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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (25 page)

BOOK: La loba de Francia
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Cerró completamente el ojo izquierdo, cruzó las manos sobre el vientre y esperó.

Isabel entendía poco de cuestiones financieras; y levantó la vista hacia Roger Mortimer.

¿Cómo había que tomar las últimas palabras del banquero? ¿Qué significaba, después de tan largo discurso, esa repentina apertura?

—Aclaradnos, por favor, vuestras palabras, maese Tolomei —dijo ella.

—Señora —prosiguió el banquero—, vuestra causa es hermosa; y la de vuestro esposo, muy fea.

La cristiandad sabe los malos tratos que os ha infligido, las costumbres que empañan su vida y el mal gobierno que ha impuesto a sus súbditos por medio de sus detestables consejeros. Por el contrario, señora, vos sois amada porque sois amable, y apuesto a que en Francia y en otras partes no faltan buenos caballeros dispuestos a levantar sus pendones para devolveros vuestro lugar en el reino... aunque sea expulsando del trono a vuestro esposo el rey de Inglaterra.

—Maese Tolomei —exclamó el conde de Kent—, ¿no pensáis que mi hermano, por detestable que sea, ha sido coronado?

—My Lord, my Lord —respondió Tolomei—, los reyes no lo son verdaderamente sino por el consentimiento de sus súbditos. Y vos tenéis otro rey que dar al pueblo de Inglaterra, ese joven duque de Aquitania que, para su corta edad, parece mostrar gran discreción. He visto demasiado las pasiones humanas y sé reconocer bastante bien las que no se curan, y arrastran a los más poderosos príncipes a su perdición. El rey Eduardo no se separará de Despenser; pero, por lo contrario, Inglaterra está bien dispuesta a aclamar al soberano que se le ofrezca para reemplazar al pésimo que tiene y a los malos consejeros que lo rodean... Me diréis, señora, que los caballeros que se ofrezcan a combatir por vuestra causa os resultaran caros: habrá que proporcionarles arneses, medios de vida, y placeres. Pero nosotros, los Lombardos, que no podemos mantener vuestro destierro, podríamos sostener vuestro ejército si Lord Mortimer, cuyo valor nadie desconoce, se compromete a ponerse al frente... y si, naturalmente, se nos garantiza que corren a vuestro cargo las deudas de messire Eduardo, para pagarlas el día de vuestro triunfo.

La proposición no podía quedar más claramente expuesta. Las compañías Lombardas se ofrecían a ayudar a la mujer contra el marido; al hijo, contra el padre; al amante, contra el esposo legítimo. Mortimer no se sorprendió tanto como cabía esperar, ni fingió sorpresa, cuando respondió:

—La dificultad, maese Tolomei, estriba en reunir esas mesnadas. No puede hacerse en una cueva. ¿Donde podríamos reunir mil caballeros tomados a sueldo? ¿En qué país? No podemos pedirle al rey Carlos que nos autorice a convocarlos en Francia, por bien dispuesto que este hacia su hermana.

Había connivencia entre el viejo sienés y el antiguo prisionero de Eduardo.

—¿No ha recibido en propiedad el joven duque de Aquitania el condado de Ponthieu, heredado de la reina, y no se encuentra el Ponthieu frente a Inglaterra y junto al condado de Artois, donde monseñor Roberto, aunque no sea su propietario, cuenta con numerosos partidarios, como vos sabéis, my Lord, ya que fuisteis muy bien acogido allí después de vuestra evasión?

—El Ponthieu... —repitió la reina, pensativa—. ¿Cuál es vuestro consejo, gentil Mortimer?

El asunto, aunque quedaba arreglado solamente de palabra, no por eso dejaba de ser una oferta firme. Tolomei estaba dispuesto a conceder un poco de crédito a la reina y a su amante para que pudieran hacer frente a las necesidades inmediatas y partieran en seguida al Ponthieu a organizar la expedición. Y en mayo les proporcionaría el grueso de los fondos. ¿Por qué en mayo?

¿No podía adelantar esa fecha?

Tolomei calculaba. Calculaba que tenía, junto con los Bardi, un crédito que recuperar del Papa. Pediría a Guccio, que se encontraba en Siena, que fuera a Aviñón, ya que el Papa le había hecho saber, por un viajante de los Bardi, que le gustaría volver a ver al joven, y había que aprovechar la buena disposición del Padre Santo. Era también una ocasión para Tolomei, tal vez la última, de ver a su sobrino, a quien tanto echaba de menos.

El banquero estaba pensando en algo divertido. Al igual que Valois para la cruzada y Roberto de Artois para Aquitania, el Lombardo se decía con respecto a Inglaterra: «El Papa pagará.» Necesitaba tiempo para que Boccaccio, que debía regresar a Italia, pasara por Siena, y que Guccio fuera de Siena a Aviñón, arreglara allí su asunto, llegara a París, y...

—En mayo, señora, en mayo... ¡Que Dios bendiga vuestra empresa!

II.- Regreso a Neauphle

¿Era tan pequeña la casa de banca de Neauphle, tan baja la iglesia situada al otro lado del minúsculo campo de feria y tan estrecho el empinado camino que torcía para ir a Cressay, Thoiry, Septeuil? El recuerdo y la nostalgia agrandan extrañamente la realidad de las cosas.

¡Habían pasado nueve años! Aquella fachada, los árboles, el campanario, le hacían de pronto nueve años más joven. Mejor dicho, lo envejecían nueve años.

Guccio había hecho instintivamente el mismo gesto de otro tiempo, inclinándose para cruzar la puerta baja que separaba las dos piezas del negocio a ras del suelo. Su mano había buscado instintivamente la cuerda de apoyo a lo largo del madero de encina que servía de eje a la escalera de caracol, para subir a su antigua habitación. ¡Allí era donde había amado tanto, como nunca antes, como nunca después!

La exigua pieza, bajo el entramado del techo, olía a campo y a recuerdos del pasado. ¿Cómo una habitación tan pequeña había podido contener un amor tan grande? Por la ventana, apenas ventana sino lumbrera, se veía el mismo paisaje de siempre. Los árboles estaban ya floridos en aquel comienzo de mayo, como en la época de su partida, nueve años antes. ¿Por qué los árboles en flor producen una emoción tan grande? Entre las ramas de los melocotoneros, rosadas y redondas como brazos, aparecía el tejado de la cuadra, aquella cuadra en la que se había escondido Guccio ante la llegada de los hermanos Cressay. ¡Ah, qué miedo había pasado aquella noche!

Se volvió hacia el espejo de estaño, que seguía en el mismo lugar, sobre el cofre de encina.

Todo hombre, cuando recuerda sus debilidades, se tranquiliza mirándose, olvidando que los rasgos de energía que lee en su rostro sólo le impresionan a él y que fue débil delante de los demás. El pulido metal devolvía a Guccio la imagen de un muchacho de treinta años, moreno, con una arruga bastante profunda entre las cejas y unos ojos oscuros, de los que no estaba descontento ya que esos ojos habían visto muchos paisajes: la nieve de las montañas, las olas de los mares, habían encendido el deseo en el corazón de las mujeres y habían mantenido la mirada de los príncipes y de los reyes.

¿Por qué, Guccio Baglioni, amigo mío, no has continuado una carrera tan hermosamente comenzada? Fuiste de Siena a París, de París a Londres, de Londres a Nápoles, a Lyon, a Aviñón; llevaste mensajes para las reinas, tesoros para los prelados, y durante dos largos años estuviste entre los más grandes personajes de la tierra, encargado de sus intereses o de sus secretos. Apenas tenías veinte años y de todo saliste airoso. No hay más que ver las atenciones que te tienen ahora, al cabo de nueve años de ausencia para comprender los recuerdos que dejaste. Empezando por el mismo Padre Santo. En cuanto sabe que estás de nuevo en Aviñón por un asunto de crédito, él, el soberano pontífice, desde lo alto del trono de San Pedro y en medio de tantas ocupaciones, pide verte, se interesa por tu suerte, se inquieta al saber que estás privado de tu hijo y dedica algunos de sus preciosos minutos a darte consejos. «...Un hijo debe ser educado por su padre», te dice, y te da un salvoconducto de mensajero papal, el mejor que existe.

...¡Y Bouville! Bouville, a quien acabas de visitar, como portador de la bendición del Papa Juan, te trata como a un amigo esperado desde hace tiempo, con lágrimas en los ojos, y te da uno de sus sargentos de armas para acompañarte en tu viaje, y una carta, estampada con su sello, dirigida a los hermanos Cressay, para que te dejen ver a tu hijo...!

Así, los más altos personajes se le ofrecían a Guccio, y, según pensaba el, sin motivo interesado, simplemente por la amistad que inspiraba su persona, por la agilidad de su mente, y sin duda por una cierta manera de comportarse con los grandes de este mundo, que en él era don de la naturaleza.

¡Ah! ¿por qué no había perseverado? Se hubiera convertido en uno de estos grandes Lombardos, tan poderosos en los estados como los mismos príncipes, como Macci dei Macci, actual guardián del tesoro real de Francia, o bien como Frescobaldi de Inglaterra, que entraba, sin hacerse anunciar, en casa del canciller del Tesoro.

¿Era demasiado tarde? Guccio se sentía superior a su tío, capaz de triunfos más brillantes.

Porque, juzgando las cosas con imparcialidad, el trabajo que el buen Spinello realizaba al frente de su negocio era bastante corriente. Había llegado a ser, ya viejo, capitán general de los Lombardos de París. Ciertamente, tenía buen sentido y astucia; pero no muy grandes ambiciones ni extraordinario talento. Guccio consideraba todo esto de una manera imparcial, ahora que había pasado la edad de las ilusiones y se sentía hombre de juicio ponderado. Si, se había equivocado. Y no podía ocultarse a sí mismo que la desgraciada aventura con María de Cressay había sido la causa de sus renunciamientos.

Porque durante largos meses, su pensamiento no había estado ocupado más que por el deplorable acontecimiento y todos sus actos habían sido dirigidos a disimular aquel fracaso.

Resentimiento, decepción, abatimiento, vergüenza de ver a sus amigos y protectores después de un desenlace tan poco glorioso; sueños de desquite... Su tiempo se había consumido en eso, mientras empezaba una nueva vida en Siena, donde nadie sabía de su triste aventura de Francia más que aquél a quien se lo quisiera contar. ¡Ah, aquella ingrata no sabía el gran destino que había hecho fracasar al negarse a huir con él en otro tiempo! ¡Cuántas veces, en Italia, había pensado en esto amargamente! Pero ahora iba a vengarse...

¿Y si de pronto María le decía que seguía amándolo, que lo había estado esperando y que sólo una equivocación espantosa había sido la causa de su separación. Si, ¿si hubiera sido eso?

Guccio sabía que en ese caso no resistiría, que olvidaría sus agravios y que se llevaría a María de Cressay a Siena, al palacio familiar para mostrar a su bella esposa a sus conciudadanos. Y para enseñar a María aquella nueva ciudad, menos grande que París o Londres, pero a las que superaba en magnificencia arquitectónica, con su Municipio recién acabado, en el que el gran Simone Martini estaba dando actualmente el último toque a los frescos interiores; con su catedral negra y blanca, que sería la más hermosa de Toscana una vez acabada su fachada. ¡Ah, que placer compartir lo que se quiere con una mujer amada! Pero, ¿qué hacía soñando ante un espejo de estaño, en lugar de correr a Cressay y aprovechar la emoción de la sorpresa?

Luego reflexionó. Las amarguras de nueve años no se olvidan de golpe ni tampoco el miedo que lo había alejado un día de aquel mismo jardín. Los furiosos gritos de los hermanos Cressay que querían despanzurrarlo... Sin un buen caballo, estaría muerto. Era preferible enviar al sargento de armas con la carta del conde de Bouville; así la tentativa tendría más peso.

Pero María ¿seguiría tan hermosa como hacía nueve años? ¿Se sentiría orgulloso de llevarla a su lado?

Guccio creía haber alcanzado la edad en que uno obra por la razón. Sin embargo, a pesar de la arruga que se le marcaba entre las cejas, seguía siendo el hombre de siempre, la misma mezcla de astucia y candidez, de orgullo y de sueños. Tan cierto es que los años cambian poco nuestro carácter y que no hay edad que nos libre de errores. Los cabellos encanecen más de prisa que nuestras debilidades.

Cabe pensar en un hecho durante nueve años, esperarlo, temerlo, rogar a la virgen cada noche para que se realice y rezar a Dios cada mañana para que no suceda; preparar noche tras noche y mañana tras mañana lo que se dirá si se produce, murmurar todas las respuestas que se darán a las preguntas que uno se ha imaginado, prever las mil maneras en que puede sobrevenir ese hecho... Sobreviene, y se encuentra uno desamparado.

En esta situación se encontraba María de Cressay aquella mañana, porque su sirvienta, confidente en otro tiempo de su felicidad y de su drama, llegó corriendo a susurrarle que había vuelto Guccio Baglioni. Que lo habían visto llegar al pueblo de Neauphle, que tenía aspecto de gran señor, que le servían de escolta varios sargentos del rey, que debía de ser mensajero del Papa... Los rapaces en la plaza han mirado boquiabiertos el arnés de cuero amarillo bordado con las llaves de San Pedro. Debido a este arnés, regalo del Papa al sobrino de su banquero, todos los cerebros del pueblo se han puesto a trabajar.

Y la sirvienta está allí, sofocada, rojas las mejillas, brillantes los ojos por la emoción, y María de Cressay no sabe lo que ha de hacer.

Dice:

—¡Mi vestido!

Ha dicho esto sin reflexionar, y la sirvienta ha comprendido, ya que María tiene pocos vestidos, que no puede pedir otro que el confeccionado antiguamente con la hermosa tela de seda regalada por Guccio, aquel vestido que saca del cofre todas las semanas, que cepilla cuidadosamente, que ventila, ante el que llora algunas veces, y que no se pone nunca.

Guccio puede aparecer de un momento a otro. ¿Lo ha visto la sirvienta? No. Ella solo trae los rumores que corren de puerta en puerta... Tal vez esté ya en camino. ¡Si María dispusiera al menos de un día para prepararse...! Ha esperado nueve años, y ahora no tiene un instante.

No importa que esté fría el agua que se echa por pecho, vientre y brazos, delante de la sirvienta, que se vuelve de espaldas, sorprendida por el súbito impudor de su dueña; luego mira de reojo aquel hermoso cuerpo que verdaderamente es lástima que lleve tanto tiempo sin hombre, y siente celos al contemplarlo pleno, firme, parecido a una bella planta bajo el sol. Sin embargo, los senos están más pesados que en otro tiempo y se hunden ligeramente en el pecho; los muslos no están tan lisos, y la maternidad ha dejado en el vientre algunas estrías, también se aja el cuerpo de las jóvenes nobles, menos que el de las sirvientas, cierto, pero se aja de todos modos; es la justicia de Dios que iguala a todas las criaturas.

María entra difícilmente en el vestido. ¿Se ha encogido la tela al no usarla, o es que María ha engordado? Se diría más bien que la forma de su cuerpo se ha modificado, como si los contornos y redondeces no estuvieran en el mismo lugar. Ha cambiado. Sabe que se ha espesado el rubio vello sobre su labio, que en su rostro se han acentuado las manchas rosáceas, del aire del campo; y sus cabellos dorados, cuyas trenzas ha de hacer apresuradamente, no tienen la luminosa flexibilidad de antaño.

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