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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (114 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Las pagarán —afirmó—. A mí no me van a expulsar. He iniciado un pleito de hidalguía —explicó ante la expresión de sorpresa de Miguel—. Díselo a los arrendatarios. Lo único que conseguirán será perder las tierras si no pagan. Díselo también a los compradores de los caballos —había hablado con firmeza, pero de repente el cansancio se apoderó de su rostro y de su voz—. Necesito dinero, Miguel —musitó.

Mientras, las noticias acerca del proceso de expulsión de los valencianos iban llegando a Córdoba. Las aljamas valencianas se convirtieron en zocos a los que acudieron especuladores de todos los reinos para comprar a bajo precio los bienes de los moriscos. El odio entre las comunidades, hasta entonces latente y reprimido por los señores que defendían a sus trabajadores y que ahora, salvo raras excepciones, se despreocuparon de ellos, estalló con violencia. De nada sirvieron las amenazas del rey contra quienes atacasen o robasen a los moriscos; los caminos por los que transitaban en dirección a los puertos de embarque se sembraron de cadáveres. Largas filas de hombres y mujeres, niños y ancianos —enfermos algunos, todos cargados con sus enseres cual una inmensa comitiva de buhoneros derrotados— se encaminaron al exilio. Los cristianos les cobraron por sentarse a la sombra de los árboles o por beber el agua de unos ríos que habían sido suyos durante siglos. El hambre hizo mella en muchos de ellos y algunos vendieron a sus hijos para conseguir algo de alimento con el que mantener al resto de la familia. ¡Más de cien mil moriscos valencianos, fuertemente vigilados, empezaron a concentrarse en los puertos del Grao, Denia, Vinaroz o Moncófar!

Hernando levantó la cabeza, sorprendido. Algo grave debía suceder para que Rafaela irrumpiera en la biblioteca, sin tan siquiera llamar a la puerta. Eran escasas las ocasiones en las que su esposa acudía a su santuario mientras él trabajaba en la escritura de un Corán, y en todas ellas, sin excepción, era para tratar algún tema de importancia. Ella se acercó y se quedó en pie frente a él, al otro lado del escritorio. Hernando la contempló a la luz de las lámparas: tendría poco más de treinta años. Aquella chiquilla asustada que había conocido en las cuadras se había convertido en toda una mujer. Una mujer que, a juzgar por su semblante, estaba hondamente asustada.

—¿Conoces el bando de expulsión de los valencianos? —inquirió Rafaela.

Hernando sintió los ojos de su esposa clavados en él. Titubeó antes de contestar.

—Sí… Bueno… —balbuceó—, sé lo que todos: que los han expulsado del reino.

—Pero ¿no sabes las condiciones concretas? —prosiguió ella, inflexible.

—¿Te refieres a los dineros?

Rafaela hizo un gesto de impaciencia.

—No.

—¿Adónde quieres llegar, Rafaela? —Era raro verla en esa actitud tensa.

—Me han contado en el mercado que el rey ha dispuesto condiciones específicas para los matrimonios compuestos por cristianos nuevos y viejos. —Hernando se echó hacia delante en la silla. No conocía esos detalles. «Continúa», la instó con un gesto de su mano—. Las moriscas casadas con cristianos viejos están autorizadas a permanecer en España y con ellos sus hijos. Los moriscos casados con cristianas viejas deben abandonar España… y llevar consigo a sus hijos mayores de seis años; los menores se quedarán aquí, con la madre.

La voz le tembló al pronunciar las dos últimas frases,

Hernando apoyó los codos sobre la mesa, entrecruzó los dedos y dejó caer la cabeza en ellos. Eso significaba que, si llegase a afectarle la orden real, expulsarían también a Amin y Laila. Muqla y sus dos hermanos menores quedarían con Rafaela en España para vivir… ¿de qué? Sus tierras y su casa serían requisadas, y sus bienes…

—Eso no sucederá en nuestra familia —afirmó con contundencia. Las lágrimas corrían por las mejillas de su esposa sin que ésta hiciera nada por detenerlas. Toda ella temblaba, con sus ojos húmedos clavados en él. Hernando sintió que se le encogía el estómago—. No te preocupes —añadió con dulzura, levantándose de la silla—. Ya sabes que he iniciado un pleito de hidalguía y ya me han llegado los primeros papeles desde Granada. Tengo amigos importantes allí, cercanos al rey, que abogarán por mí. No nos expulsarán.

Se acercó a ella y la estrechó contra su pecho.

—Hoy… —Rafaela sollozó—. Esta mañana me he cruzado con mi hermano Gil de vuelta a casa. —Hernando frunció el ceño—. Se ha reído de mí. Sus carcajadas han resonado a medida que he empezado a apresurar el paso para alejarme de él…

—¿Y a qué venían esas risas?

—«¿Hidalgo?», ha preguntado a gritos. Entonces me he vuelto y ha escupido al suelo. —Rafaela estalló en llanto. Hernando la apremió a continuar—. «¡El hereje de tu esposo… jamás obtendrá la hidalguía!», ha asegurado.

Lo sabían, pensó Hernando. Era de esperar. Miguel se lo habría dicho a los arrendatarios y a los nobles que pretendían comprar los caballos y la noticia habría corrido de boca en boca.

—Mujer, aunque no me concedieran la hidalguía, sólo el hecho de pleitear ya paralizará la expulsión durante años. Después…, después ya veremos. Las cosas cambiarán.

Pero el llanto de su esposa era incontenible; se llevó las manos al rostro y sus lamentos rompieron el silencio de la noche… Hernando, que se había separado de su mujer, se puso tras ella y acarició su cabello con ternura, esforzándose por aparentar una serenidad que estaba muy lejos de sentir.

—Tranquilízate —le susurró—, no nos pasará nada. Seguiremos todos juntos.

—Miguel tiene un presentimiento… —musitó ella entre sollozos.

—Los presentimientos de Miguel no siempre se cumplen… Todo saldrá bien. Tranquila. No pasará nada… —murmuró—. Cálmate, los niños no deben verte así.

Rafaela asintió y respiró hondo. Se resistía a dejar sus brazos. Sentía un miedo inmenso, que sólo el contacto con Hernando conseguía mitigar.

Hernando la observó salir de la biblioteca enjugándose las lágrimas y un fuerte sentimiento de ternura se apoderó de él. Había aprendido a vivir entre Fátima y Rafaela. A una la encontraba en sus oraciones, en la mezquita, en la caligrafía o en el momento en que escuchaba a Muqla susurrar alguna palabra en árabe, con sus inmensos ojos azules clavados en él a la espera de su aprobación. A Rafaela la encontraba en su vida diaria, en todas aquellas situaciones en que necesitaba de la dulzura y el amor; ella le atendía con cariño y él se lo devolvía. Fátima se había convertido sólo en una especie de fanal al que seguir en sus momentos de conjunción con Dios y su religión.

La expulsión de los moriscos valencianos se llevaba a cabo, aunque no sin dificultades. Trasladar a más de cien mil personas exigía que los barcos fueran y vinieran de la costa levantina española hasta Berbería una y otra vez. Pese a los tres días de plazo marcados, los meses transcurrían y ese retraso conllevó que, a través de las tripulaciones de los barcos que tornaban y la maliciosa crueldad de los cristianos, que no dudaban en difundirlas, empezaran a llegar noticias de la situación de los recién llegados a las costas africanas. Los más afortunados, aquellos que desembarcaban en Argel, eran inmediatamente trasladados a las mezquitas; una vez allí los hombres eran dispuestos en fila, se examinaban sus penes y se les retajaba a lo vivo, uno tras otro. Luego pasaban a engrosar la más baja de las castas de la ciudad corsaria regida por los jenízaros y eran empleados en la labor de las tierras en condiciones infrahumanas.

Los menos afortunados fueron a caer en manos de las tribus nómadas o beréberes que asaltaron, robaron y asesinaron a quienes para ellos no eran más que cristianos: hombres y mujeres que habían sido bautizados y que habían renegado del Profeta. Se hablaba de que cerca de tres cuartas partes de los moriscos valencianos, más de cien mil personas, habían sido asesinadas por los árabes. Hasta en Tetuán y en Ceuta, ciudades donde vivía un gran número de moriscos andaluces, torturaron y ejecutaron a los recién llegados. Comunidades enteras, clamando su cristiandad, se acercaron a las murallas de los presidios españoles enclavados en la costa africana en busca de protección. Centenares de moriscos, aterrorizados y desengañados, se las arreglaron para volver a España, donde se entregaban como esclavos al primer hombre con el que se encontraban; los esclavos estaban exentos de la expulsión.

También se hablaba de que pasajes enteros fueron despojados de sus bienes y lanzados al agua en alta mar. En los mercados cristianos las sardinas se empezaron a comprar al nombre de «granadinas».

Las noticias de las macabras matanzas berberiscas y demás infortunios se propagaron entre los moriscos valencianos que restaban a la espera de la expulsión. Dos comunidades se alzaron en armas. Munir levantó a los hombres del valle de Cofrentes, que al mando de un nuevo rey llamado Turigi se embreñaron en lo más alto de la Muela de Cortes. Lo mismo hicieron otros miles de hombres y mujeres en la Val de Laguar bajo las órdenes del rey Melleni. Pero el caudillo Alfatimí montado en su caballo verde no acudió en su ayuda, y los experimentados soldados de los tercios del rey no tuvieron problema alguno en poner fin a la revuelta. Miles de ellos fueron ejecutados; otros tantos acabaron como esclavos.

Antes del final de ese mismo año se dictó el bando de expulsión de los moriscos de las dos Castillas y de Extremadura. Los andaluces sabían que, en breve, serían los siguientes.

Una fría y destemplada mañana de enero, Hernando se hallaba en la biblioteca corrigiendo las letras que Amin escribía con el palillo sobre las hojas embetunadas en blanco de su librillo de memorias. Había probado a dejarle un cálamo, pero el niño emborronaba el papel con la tinta, por lo que resultaba más cómodo aquel librillo en el que se podía borrar lo escrito y repetir las letras una y otra vez. Amin había logrado dibujar un alif esbelto y proporcionado. Hernando tomó la tablilla y aprobó el trabajo con satisfacción al tiempo que le revolvía el cabello. Muqla también se acercó y miró a su hermano mayor con envidia.

—Si sigues así, pronto podrás hacerlo con el cálamo, buscando la sutil curvatura de la punta que más se adapte a los movimientos de tu mano.

El niño le miró con ojos llenos de ilusión, pero justo cuando iba a decir algo, unos atronadores golpes en la puerta de acceso a la casa retumbaron en el zaguán, se extendieron hasta el patio y ascendieron a la biblioteca. Hernando se quedó inmóvil.

—¡Abrid al cabildo de Córdoba! —se oyó desde la calle.

Tras ordenar con un apremiante gesto a su hijo que lo escondiese todo, Hernando se dirigió a la galería con el pequeño Muqla cogido de la mano. Antes de abandonar la biblioteca comprobó que Amin ponía orden en el escritorio, sobre el que dispuso un libro de salmos; lo habían ensayado en varias ocasiones.

—¡Abrid! —Los golpes volvieron a retumbar.

Hernando se agarró a la barandilla y miró hacia el patio. Rafaela se hallaba de pie en él, asustada, preguntándole con la mirada.

—Ve —le indicó antes de correr escaleras abajo.

Llegó cuando su esposa acababa de descorrer el pasador que cerraba por dentro. En la calle, un alguacil y varios soldados rodeaban a un hombre cercano a la treintena, lujosamente ataviado. Tras ellos asomaba la cabeza de un sonriente Gil Ulloa y por detrás de todos, un enjambre de curiosos. Hernando se adelantó a Rafaela, que mantenía la mirada en su hermano. Él, por su parte, trataba de reconocer al noble; sus facciones…

—Abrid al cabildo municipal —volvió a gritar el alguacil pese a que Hernando ya se hallaba en la calle—, y a su veinticuatro don Carlos de Córdoba, duque de Monterreal.

¡El hijo de don Alfonso! Los rasgos de su padre aparecían mezclados con los de doña Lucía. ¡La duquesa! Al solo recuerdo de la mujer, del odio que le profesaba, Hernando notó cómo le flaqueaban las rodillas. Aquella visita no podía augurar nada bueno.

—¿Eres tú Hernando Ruiz, cristiano nuevo de Juviles? —le preguntó don Carlos con aquella voz segura y autoritaria con la que los nobles se dirigían a cuantos les rodeaban.

—Sí. Soy yo. —Hernando esbozó una triste sonrisa—. Bien lo sabe vuestra excelencia.

Don Carlos hizo caso omiso a la observación.

—Por orden del presidente de la Real Chancillería de Granada, te hago entrega de la resolución recaída en el pleito de hidalguía que tan temerariamente has incoado. —Un escribano se adelantó y le entregó un pliego—. ¿Sabes leer? —inquirió el duque.

El papel quemaba en la mano de Hernando. ¿Por qué el propio duque se había molestado en desplazarse hasta su casa para entregársela cuando podía haberle citado en el cabildo? La curiosidad de las gentes, cada vez más numerosas, le ofreció la contestación: quería que fuera un acto público. Por el rabillo del ojo percibió cómo Rafaela se tambaleaba; ¡le había asegurado que aquel proceso podía durar años!

—Si no sabes leer —insistió don Carlos—, el escribano procederá a la lectura pública…

—Leí libros cristianos al padre de vuestra excelencia —mintió Hernando, elevando la voz—, mientras agonizaba cautivo en la tienda de un arráez corsario, poco antes de arriesgar mi vida para liberarle.

Un murmullo brotó del grupo de curiosos. Don Carlos de Córdoba, sin embargo, no mudó el semblante.

—Guarda tu soberbia para cuando te halles en tierras de moros —replicó el duque.

Hernando logró sujetar a Rafaela en el momento en que ésta se desplomaba tras escuchar las palabras del noble. El pliego de hojas se arrugó al contacto con el cuerpo de su esposa.

«Así lo ordena don Ponce de Hervás, oidor de la Real Chancillería de Granada, alcalde de su Sala de Hidalgos.» Hernando acomodó a Rafaela en una silla de la galería, humedeció su rostro y le dio un vaso de agua, pero no pudo esperar a que se recuperase totalmente de su vahído para leer el documento. ¡Don Ponce! ¡El esposo de Isabel! El oidor rechazaba su petición de hidalguía
ad limine
, sin tan siquiera entrar a considerarla, sin darle trámite alguno. «Cristiano nuevo público y notorio —decía en su resolución—, como él mismo se ha declarado en reiterados escritos ante el arzobispado de esta ciudad de Granada. Su taimada defensa de las matanzas de piadosos cristianos, mártires de las Alpujarras, en el lugar de Juviles, acredita su adhesión a la secta de Mahoma.» Recordó aquel primer escrito que había hecho llegar al arzobispado de Granada y en el que efectivamente intentaba excusar las carnicerías cometidas por monfíes y moriscos en las Alpujarras. ¿Tenían que aparecer justo ahora todos aquellos que podían llamarse sus enemigos? Don Ponce, Gil Ulloa y el heredero del duque de Monterreal criado por una mujer que le odiaba. ¿Quién más faltaba? «La relación de hechos y circunstancias en las que el suplicante pretende fundamentar su hidalguía ante esta Sala no es más que una burda y torpe falsificación de la realidad que no merece la más mínima atención por parte de este tribunal.» Le vinieron a la mente las promesas de don Pedro, Luna y Castillo. «¡Todo se puede falsificar!», le habían dicho. ¿De qué le había servido a él? ¡Don Ponce de Hervás había obtenido su venganza! Estrujó el documento entre sus manos.

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