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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (27 page)

BOOK: La loba de Francia
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—Jeannot, ven, ven —dijo Guccio.

El niño obedeció, pero su pequeña mano rugosa permaneció extraña en la de Guccio, y se secó la mejilla después de que éste lo besó.

—Quisiera tenerlo unos días conmigo —dijo Guccio—, para llevarlo a casa de mi tío, que desea conocerlo.

Al decir esto, Guccio cerró maquinalmente el ojo izquierdo, como hacía Tolomei.

Jeannot, entreabierta la boca, lo miraba. ¡Cuántos tíos! No oía hablar más que de eso.

—Tengo un tío en París que me envía regalos —dijo con voz clara.

—Precisamente es a él a quien vamos a visitar... Si tus tíos no tienen inconveniente. ¿Ponéis algún impedimento? —preguntó Guccio.

Ninguno —respondió Juan de Cressay—. Monseñor de Bouville nos lo indica en su carta, y nos dice que accedamos a esta petición.

Decididamente, los Cressay no movían un dedo sin permiso de Bouville.

El barbudo pensaba ya en los regalos que el banquero haría a su Sobrino. Una bolsa de oro vendría muy bien, ya que este año la enfermedad se había ensañado en el rebaño. ¡Y quién sabe! El banquero era viejo, y tal vez se acordara del niño en su testamento.

Guccio saboreaba ya su venganza. Pero, ¿la venganza ¿ha compensado alguna vez un amor perdido?

Lo primero que sedujo al niño fue el caballo de Guccio y los arreos papales. Nunca había visto una montura tan hermosa, y su sorpresa fue enorme al encontrarse sentado en la delantera de la silla. Luego se puso a observar a aquel padre que le había caído del cielo, o mejor, los detalles que podía ver agachándose o torciendo el cuello. Miraba las calzas ceñidas que no formaban ningún pliegue sobre la rodilla, las flexibles botas de cuero, y aquel extraño vestido de viaje, color de hojas rojas, de mangas estrechas y cerrado por delante hasta la barbilla con una serie de minúsculos botones.

El sargento de armas llevaba una vestimenta más llamativa, debido a su color azul más fuerte que lucía bajo el sol, a sus festoneados recortes en las mangas y en los riñones, y a sus armas señoriales bordadas en el pecho. El niño se dio cuenta en seguida de que Guccio daba órdenes al sargento, y tuvo en alta consideración a aquel padre que hablaba como dueño a un personaje tan brillantemente vestido.

Habían recorrido ya cerca de cuatro leguas. En la posada de Saint-Nóm-la-Breteche, donde se detuvieron, Guccio pidió, con voz naturalmente autoritaria, una tortilla, un capón asado, requesón y vino. La premura de los sirvientes aumentó todavía más el respeto de Jeannot.

—¿Por qué habláis de distinta manera, messire? —preguntó—. No decís las palabras como nosotros.

Guccio se sintió herido ante esta observación hecha a su acento toscano, y por su propio hijo.

—Porque nací en Siena, en Italia, que es mi país —respondió con orgullo—. Y también tú te vas a hacer sienés, ciudadano libre de esta ciudad donde somos poderosos. Además, no me llames messire, sino padre.

—Padre —repitió dócilmente el niño.

Guccio, el sargento y el pequeño se sentaron a la mesa y mientras esperaban la tortilla, Guccio comenzó a enseñar a Jeannot las palabras de su lengua para designar los objetos.

—Tavola —decía cogiendo el borde de la mesa—; bottiglia mientras levantaba la botella; pane.

Se sentía turbado delante de este niño falto de naturalidad; le atemorizaba que el niño no lo quisiera, o que él no quisiera al niño. Por más que se repetía «es mi hijo», no sentía más que una profunda hostilidad hacia las personas que lo habían criado.

Jeannot no había probado nunca el vino. En Cressay se contentaba con la sidra, o hasta con la frenette (Especie de vino obtenido por la fermentación de hojas de fresno) como los campesinos.

Bebió unos tragos. Estaba acostumbrado a la tortilla y al requesón; pero el capón asado constituía una fiesta para él. Además, aquella comida tomada al lado de la ruta, en pleno mediodía, le seducía.

No tenía miedo, y la agradable aventura le impedía pensar en su madre. Le habían dicho que la volvería a ver al cabo de unos días... París, Siena, todos esos nombres no evocaban en él ninguna idea Precisa de distancia. El sábado próximo volvería a la orilla del Mauldre y podría declarar a la hija del molinero y a los hijos del carretero: «Soy sienés», sin que tuviera que explicar nada, ya que ellos sabían menos aún que él.

Comieron el último bocado. Secadas las dagas con una miga y colocadas de nuevo en la cintura, subieron a caballo; Guccio puso al niño delante de él, de través en la silla. La comilona y sobre todo el vino, que acababa de probar por primera vez, adormecieron al niño. Se durmió antes de recorrer media legua, indiferente a las sacudidas del trote. No hay nada más emotivo que el sueño de un niño, sobre todo en pleno día, a la hora en que los adultos velan y actúan. Guccio mantenía en equilibrio aquel pequeño cuerpo que se mecía y daba cabezadas con el mayor abandono. Con la barbilla acarició instintivamente los rubios cabellos anidados junto a él, y apretó más fuerte el brazo, para obligar a aquella cabecita y a aquel gran sueño a pegarse más estrechamente a su pecho. Del pequeño cuerpo dormido se desprendía un perfume de infancia. Y de repente, Guccio se sintió padre, orgulloso de serlo, y las lágrimas le nublaron los ojos.

—Jeannot, mi Jeannot, mi Giannino —murmuró poniendo los labios en los tibios y sedosos cabellos.

Había puesto su montura al paso y había ordenado al sargento que hiciera lo mismo, para no despertar al niño y prolongar su propia felicidad. ¡Qué importaba la hora a que llegaran! Mañana Giannino se despertaría en su casa de la calle de los Lombardos, que le parecería un palacio; los sirvientes lo rodearían, lo lavarían, lo vestirían como a un pequeño señor, y comenzaría para él una vida de cuentos de hadas.

María de Cressay pliega su ropa inútil en presencia de la sirvienta, muda y despechada.

También ésta sueña con otra vida mejor, en la que seguiría a su dueña: y en su actitud hay cierta reprobación.

María ha dejado de temblar y sus ojos están secos; ha tomado su decisión. Sólo tiene que esperar unos días, lo mas una semana. Porque esa mañana la sorpresa le ha hecho dar una respuesta absurda, una negativa sólo propia de un demente.

Porque, cogida de improviso, sólo ha pensado en el juramento que la señora de Bouville —aquella mala mujer— le había obligado a pronunciar... y en las amenazas: «Si volvéis a ver a ese joven Lombardo le costará la vida...»

Pero se han sucedido dos reyes, y nadie ha hablado; y la señora de Bouville ha muerto. Por otra parte, ¿estaba de acuerdo con la ley de Dios aquel horrible juramento? ¿No es pecado prohibir a la criatura humana que se descargue de las turbaciones de su alma con un confesor? Incluso las religiosas pueden ser dispensadas de sus votos. Además nadie tiene derecho a separar al esposo de la esposa; eso no es cristiano. El conde de Bouville no es obispo y por otra parte, no es tan temible como su mujer.

María hubiera debido pensar todas estas cosas por la mañana, y reconocer que no podía vivir sin Guccio, que su lugar estaba a su lado, que, al venirla a buscar, nada en el mundo, ni los antiguos juramentos, ni los secretos de la corona, ni el temor de los hombres, ni el castigo de Dios si hubiera de sobrevenir, podían impedir que lo siguiera.

No le mentiría a Guccio. Un hombre que al cabo de nueve años sigue queriendo, no se ha vuelto a casar y regresa para buscar a la mujer amada, es de buen corazón, leal, semejante al caballero que vence todas las pruebas. Un hombre así puede compartir un secreto. Y no se le debe mentir, no se le debe hacer creer que su hijo vive, que lo aprieta en sus brazos, cuando no es verdad.

María sabría explicar a Guccio que su hijo, su primogénito —porque aquel hijo muerto no era ya en su pensamiento más que su primogénito—, por un encadenamiento fatal, fue entregado y cambiado para salvar la vida del verdadero rey de Francia. Pediría a Guccio que comparta su juramento, y juntos educarían al pequeño Juan el Póstumo, que ha reinado los cinco primeros días de su vida, hasta que los barones vengan a buscarlo para devolverle su corona. Y los otros hijos que tengan, serán un día como verdaderos hermanos del rey de Francia. Puesto que todo puede llegar en el mal, debido a las increíbles disposiciones del destino, ¿por qué no puede ocurrir todo en el bien?

Eso le explicaría María a Guccio dentro de unos días, la semana próxima, cuando traiga a Jeannot, tal como lo acordó con sus hermanos.

Entonces podrá comenzar la felicidad, diferida durante tan largo tiempo; y si en la tierra hay que pagar toda felicidad con un peso igual de sufrimiento, tanto el uno como el otro habrán pagado con creces, por adelantado, las alegrías futuras. ¿Querrá instalarse Guccio en Cressay?

Seguramente, no. ¿En París? El lugar sería demasiado peligroso para el pequeño Juan, ya que parecía desafiar de cerca al conde de Bouville. Irían a Italia. Guccio llevaría a María a ese país del que sólo conoce las hermosas telas y el hábil trabajo de los orfebres. ¡Cuánto quiere a esa Italia por ser el país de donde ha venido el hombre que Dios le ha destinado! María piensa en el viaje al lado de su esposo reencontrado. Dentro de una semana, le queda una semana de espera... ¡ay, en el amor no basta tener los mismos deseos; hay que expresarlos también en el mismo momento!

III.- La reina del Temple

Para un niño de nueve años cuyo horizonte desde que tiene uso de razón ha estado limitado por un arroyo, hoyos llenos de estiércol y tejados campesinos, el descubrimiento de París sólo podía ser un encanto. Pero mucho más cuando este descubrimiento lo hace en compañía de un padre tan orgulloso de su hijo, que lo viste de las mejores galas, lo baña, lo perfuma y lo lleva a las mejores tiendas; lo llena de dulces, le compra una bolsa para llevar en la cintura, con verdaderas monedas dentro, y le pone zapatos bordados. Jeannot, o Giannino, vivía días deslumbrantes.

¡Y las hermosas casas en que le hacía entrar su padre! Porque Guccio, con diversos pretextos, y muchas veces sin pretexto alguno, visitaba a sus amistades de antaño simplemente para poder decir con orgullo: «Mi hijo», y mostrar este milagro, este esplendor único en el mundo: un pequeño que lo llamaba «padre» con buen acento de la Isla-de-Francia.

Si se extrañaban del color rubio de Giannino, Guccio hacía alusión a la madre, una persona de la nobleza. Adoptaba entonces ese tono falsamente discreto que denota indiscreción, ese aire un poco fanfarrón de misterio que tienen los italianos para fingir que se callan sus conquistas. De esta manera puso al corriente a todos los Lombardos de París: los Peruzzi, Boccangra, Macci, Albizzi, Freccobaldi, Scamozzi, y al propio señor Boccaccio.

Tolomei, un ojo abierto y otro cerrado, caído el vientre y arrastrando la pierna, no participaba poco en esta ostentación. ¡Ah, que felices hubieran sido los últimos años de vida del viejo Lombardo, si Guccio se hubiera podido instalar en París, en su casa, con el pequeño Giannino!

Pero eso era un sueño imposible. ¿Por qué esa tonta, esa testaruda María de Cressay no quería regularizar el matrimonio y aceptar la vida en común con su marido, ahora que todo el mundo estaba de acuerdo? Tolomei, aunque le molestaba el menor desplazamiento, se ofrecía a ir a Neauphle para intentar un arreglo.

—Soy yo quien no quiere saber nada de ella, tío mío —declaró Guccio—. No consentiré que se burlen de mi honor. Además, ¿qué placer iba a tener viviendo con una mujer que ya no me quiere?

—¿Estás seguro?

Había un indicio, sólo uno, que permitía a Guccio plantearse la pregunta. Había encontrado en el cuello de Giannino el pequeño relicario que le había dado la reina Clemencia cuando Guccio estaba en el hospital de Marsella, relicario que regaló a su vez a María en ocasión de una grave enfermedad de ésta.

—Mi madre se lo quitó del cuello y lo pasó al mío cuando mis tíos me llevaron junto a vos la otra mañana —explicó el niño.

¿Era suficiente ese indicio tan débíl, ese gesto que podía no ser más que de religiosidad?

Además, el conde de Bouville fue tajante.

—Si quieres conservar este niño, tienes que partir con él hacia Siena y cuanto antes, mejor —le dijo a Guccio.

La entrevista se celebró en el palacio del antiguo gran chambelán, detrás del Pre-aux-Clercs.

Bouville se paseaba por el jardín cerrado. Se le saltaron las lágrimas al ver a Giannino. Besó la mano del niño antes de besar sus mejillas y, mientras lo contemplaba de pies a cabeza, murmuró:

—Un verdadero pequeño príncipe, un verdadero pequeño príncipe.

Al mismo tiempo se secaba los ojos. Guccio estaba asombrado de esta emoción y la consideró como homenaje rendido a su amistad.

—Un verdadero pequeño príncipe, como vos decís, messire —respondió Guccio, feliz—; y es más sorprendente al pensar que no ha conocido más que la vida del campo y que su madre, después de todo, solo es una campesina.

Bouville movió la cabeza. Sí, sí, todo eso era muy asombroso...

—Llevaóslo; es lo mejor que podéis hacer. Además, ¿no tenéis la aprobación augusta de nuestro Padre Santo? Esta vez te daré dos sargentos que te acompañarán hasta las fronteras del reino para que no os sobrevenga ningún mal ni a ti, ni a... este niño.

Parecía que no le era fácil decir «tu hijo».

—Adiós, mi pequeño príncipe —dijo abrazando a Giannino—. ¿Te volveré a ver?

Y se alejó muy de prisa; las lágrimas comenzaban a arrasar de nuevo sus ojos. Es que, en realidad, aquel niño se parecía demasiado dolorosamente al gran rey Felipe.

—¿Volvemos a Cressay? —preguntó Giannino la mañana del 11 de mayo al ver preparar baules de albarda y portamantas.

No parecía muy impaciente en volver a la casa solariega.

—No, hijo mío —respondió Guccio—. Primero iremos a Siena.

—¿Vendrá mi madre con nosotros?

—Ahora no; vendrá más adelante.

El niño pareció tranquilizarse. Guccio pensó que después de escuchar durante nueve años mentiras sobre su padre, ahora iba a entrar en una nueva época de mentiras sobre su madre. ¿Se podía hacer otra cosa? Tal vez un día habría que hacerle creer que su madre había muerto...

Antes de ponerse en camino quedaba a Guccio por hacer una visita, la más prestigiosa, si no la más importante: deseaba saludar a la reina viuda Clemencia de Hungría.

—¿Dónde está Hungría? —preguntó el niño.

—Muy lejos, hacia Levante. Se necesitan muchas semanas de ruta para llegar; poca gente ha estado allí.

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