos que ahogaban los ruidos; olía a candela, incienso, especias y hierbas medicinales. Entre las riquezas que llenaban la pieza estaban acumulados todos los perfumes de una vida.

El banquero se adelantó. Roberto de Artois, que no lo había visto desde hacía muchas semanas —casi tres meses, durante los cuales había tenido que acompañar a su primo el rey de Francia, primero a Normandía a finales de agosto, y luego a Anjou durante todo el otoño—, encontró envejecido al sienés. Sus cabellos blancos estaban más claros, más ligeros sobre el cuello de su vestido. El tiempo había dejado sus huellas en el rostro.

Los pómulos estaban marcados como si un pájaro hubiera puesto en ellos las patas; su piel se bamboleaba debajo de la mandíbula, a manera de papada; el pecho estaba más delgado y el vientre más gordo; las uñas, muy cortadas y rotas. Solamente el ojo izquierdo, el famoso ojo izquierdo de maese Tolomei, siempre cerrado en sus tres cuartos, daba al rostro una expresión de vivacidad y malicia; pero el otro, el abierto, parecía un poco distraído, ausente, fatigado, propio de un hombre gastado y menos preocupado del mundo externo que atento a los trastornos y cansancios que anidan en un viejo cuerpo próximo a su fin.

—Amigo Tolomei —exclamó Roberto de Artois, tirando el guante sobre la mesa—, amigo Tolomei, os traigo una nueva fortuna.

El banquero indicó a los visitantes que se sentaran.

—¿Cuánto me va a costar, monseñor? —respondió.

—Vamos, vamos, banquero —dijo Roberto de Artois—. ¿Os he hecho hacer alguna vez malas inversiones?

—Nunca, monseñor, nunca, lo reconozco. A veces los vencimientos se han retrasado un poco; pero Dios ha querido concederme una vida bastante larga para que pudiera recoger los frutos de la confianza con que me habéis honrado. Pero imaginad, monseñor, que hubiera muerto, como tantos otros, a los cincuenta años. Entonces, gracias a vos, hubiera muerto arruinado.

La humorada divirtió a Roberto de Artois, y en su ancha cara la sonrisa descubrió sus cortos, sólidos y sucios dientes.

—¿Habéis perdido alguna vez conmigo? —replicó—. Recordad que os hice tomar partido por monseñor de Valois en contra de Enguerrando de Marigny; y ya veis donde está ahora Carlos de Valois, y como ha terminado sus días Marigny. ¿No os he reintegrado totalmente lo que me adelantasteis para mi guerra en Artois? Si, os lo agradezco, banquero, os agradezco haberme ayudado siempre, y en lo más fuerte de mis miserias. Porque hubo un momento en que estuve lleno de deudas —continuó dirigiéndose hacia el señor vestido de negro—. No me quedaba más tierra que ese condado de Beaumont-le-Roger del que el Tesoro no me pagaba las rentas, y mi amado primo Felipe el Largo —¡cuya alma guarde Dios en el infierno!— me encerró en la Châtelet. Pues bien, este hombre que veis aquí, milord, este usurero, este hombre que es el más granuja de todos los granujas que ha dado Lombardía, y que tomaría en garantía a un hijo en el vientre de su madre, no me ha abandonado jamás. Por eso mientras viva, y vivirá largo tiempo...

Maese Tolomei hizo los cuernos con los dedos de la mano derecha, y tocó la madera de la mesa.

—Sí, sí, usurero de Satanás, os digo que viviréis muchos años... Por eso este hombre será siempre mi amigo, a fe de Roberto de Artoís. Y no se ha equivocado, ya que ahora me ve convertido en yerno de monseñor de Valois, sentado en el Consejo del rey, y recibiendo las rentas de mi condado. Maese Tolomei, el gran señor que tenéis ante vos es Lord Mortimer, barón de Wigmore.

—Evadido el primero de agosto de la Torre de Londres —dijo el banquero, inclinando la cabeza—. Un gran honor, my Lord, un gran honor.

—¿Cómo? —exclamó de Artois—. ¿Lo sabíais?

—Monseñor —dijo Tolomei—, el barón de Wigmore es un personaje demasiado importante para que no estemos informados. Incluso sé, my Lord, que cuando el rey Eduardo dio a sus sherifs de costas la orden de buscaros y deteneros, vos ya habíais embarcado y os encontrabais fuera del alcance de la justicia inglesa. Sé que cuando hizo controlar todas las salidas de los barcos para Irlanda, y apresar a los correos que llegaban de Francia, vuestros amigos de Londres y de toda Inglaterra conocían ya vuestra llegada a casa de vuestro primo hermano Juan de Fiennes, en Picardía. Sé también que cuando el rey Eduardo ordenó a messire de Fiennes que le fuerais entregado, amenazándole con confiscar las tierras que posee al otro lado de la Mancha, este señor, que es gran amigo y partidario de monseñor Roberto, os encaminó hacia él. No puedo decir que os esperaba, my Lord; sabía que vendríais, pues monseñor de Artois me es fiel, como os ha dicho, y nunca deja de pensar en mí, cuando tiene un amigo en apuros.

Roger Mortimer había escuchado al banquero con gran atención.

—Veo, maese —respondió—, que los lombardos tienen buenos espías en la corte de Inglaterra.

—Para serviros, my Lord... Vos no ignoráis que el rey Eduardo tiene una fuerte deuda con nuestras compañías. Cuando se tiene un crédito, hay que vigilarlo. Y desde hace mucho tiempo vuestro rey ha dejado de honrar su sello, al menos con referencia a nosotros. Por mediación de monseñor el obispo de Exeter, su tesorero, nos ha respondido que los exiguos ingresos de los impuestos, las pesadas cargas de la guerra y las intrigas de sus barones no le permiten hacer otra cosa. Sin embargo, el impuesto con que ha gravado nuestras mercancías le bastaría para pagar, aunque solo fuera con el puerto de Londres.

Un criado acababa de traer el hipocrás y las almendras garrapiñadas que se ofrecían siempre a los visitantes de importancia. Tolomei escanció en los cubiletes el vino aromático, sirviéndose un dedo para humedecerse apenas los labios.

—Parece que por el momento el Tesoro de Francia se encuentra en mejor estado que el de Inglaterra —agregó—. ¿Se sabe ya, monseñor Roberto, cual será aproximadamente el saldo de este año?

—Si el presente mes no sobreviene alguna repentina calamidad, peste, hambre, matrimonio o funerales de alguno de nuestros reales parientes, los ingresos superarán en doce mil libras a los gastos, según las cifras que messire Miles de Noyers, maestro de la Camara de Cuentas, ha dado esta mañana en el Consejo. ¡Doce mil libras! En tiempo de los Felipe Cuarto y Quinto —¡y quiera Dios que la lista haya terminado!— no estaba el Tesoro en tan buen estado.

—¿Cómo conseguís, monseñor, tener un tesoro con superavít de ingresos? —preguntó Mortimer—. ¿Se debe a la ausencia de guerra?

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