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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (121 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—Esperadme aquí —les ordenó.

Cruzó el Arenal. Efectivamente, en la entrada se apostaba un cuerpo de guardia, provisto de armas, en unos chamizos precariamente construidos para recibir las columnas de moriscos. Hernando observó, sin embargo, que los soldados perdían el tiempo charlando o jugando a los naipes. Ya nadie entraba y ningún morisco se atrevía a intentar salir. Los cristianos que se hallaban en el Arenal lo abandonaban por las puertas de acceso a la ciudad, no por una zona que continuaba rodeando las murallas. Sin embargo… ¡Tenían que salir!

Regresó a la Torre del Oro cuando empezaba a anochecer; la hora de la oración. Hernando miró al cielo e imploró la ayuda divina. Luego reunió a Rafaela y Miguel, también a Amin y Laila. Era arriesgado, muy arriesgado.

—¿Dónde están los hombres que has traído con los caballos? —le preguntó a Miguel.

—En la ciudad. Queda uno de guardia.

—Dile que vaya con sus compañeros. Dile…, dile que me gustaría pasar la última noche con mis caballos, a solas. ¿Lo creerá?

—Le importará muy poco el porqué. Saldrá a divertirse. Les he pagado. Tienen dinero caliente y la ciudad bulle.

Esperaron a que Miguel volviese.

—Hecho —confirmó el tullido.

—Bien. Tú, como cristiano, puedes salir de aquí… —Miguel fue a quejarse pero Hernando le interrumpió—. Haz lo que te digo, Miguel. Sólo tendremos una oportunidad. Abandona el Arenal por cualquiera de las puertas, cruza la ciudad y sal por otra de ellas. Espéranos más allá de las murallas.

—¿Y ella? —intervino el tullido señalando a Rafaela—. También es cristiana. Podría salir conmigo…

—¿Con los niños? —preguntó Hernando—. No superaría el cuerpo de guardia. Creerían que ha entrado para robarlos y los perderíamos. ¿Qué excusa podría proporcionar una mujer cristiana para hallarse en el Arenal con sus hijos pequeños? La detendrían. Seguro.

—Pero…

—Ve, Miguel.

Hernando abrazó a su amigo y luego ayudó a Miguel a encaramarse a su mula. Quizá aquélla fuera la última vez que lo viera.

—La paz, Miguel —le dijo al pasar junto a ellos. El tullido murmuró una despedida—. No llores, Rafaela —añadió al volverse hacia su esposa y encontrársela con lágrimas en los ojos—. Lo conseguiremos…, con la ayuda de Dios lo conseguiremos. Niños, tenemos mucho trabajo y poco tiempo —apremió a Amin y Laila.

Se acercó a los caballos, que descansaban rendidos por el viaje. Miguel, como había advertido en su día, les había reducido la comida para que perdieran fuerzas y soportasen sumisos la carga de bultos, mujeres y ancianos. Casi todos ellos presentaban rozaduras y mataduras por la carga que habían transportado. Hernando cogió ronzales y cuerdas.

—Atadlos a todos entre sí, de una cabezada a la otra, bien fuerte —explicó a sus hijos entregándoles varios ronzales y reservándose unas cuerdas largas—. No —rectificó sopesando la dificultad de controlar dieciséis caballos atados—; atad… diez como mucho. Quiero que vayas con los tres pequeños hasta el otro extremo —dijo entonces, dirigiéndose a Rafaela—. Tú tardarás más que nosotros. Allí deberás apostarte lo más cerca del cuerpo de guardia que te sea posible, pero sin que te vean o sospechen de ti. Lanzaré los caballos contra ellos… —Rafaela se sobresaltó—. Es lo único que se me ocurre, amor mío. Cuando eso suceda, cruza rápidamente con los niños y escóndete entre las matas de la ribera, allí no hay barcos, pero no te quedes quieta, vete, aléjate cuanto puedas. Continúa por la ribera rodeando la muralla hasta que dejes atrás la ciudad y te encuentres con Miguel.

—¿Y vosotros? —preguntó ella, consternada.

—Llegaremos. Confía en ello —le aseguró Hernando, pero el temblor de su voz contradecía su firmeza.

Hernando le dio un dulce beso y la urgió a cruzar el Arenal. Rafaela titubeó.

—Lo conseguiremos. Todos —le insistió Hernando—. Confía en Dios. Ve. Corre.

Fue el pequeño Muqla quien tiró de la mano de su madre para encaminarla hacia el otro extremo del Arenal. Hernando perdió unos instantes observando cómo parte de su familia se perdía entre la muchedumbre; luego se volvió con resolución para ayudar a sus hijos.

—¿Habéis oído lo que le he dicho a vuestra madre? —preguntó a los dos mayores. Ambos asintieron—. De acuerdo entonces. Cada uno de vosotros irá a un lado de la manada; yo los dirigiré. Nos costará pasar entre tanta gente, pero tenemos que conseguirlo. Por suerte la mayoría de los soldados están de fiesta en la ciudad y ya no deambulan entre nosotros; no nos detendrán —hablaba con energía mientras ataba los caballos, sin dar oportunidad a que sus hijos se plantearan lo que iban a hacer—. Arreadlos por detrás y por los costados para que caminen —les ordenó—, hacedlo con brío, sin que os importe lo que nadie pueda deciros. Nuestro objetivo es cruzar esta explanada, como sea. ¿Me habéis entendido? —Amin y Laila asintieron de nuevo—. Cuando estemos cerca de la salida, quedaos detrás de ellos, luego escapad y corred igual que vuestra madre. ¿De acuerdo?

No esperó confirmación. Los diez caballos ya estaban atados. Entonces Hernando cogió las cuerdas largas y, por encima de las cruces, las ató a las manos de dos de los animales que irían en cabeza, luego agarró del ronzal a otro que pretendía llevar libre.

—¿De acuerdo? —repitió. Amin y Laila asintieron con la cabeza. Su padre los animó con una sonrisa—. ¡Nos espera vuestra madre! ¡No podemos dejarlos solos! ¡En marcha! —ordenó sin permitirse un respiro. Amin sólo tenía once años; su hermana uno menos. ¿Serían capaces?

Hernando tiró de los tres caballos de cabeza, los siete restantes por detrás, atados entre ellos, agrupados, abriéndose por los flancos.

—¡Arre! ¡Vamos, preciosos!

Le costó ponerlos en movimiento; no estaban acostumbrados a moverse atados unos a otros. Los de detrás cocearon, se encabritaron y se mordieron, negándose a adelantar. ¿Y él?, se preguntó entonces, ¿sería capaz a su edad? Pateó con fuerza la barriga de uno de los caballos.

—¡Moveos!

—¡Arre! —escuchó entonces desde detrás.

Entre los animales vio que Amin había cogido una cuerda y azotaba las grupas de los traseros. Al instante se sumó la voz de Laila, primero titubeante, después firme como la de su hermano.

¡Serían capaces!, sonrió con los gritos de sus pequeños en los oídos.

Cuando todos los caballos se pusieron en movimiento lo hicieron como un ejército imparable; Hernando creyó que no podría controlarlos, pero sus hijos iban y venían corriendo desde atrás a los flancos, para azuzarlos y mantenerlos agrupados.

—¡Cuidado! ¡Apartaos! —gritaba él sin cesar.

Los niños también gritaban. Y la gente, que se quejaba y los insultaba.

Los moriscos saltaban a su paso para apartarse. Pisotearon enseres y arrollaron tiendas. Cuando pasaron por encima de una pequeña hoguera, Hernando llegó a comprender lo ciegos que estaban los animales entre el gentío: jamás habrían hecho tal cosa en otras condiciones; nunca habrían pasado por encima de un fuego.

—¡Cuidado!

Tu vo que tironear con violencia de los caballos de cabeza para dar tiempo a que una anciana escapase y no fuera arrollada, aunque más de algún morisco salió despedido al chocar con los animales que iban por los costados.

Por extenso que fuera el Arenal, el tiempo voló y Hernando distinguió el cuerpo de guardia por delante, los soldados extrañados ante el escándalo.

—¡Ahora, niños! ¡Huid! ¡Al galope! —gritó.

No fue necesario que se esforzara. El espacio libre que se abría entre donde se asentaban los últimos moriscos y la guardia animó a los animales a lanzarse a un frenético galope. Hernando corrió un par de trancos al lado del caballo libre y se agarró a su crin para montar aprovechando la inercia. Le costó hacerlo; sus músculos chasquearon ante el esfuerzo. Falló en su primer intento y se quedó con la pierna derecha a medio camino de la grupa, pero tal y como volvió a tocar el suelo, sin llegar a dar un paso, se izó con fuerza y lo consiguió. El resto, sin Amin y Laila azuzándoles, se abrió en abanico. Los soldados observaron aterrados cómo se les venían encima once caballos al galope: una manada de animales desenfrenados, locos.


Allahu Akbar!

No había terminado de invocar a su Dios cuando tiró de las dos cuerdas largas que había atado a las manos de los otros dos caballos de cabeza. Los animales tropezaron, cayeron de bruces y dieron una vuelta de campana. A la luz de las antorchas, Hernando llegó a vislumbrar el pánico en los rostros de los soldados cuando todos los animales tropezaron entre sí y se abalanzaron sobre hombres y chamizos. Él, en el caballo libre, galopó fuera del Arenal dejando atrás un cuerpo de guardia destrozado.

Saltó a tierra igual que había montado y corrió hacia las matas de la ribera. Los relinchos de los caballos y el griterío resonaban en la noche.

—¿Rafaela? ¿Amin?

Tardó unos interminables momentos en escuchar contestación.

—Aquí.

En la más absoluta oscuridad, reconoció la voz de su hijo mayor.

—¿Y tu madre?

—Aquí —respondió Rafaela algo más lejos.

Le dio un vuelco el corazón al oír su voz. ¡Lo habían logrado!

69

Escaparon a Granada sabiendo que, en caso de que fueran detenidos, les aguardaba la muerte o la esclavitud. Los capitanes de las milicias cordobesas debían saber que había sido él: era el dueño de los caballos y su nombre y los de sus hijos no aparecerían en los censos de embarque. A las Alpujarras, decidió. Allí había pueblos enteros abandonados. Miguel, con su mula, no tuvo problemas para salir del Arenal y se encontró con ellos más allá de las murallas de la ciudad; atrás quedaban los dieciséis magníficos caballos. Pero ¿qué importaban ya?

Después de un largo viaje desde Sevilla hasta las Alpujarras, evitando los caminos, escondiéndose de las gentes, robando la poca comida de los campos en invierno o esperando ocultos fuera de los pueblos a que Miguel consiguiese alguna limosna, encontraron refugio cerca de Juviles, en Viñas, un lugar desierto desde la expulsión de sus vecinos después de la rebelión.

El frío todavía era intenso y las cumbres de Sierra Nevada estaban cubiertas de nieve. Hernando las miró y luego posó los ojos en sus hijos; allí había transcurrido su infancia. Prohibió encender fuego; sólo lo harían por las noches. Se acomodaron en una vivienda desvencijada que Rafaela y los niños pugnaron por limpiar, sin medios y con escaso éxito. Hernando y Miguel los observaron: parecían pordioseros.

Los dos hombres salieron fuera de la casa, a una callejuela sinuosa limitada por casas derruidas. Rafaela los vio, ordenó a los niños que continuaran y los siguió.

¿Y ahora?, preguntó con la mirada nada más acercarse a ellos. ¿Iban a vivir allí, escondidos, toda la vida?

—Tengo que pedirte otro favor, Miguel —se apresuró a decir Hernando sin volverse hacia el tullido, sosteniendo la mirada de su esposa y alargando una mano hacia ella.

—¿Qué es lo que quieres?

Hernando acompañó a Miguel lo más cerca que pudo de Granada y después volvió a las Alpujarras con la mula; un mendigo no debía poseer un animal como aquél. El tullido cruzó la puerta del Rastro después de pelearse con los guardias, que cedieron, vencidos por su incontinente verborrea y, desde allí, directamente, se encaminó a la casa de los Tiros.

Durante los días que Miguel estuvo fuera, Hernando entretuvo a sus hijos y trató de enseñarles a cazar pajarillos. Encontró parte de una soga reseca, desunió los hilos y bajo la atenta mirada de sus hijos empezó a hacer diversos tipos de lazadas que luego colocaron en las ramas de los árboles. No cazaron ninguno, pero los críos pasaron mucho tiempo distraídos. Tampoco les faltó de comer, Hernando conocía bien esas tierras y salvo carne, encontró cuanto era necesario para mantenerse. Transcurrió una semana y nadie se había acercado a Viñas, entonces anunció a Rafaela que partía por unos días con Amin y Muqla.

—¿Adónde vais?

—Debo enseñarles una cosa. —El temor apareció en el semblante de su esposa—. No te preocupes —la tranquilizó—. Nadie vendrá por aquí. Estate atenta y si vieses algo extraño, refúgiate con los niños en las cuevas cerca de las que intentamos cazar los pajarillos. Laila sabe dónde están.

El castillo de Lanjarón se alzaba, imponente, tal y como Hernando lo recordaba. Esperaron al pie del cerro a que anocheciese antes de iniciar el ascenso. Hernando había procurado que el viaje coincidiera con la luna llena, que brillaba inmensa en un cielo estrellado y sin nubes. Seguido de sus hijos, se dirigió hacia el bastión del lado sur de la fortaleza.

—No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios —susurró en la noche.

Luego se acuclilló y empezó a excavar. Cuando dio con la espada de Mahoma, la extrajo con cuidado y la presentó a sus hijos, destapando reverentemente las telas en las que la había envuelto en su día.

—Ésta —les dijo— es una de las espadas que perteneció al Profeta.

Hubiera deseado que la vaina de oro y sus colgantes brillaran a la luz de la luna del mismo modo que relucían años atrás, cuando él la contempló por primera vez en la cabaña de Hamid. En su lugar, encontró ese deseado refulgir en los ojos desmesuradamente abiertos de sus hijos. Desenvainó el alfanje. La hoja rechinó al salir y Hernando se estremeció al comprobar que entre la herrumbre del filo todavía se apreciaban manchas de sangre seca, la del cuello de Barrax. ¡El arráez corsario! Su mente se perdió en los recuerdos, y una vez más, pese a todo, los ojos negros de Fátima se le aparecieron como estrellas en la noche.

Unas tosecillas le devolvieron a la realidad. Miró a Amin y luego se quedó prendado en Muqla; incluso a la luz de la luna, sus ojos refulgían.

—Durante años —afirmó entonces con vehemencia—, esta espada ha sido custodiada por musulmanes. Primero, cuando reinábamos en estas tierras, fue exhibida con orgullo y utilizada con valor; luego, cuando llegó el momento del sometimiento de nuestro pueblo, fue escondida a la espera de una nueva victoria que algún día llegará. Nunca dudéis de ello. Hoy estamos más derrotados que nunca; nuestros hermanos son expulsados de España. Si lo que tengo previsto sale bien, deberemos seguir comportándonos como cristianos, más si cabe puesto que ya pocos musulmanes quedarán en España; deberemos hablar como ellos, comer como ellos y rezar como ellos, pero no desesperéis, hijos. Probablemente yo no lo vea, quizá tampoco vosotros, pero algún día, algún creyente volverá aquí para hacerse con esta espada y… —Por un instante vaciló al recordar las palabras de Hamid, tantos años atrás. ¿Qué iba a decirles? ¿Que la espada se alzaría para vengar la injusticia? A pesar de la rabia que sentía, no quería que sus hijos crecieran con una idea de odio en sus mentes—. Y la sacará a la luz, como símbolo de que nuestro pueblo ha recuperado la libertad.

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