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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (58 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—También tendría que hacerlo ante el obispo —rebatió ella—. Ese nuevo matrimonio no tendría validez ante los cristianos. Brahim es un prófugo declarado; así lo manifesté una vez detenida sin pensar en las consecuencias que ello podría acarrearme en el futuro. El obispo jamás me permitiría contraer nuevo matrimonio… y yo jamás me someteré a su juicio. Tampoco necesito volver a casarme.

Decidida a que Shamir ignorara la verdad sobre su padre, Aisha pergeñó una historia que le contaría cuando el niño tuviera edad de preguntar: un relato en el que era hijo de un héroe, muerto en las Alpujarras durante la revuelta de los moriscos; un relato en el que ella se mantenía fiel a la memoria de su esposo. Y a partir de aquel momento, Aisha se volcó en recuperar a su familia, a los hijos que los cristianos le habían robado nada más llegar a Córdoba. Lo habló con su primogénito.

—Tú eres ahora el jefe de la familia —le dijo—. Ganas un buen salario y tenemos dos habitaciones a nuestra disposición, algo que no tienen la gran mayoría de los moriscos. Ahora trabajas en la catedral —a diferencia de Fátima, su madre no conocía toda la verdad sobre lo que hacía en la biblioteca—, por lo que nadie podría alegar que tus hermanos no serían instruidos en la fe cristiana. Son tus hermanos. ¡Son mis hijos! ¡Quiero tenerlos a mi lado, como a ti y a Shamir!

¡Y los hijos del perro de Brahim!, pensó entonces Hernando. Sin embargo, calló. Las lágrimas que corrían por las mejillas de su madre, y la visión de sus manos entrelazadas, temblorosas, en espera de su decisión, fueron suficientes para que le prometiese hacer todo lo posible por encontrarlos y liberarlos. Musa debería contar por aquel entonces unos nueve o diez años y Aquil, unos quince. Comunicó a Fátima que iba a hacer lo que le pedía su madre; no le consultó ni le dio oportunidad de discutir. Habló con don Julián, se lo explicó y obtuvo una recomendación firmada por don Salvador, quien resultó ser el sochantre de la catedral, el encargado de cuidar de los libros del coro que estaban atados con cadenas a los sitiales; de arreglarlos cuando hacía falta o de encargar nuevos libros. Don Salvador le examinó de sus conocimientos de lengua arábiga y con el tiempo, a veces veladamente, otras con descaro, lo hizo acerca de aquella aseveración que hiciera Abbas al presentarlo como un buen cristiano. El sochantre de la catedral quedó satisfecho de unas creencias y conocimientos que Hernando le mostró con firmeza y humildad a la vez, siempre en busca de sus consejos y explicaciones. Con ayuda de los sacerdotes, logró que el cabildo municipal le comunicase a qué familias habían sido entregados sus hermanos para su evangelización, pero en el momento en que todo estaba dispuesto para que les fueran devueltos, el ollero y el panadero, los piadosos cristianos que se habían hecho cargo de ellos, alegaron que los niños habían huido y con el fin de acreditarlo, mostraron sendas denuncias que en su día formularon ante el cabildo.

En realidad, como le explicó Hamid, los habían vendido, como a muchos otros. Fueron muchos los niños de todos los reinos españoles que, a pesar de ser menores de la edad fijada por el rey Felipe, habían sido esclavizados. Hamid le contó que algunos, al llegar a una determinada edad, pleiteaban y reclamaban su libertad, pero se trataba de un proceso largo y caro: muchos otros ni lo intentaban o ignoraban que pudieran hacerlo. En el caso de los hijos de Aisha, al no saber adónde los habían llevado o a quién los habían vendido, poco podía hacerse en su ayuda.

Aisha no pudo soportar la noticia y se hundió en una desesperación que con el paso del tiempo degeneró en una forma de vida apática, sin ilusión alguna. ¡En Córdoba le habían robado a dos de sus varones y en Juviles habían asesinado a sus dos hijas! Ni siquiera la presencia de Shamir conseguía sacarla de su ensimismamiento.

—No lo ha superado —repitió Hernando, y notó cómo Hamid le apretaba el antebrazo en señal de consuelo.

Discurrieron por delante de un gran mural en una de las paredes de un edificio que mostraba un Cristo crucificado. Varias personas rezaban; otras encendían velas a sus pies y un hombre que solicitaba limosna para el altar se dirigió a ellos. Hernando le entregó una blanca y se santiguó mientras musitaba lo que el hombre entendió como una plegaria. ¿Por qué permitía aquel Dios, que tan bueno y misericordioso le decían que era, que cuatro de sus hermanastros hubieran tenido tal fin? ¿Por qué le habían robado la libertad y los medios de vida a un pueblo entero? Observó que Hamid le imitaba y se santiguaba también, y continuaron con su camino.

Llegaron a la intersección de la calle de Arhonas con la de Mucho Trigo y la del Potro, allí donde se unían cinco de ellas formando una plazuela, y anduvieron hasta la mancebía en silencio.

—Y tú —se atrevió a preguntar Hernando unos pocos pasos más allá de la puerta de la mancebía—, ¿cómo te encuentras?

—Bien, bien —farfulló Hamid.

—¿Qué sucede? —insistió Hernando. Se detuvo y apretó la descarnada mano que reposaba en su antebrazo, dándole a entender que no le creía.

—Que me hago viejo, hijo. Eso es todo.

—¡Francisco! —El chillido sobresaltó a Hernando. Se volvió hacia la puerta de la mancebía y se encontró con una mujer grande, gruesa y de cabello grasiento, sudorosa y con las mangas dobladas por encima de los codos—. ¿Dónde estabas? —continuó la mujer a gritos, pese a que se hallaban a escasos pasos de ella—. Hay mucho que hacer. ¡Entra!

Hamid hizo ademán de entrar, pero Hernando le retuvo.

—¿Quién es? —le preguntó.

—¡Entra ya! ¡Moro! —insistió la mujer.

—Nadie… —Hernando apretó la mano que todavía agarraba—. La nueva esclava que se ocupa de las mujeres —cedió entonces Hamid.

—¿Significa eso…?

—Tengo que entrar, hijo. La paz sea contigo.

Hamid se desprendió de la mano de Hernando y renqueó hasta la mancebía sin volver la vista. La mujer le esperó con los brazos en jarras. Hernando lo observó dirigirse a la mancebía con movimientos lentos y pausados; frunció el ceño y apretó los puños al imaginar los rictus de dolor que había visto reflejarse en sus facciones.

Cuando el alfaquí pasó al lado de la mujer, ésta le empujó por la espalda.

—¡Apresúrate, viejo! —gritó.

Hamid trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo.

Hernando sintió que se le revolvía el estómago. Permaneció allí quieto, con aquella desagradable sensación, hasta que la puerta del callejón de la mancebía se cerró a espaldas de la mujer. Entonces creyó oír más gritos e imprecaciones. Una nueva esclava: ¡Hamid ya no les era útil!

Varios hombres que transitaban por la calle del Potro le empujaron al pasar por su lado.

¿Qué sería de Hamid?, se preguntó al tiempo que empezaba a andar sin rumbo. ¿Cuánto tiempo haría que vivía en esa situación? ¿Cómo era posible que él no se hubiese dado cuenta, que no hubiera entendido el significado del dolor y resignación que mostraba su… padre? ¿Tanto le cegaba a uno la felicidad como para no percatarse del dolor ajeno?

—¡Ingrato! —La exclamación sorprendió a uno de los mesoneros de la plaza del Potro, adonde Hernando había caminado sin desearlo. El hombre observó durante unos instantes al recién llegado, como sopesándolo: bien vestido, con sus borceguíes de jinete, uno más de los variopintos personajes que se movían por la zona—. ¡Desagradecido! —se recriminó Hernando. El mesonero torció el gesto.

—¿Un vaso de vino? —le propuso—. Cura las penas.

Hernando se volvió hacia el hombre. ¿Qué penas? ¡Él nunca había sido más feliz! Fátima le adoraba y él le correspondía. Charlaban y reían, hacían el amor a la menor oportunidad, y trabajaban por la comunidad, los dos; nada les faltaba, y se sentían plenos y satisfechos, ¡orgullosos! Veían crecer a sus hijos sanos y fuertes, alegres y cariñosos. Y mientras tanto, Hamid… Un vaso de vino, ¿por qué no?

El mesonero llenó por segunda vez el vaso, después de que Hernando lo escanciase de un solo trago.

—¿El moro viejo de la mancebía? —inquirió cuando Hernando, con los sentidos nublados por los dos vasos de vino de los que había dado cuenta, le preguntó por él.

Hernando asintió con tristeza.

—Sí, el moro viejo…

—Está en venta. Hace tiempo que el alguacil intenta deshacerse de él para ahorrarse los restos de comida con que le tiene que alimentar. Cada noche se lo ofrece a todo aquel que pasa por el Potro.

¡Hacía tiempo que intentaban venderlo! ¿Por qué Hamid no le había dicho nada? ¿Por qué había permitido que esas mismas noches, mientras el alguacil mercadeaba con él, su hijo durmiera tranquilo junto a su esposa, satisfecho, dando gracias a Dios por todo lo que había conseguido?

—Nadie quiere comprarlo. —El mesonero soltó una carcajada al tiempo que volvía a llenar el vaso de vino—. ¡No sirve para nada!

Hernando dejó el vaso que inconscientemente se había llevado a los labios y renunció a un nuevo trago. ¿Qué decía aquel hombre? ¡Estaba hablando de un maestro! «Niños, Hamid me enseñó…» Centenares de veces había iniciado una conversación con ellos utilizando aquella frase. Sólo eran criaturas, pero él se deleitaba contándoles cosas. Y en aquellos momentos Fátima agarraba su mano y la apretaba con inmensa ternura, y su madre dejaba vagar los recuerdos hacia aquel pequeño pueblo de la sierra alpujarreña, y los niños le miraban con los ojos abiertos, atentos a sus palabras; quizá su edad no les permitiese entender qué era lo que pretendía transmitirles, pero Hamid siempre estaba allí, con ellos, en los momentos más íntimos, en los de mayor felicidad, con la familia reunida, sana, sin hambre, con sus necesidades cubiertas. ¿Y decían que no servía para nada? ¿Cómo podía no haberse dado cuenta?, volvió a recriminarse. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?

—¿Por qué? —le sorprendió el mesonero—. ¿Acaso te interesa ese anciano inválido?

Hernando alzó el rostro y le miró a los ojos. Sacó una moneda que dejó en el mostrador, meneó la cabeza y se dispuso a abandonar el local; sin embargo…

—¿Cuánto pide el alguacil por el esclavo?

El hombre se encogió de hombros.

—Una miseria —contestó al tiempo que sacudía indolentemente una mano.

—Nos pidió…, nos exigió que no te lo contásemos. —Tal fue la explicación que le proporcionó Abbas.

Hernando se había encaminado a la herrería nada más traspasar el portalón de entrada de las caballerizas, después de hablar con el mesonero.

—¿Por qué? —llegó casi a chillar. Abbas le rogó que bajase la voz—. ¿Por qué? —repitió en otro tono—. La comunidad continúa liberando esclavos. Yo mismo contribuyo. ¿Por qué no él? Me han dicho que piden una miseria. ¿Te das cuenta? ¡Una miseria por un hombre santo!

—Porque no quiere. Quiere que se libere a los jóvenes. Y esa miseria que te han dicho, lo sería si el alguacil lo vendiese a otro cristiano, pero si se entera de que somos nosotros quienes pretendemos liberarlo, el precio no será el mismo. Bien sabes que eso es lo que sucede: por cualquiera de nuestros hermanos pagamos precios muy superiores a los de venta.

—¿Qué importa si cuesta dinero? Ha dedicado toda su vida a trabajar para nosotros. Si alguien merece ser liberado, ése es Hamid.

—Estoy de acuerdo contigo —concedió Abbas—, pero hay que respetar su decisión —añadió antes de que Hernando se lanzase a discutir—, y ésa es la de que no se invierta en su persona.

—Pero…

—Hamid sabe lo que se hace. Tú mismo lo has dicho: es un hombre santo.

Abandonó la herrería sin despedirse. ¡No iba a permitirlo! Algunos cristianos, sobre todo mujeres piadosas, liberaban a sus esclavos si éstos ya no les eran útiles, pero esa actitud no era la propia del alguacil de la mancebía; el hombre aguantaría a Hamid hasta que alguien le ofreciese algún dinero por él, el que fuese. El tráfico de carne humana era uno de los negocios más prósperos y rentables de la Córdoba de aquel siglo y no sólo para los tratantes profesionales, sino para cualquiera que dispusiese de un esclavo. Todos negociaban con sus esclavos y obtenían pingües beneficios. Pero quien adquiriese a Hamid, aun cojo, viejo y dolorido, con toda seguridad no lo haría para tenerlo inactivo; le obligaría a trabajar para recuperar su inversión… y quizá en algún lugar alejado de Córdoba. Por más que se empeñase, el alfaquí no merecía tal destino en el final de sus días. Ni él tampoco lo merecía, reconoció para sus adentros mientras se dirigía a sus habitaciones en el piso superior. ¡Necesitaba a Hamid! Necesitaba verle y charlar con él aunque fuese sólo de vez en cuando. Necesitaba sus consejos y, sobre todo, saber que siempre estaba allí para dárselos. Necesitaba disfrutar en Hamid del padre que no tuvo en su infancia.

Habló con Fátima y ella le escuchó con atención. Una vez se hizo el silencio, Fátima sonrió y acarició una de sus mejillas.

—Libérale —susurró—. Cueste lo que cueste. Ahora te ganas bien la vida. Saldremos adelante.

Así era, se dijo Hernando mientras cruzaba el puente romano en dirección a la torre de la Calahorra. Con aquellos pensamientos, indiferente, mostró su cédula especial a los alguaciles que controlaban el tráfico en el puente. Le habían aumentado la paga hasta los tres ducados mensuales más diez fanegas de buen trigo al año; aunque era menos de lo que cobraban los domadores antiguos, e incluso Abbas como herrador, para ellos suponía un sueldo más que generoso. Fátima ahorraba moneda a moneda, como si aquella bonanza pudiera finalizar en el momento más inesperado.

En los días de fiesta, el campo de la Verdad se llenaba de cordobeses que paseaban por la ribera del río, contemplando la línea de tres molinos asentados en el Guadalquivir, de orilla a orilla, río abajo del puente romano o buscando el sosiego de los campos que se abrían más allá del barrio extramuros. Dada aquella afluencia de gente y pese a ser domingo, los tratantes de caballos y mulas mostraban sus animales en venta por si alguno de los ciudadanos se animaba a comprar.

Juan el mulero andaba encorvado, y eso le hacía parecer más bajo de lo que era. Le sonrió mostrando unas encías descarnadas en las que Hernando echó en falta muchos de los dientes negros que el hombre tenía cuando lo conoció.

—¡El gran jinete morisco! —le saludó el mulero. Hernando se sorprendió—. ¿Te extraña? —añadió Juan, golpeándole cariñosamente en la espalda—. Sé de ti. De hecho, mucha gente sabe de ti.

Hernando nunca había pensado en aquella posibilidad. ¿Qué más sabría la gente de él?

—No es usual que un muchacho morisco termine montando los caballos del rey… y trabajando en la catedral. Algunos de los tratantes con quienes hiciste negocio —explicó Juan, guiñándole un ojo— utilizan tu nombre para atraer a los compradores. ¡Este caballo lo domó Hernando, el jinete morisco de las caballerizas reales!, se jactan ante el interés de la gente. Yo había pensado decir que también habías montado mis mulas, pero no sé si daría resultado.

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