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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (59 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Los dos rieron.

—¿Cómo te van las cosas, Juan?


La Virgen Cansada
falleció por fin —le dijo al oído, tomándole del brazo con familiaridad—. Se hundió lenta y solemnemente, como corresponde a una señora, pero por fortuna lo hizo cerca de la ribera y pudimos recuperar los barriles.

—¿Continuaste traficando después de que…?

—¡Mira qué mula! —le indicó Juan haciendo caso omiso de la pregunta. Hernando examinó el ejemplar. En apariencia se trataba de un buen animal, limpio de cañas, con buen hueso y fuerte. ¿Qué defecto escondería?—. ¿Quizá el caballerizo real quiera comprar alguna buena mula? —bromeó el tratante.

—¿Quieres ganarte un par de blancas? —le lanzó entonces, recordando la misma propuesta que en su día le hiciera a él el mulero.

Juan se llevó la mano al mentón, receloso, y volvió a exhibir sus encías descarnadas.

—Empiezo a ser viejo —aseveró—. Ya no puedo correr…

—¿Tampoco puedes disfrutar de las mujeres? ¿Qué hay de aquel burdel en Berbería?

—Me ofendes, muchacho. Todo español que se precie pagaría por terminar sus días montado sobre una buena hembra.

Hernando costearía el placer del mulero. Ése fue el trato que acordaron frente a una jarra de vino en un mesón cercano a la catedral. Juan se mostró dispuesto a colaborar, sobre todo cuando el joven le explicó el porqué de su interés en el esclavo tullido de la mancebía.

—Es mi padre —le dijo.

—Siendo así, lo haría gratis —afirmó el mulero—, pero mereces pagar tu impertinencia sobre mi virilidad. No debe quedar un ápice de duda a ese respecto —ironizó.

—¿Cómo podría saber que no me engañas y que en realidad no has hecho más que dormirte como un niño en el regazo de una de esas mujeres? Yo no estaré allí —contestó, siguiéndole la broma.

—Muchacho, párate en la plaza del Potro, junto a la fuente, y aun en la distancia y por encima de la algarabía del lugar, podrás escuchar los gemidos de placer…

—Hay muchas mujeres en la mancebía, muchas boticas. ¿Y si no es la tuya la que…?

—Mi nombre, muchacho, escucharás cómo grita mi nombre.

Hernando lo recordó remando de vuelta en
La Virgen Cansada
, la chalupa anegada de agua y la bogada cada vez más corta y pesada. Ya entonces era bajo y delgado y, sin embargo, ¡llegaban a la orilla! Asintió con la cabeza, como si reconociese la vitalidad de Juan, antes de continuar.

—El alguacil no debe sospechar que estás interesado en… el esclavo. Quiere venderlo y lo dará por el precio que sea. Por supuesto, tampoco debe enterarse de que hay moriscos tras la operación. Y mi padre… mi padre tampoco debe saber nada. —El mulero frunció el ceño—. No quiere que gastemos nuestro dinero en un viejo —explicó—, pero yo no puedo permitirlo. ¿Me entiendes?

—Sí. Te entiendo. Déjalo en mis manos. —Juan alzó el vaso de vino—. ¡Por los buenos tiempos! —brindó.

El lunes al anochecer, Juan el mulero entró en la mancebía y mostró una bolsa con varias coronas de oro que le había proporcionado Hernando, fanfarroneando de que ese día había cerrado la mejor operación de su vida. El alguacil celebró su fortuna y rió con él mientras le cantaba las excelencias de las mujeres que trabajaban en las boticas que se abrían a ambos lados del callejón; algunas esperaban en las puertas, exhibiéndose, hasta que el mulero se decidió por una joven muchacha morena entrada en carnes y se perdió con ella en el interior de una pequeña casa de un solo piso y de una sola estancia en la que la cama arrinconaba a un par de sillas y un mueble con una jofaina.

Por su parte, Hernando se excusó con don Julián y aquella noche volvió a vagabundear entre la gente que siempre llenaba la plaza del Potro, sintiendo cierta nostalgia al escuchar los gritos, las chanzas, las apuestas e incluso al presenciar las usuales reyertas.

Desde hacía algo más de un año, la plaza del Potro y sus alrededores se hallaba más poblada que nunca. A los usuales vagabundos, tahúres, aventureros, soldados sin capitán o capitanes sin soldados —todo tipo de gentes de mal vivir que acudían a ella como un faro que les llamaba—, a los pobres y desahuciados que hacían noche en sus viajes por el camino de las Ventas hacia la rica y lujosa corte de Madrid para obtener alguna prebenda, y a los que se dirigían a Sevilla con la intención de embarcar hacia las Indias en busca de fortuna, se sumó un ingente número de indeseables que el virrey de Valencia había expulsado sin contemplaciones de sus tierras, y que emigraron a Cataluña o Aragón, a Sevilla —donde ya pocos más podían sobrevivir— o a Córdoba.

Y él, Hernando, se había puesto en manos de uno de aquellos personajes.

—¿Confías en el mulero? —le había preguntado Fátima mientras le entregaba los quince ducados en monedas de oro cuidadosamente atesorados en el arcón, en una bolsa junto al Corán.

¿Confiaba? Hacía ya varios años que no trataba con Juan.

—Sí —afirmó convencido con los recuerdos agolpándose en su cabeza. Confiaba más en aquel sinvergüenza que en cualquiera de los cristianos de Córdoba. Habían vivido juntos el peligro, la tensión y la incertidumbre. Aquél era un lazo difícil de romper.

Juan disfrutó del placer que le proporcionó Ángela, la joven morena, hasta que, ya satisfecho, derramó intencionadamente una jarra de vino sobre las sábanas del lecho.

—¡Que las cambien! —bramó simulando estar borracho.

—¿No has tenido suficiente? —se extrañó la muchacha.

—Muchacha, yo te diré cuándo tenemos que parar. ¿Acaso no pago?

Ángela se echó una capa por encima y se asomó a la puerta.

—¡Tomasa! —chilló, descubriendo una voz mucho más tosca que la que utilizaba con los clientes—. ¡Sábanas limpias!

Hernando había puesto al corriente al mulero acerca de la existencia de aquella mujer, pero lo que no le contó era que Tomasa le sacaba una cabeza y podía llegar a pesar el doble que él. Cuando aquella mujerona apareció por la puerta con la muda, Juan se acoquinó y se sintió ridículo con sus calzas raídas por toda indumentaria.

Tenía pensado amedrentarla hasta convencerla de que mandase llamar al padre de Hernando, necesitaba estar con él como segunda parte de su plan, pero a la sola vista de los fuertes antebrazos arremangados de la mujer, se echó atrás. Una bofetada de Tomasa dolería más que la patada de una mula.

La mujer se inclinó para arrancar las sábanas manchadas y le ofreció un culo enorme. ¡Tenía que ser entonces! Si llegaba a arreglar la cama…

¡Por Hernando!

Apretó los pocos dientes que le quedaban y con las dos manos abiertas le hincó los dedos en las nalgas.

—¡Dos hembras! —gritó al tiempo—. ¡Santiago! —aulló al contacto del duro trasero de la mujer.

Ángela estalló en carcajadas. Tomasa se volvió y lanzó una bofetada al mulero, pero Juan ya la esperaba y la esquivó; luego saltó sobre ella y hundió el rostro en sus grandes pechos. Quedó como una garrapata: agarrado a Tomasa con brazos y piernas, sin llegar a rodear por completo aquel inmenso talle. Ángela continuaba riendo y Tomasa trataba infructuosamente de librarse del bicho que tenía pegado al cuerpo y que rebuscaba con la boca entre sus pechos. Juan encontró uno de los pezones de la mujer y lo mordió.

El mordisco fue como un revulsivo y Tomasa lo empujó con tal fuerza, que el mulero salió disparado contra la pared. La mujer, ofuscada y dolorida, trató de remendar el maltrecho corpiño que la violenta búsqueda de su pezón casi había desgarrado.

—¡Pre… preciosa! —exclamó Juan, boqueando en busca del aire que le faltaba por el golpe contra la pared.

Varias mujeres se habían arremolinado en la puerta sumándose a las carcajadas de Ángela. Enrojecida, Tomasa paseaba la mirada de Juan a las mujeres.

El mulero hizo lo que le pareció el último esfuerzo que podría hacer en su vida y volvió a dirigirse hacia Tomasa, relamiéndose libidinosamente el labio superior. La mujer lo esperaba con el ceño fruncido, intentando arremangarse todavía más unas mangas prontas a reventar.

—¡Basta! Ya sabía yo que con una mujer atendiendo a las muchachas, un día u otro sucedería esto —se escuchó desde la puerta. Juan no pudo impedir que surgiera un suspiro de su boca ante la aparición del alguacil de la mancebía—. ¡Fuera! —gritó a Tomasa—. Dile a Francisco que se ocupe él de la cama.

Alertado por el escándalo, Hamid no tardó en llegar. Las demás mujeres ya se habían marchado cuando el viejo, renqueante, entró en la habitación. Sólo Ángela seguía allí.

—¿Un moro? —gritó el mulero, encarándose con Hamid—. ¿Cómo osáis mandarme un moro para que toque las sábanas en las que voy a yacer? —añadió volviéndose hacia Ángela—. ¡Ve a buscar al alguacil!

La muchacha obedeció y corrió en busca del alguacil. Ahora venía la parte más difícil, pensó el mulero. Sólo tenía quince ducados para comprar al esclavo. No había querido borrar la sonrisa ni apagar el brillo de los ojos azules del muchacho al confiarle aquella cantidad, que a buen seguro constituía toda su fortuna, pero los esclavos de más de cincuenta años se vendían en el mercado a treinta y dos ducados pese a que poco rendimiento se podía esperar de hombres de esa edad. ¿A cuánto ascendería la miseria que esperaba obtener el alguacil y de la que le había hablado Hernando?

Hamid se extrañó de que tras el violento recibimiento prodigado por el mulero, ahora éste estuviera pensando en silencio, parado frente a él como si no existiera. Trató de esquivarlo para hacer la cama, pero Juan le detuvo.

—No hagas nada —le ordenó. ¿Qué más daba ya si aquel hombre podía sospechar qué era lo que iba a suceder y quién estaba detrás de todo ello?—. Quédate donde estás y en silencio, ¿entendido?

—¿Por qué debería…? —empezó a preguntar Hamid cuando Ángela y el alguacil accedieron a la botica.

—¿Un moro? —volvió a gritar Juan—. ¡Me has enviado a un moro! —El mulero martilleó en el pecho de Hamid con un dedo—. Y para colmo me ha insultado. ¡Me ha llamado perro cristiano y adorador de imágenes!

Hamid perdió la compostura que le caracterizaba y alzó las manos.

—Yo no… —intentó defenderse.

—¡Nadie me llama perro cristiano! —Juan le abofeteó.

—Déjalo —le instó el alguacil interponiéndose entre ellos.

—¡Azótalo! —exigió Juan—. Quiero ver cómo lo castigas. ¡Azótalo ahora mismo!

¿Cómo lo iba a azotar?, se planteó el alguacil. El pobre Francisco no aguantaría vivo más de tres latigazos.

—No —se opuso.

—En ese caso acudiré a la Inquisición —amenazó Juan—. Tienes en tu establecimiento a un moro que insulta a los cristianos y que blasfema —agregó mientras empezaba a recoger sus ropas—. ¡La Inquisición lo castigará como merece!

Hamid permanecía quieto detrás del alguacil, quien miraba cómo Juan se vestía sin dejar de refunfuñar por lo bajo. Si el mulero lo denunciaba a la Inquisición, Francisco ni siquiera sobreviviría quince días en sus cárceles. Jamás llegaría con vida al siguiente auto de fe, por lo que nunca recuperaría un mísero real por aquel esclavo.

—Por favor —rogó a Juan—. No lo denuncies. Nunca se ha comportado así.

—No lo haría si tú lo castigases. Tú eres su propietario. Si ese esclavo hereje fuera mío lo…

—¡Te lo vendo! —saltó el alguacil.

—¿Para qué lo quiero? Es viejo… y tullido… y malhablado. ¿De qué me serviría?

—Te ha insultado —trató de provocarle el alguacil—. ¿Qué satisfacción obtendrás si es la Inquisición quien lo castiga? Se arrepentirá como hacen todos estos cobardes, se reconciliará y le condenarán simplemente a sambenito. Ya ves lo viejo que es.

Juan simuló pensar.

—Si fuese mío… —masculló para sí—, estaría recogiendo mierda de mula todo el día…

—Quince ducados —ofertó el alguacil.

—¡Estás loco!

Cinco ducados. Juan consiguió a Hamid por cinco ducados, cifra en la que, además, se permitió exigir que se incluyese el servicio de Ángela. Decidió no esperar a la mañana siguiente: en presencia de dos clientes de la mancebía como testigos pagó con las coronas de oro que llevaba en la bolsa y abandonó el burdel con Hamid a sus espaldas. Con todo, quedó con el alguacil para otorgar la correspondiente escritura de compraventa tan pronto como amaneciera.

Hernando estaba distraído escuchando la historia del asedio y toma de la ciudad de Haarlem producida hacía cinco años. Un soldado mutilado de los tercios de Flandes que había participado en ella y al que la gente, complacida, invitaba a beber, la narraba entre trago y trago. El soldado, casi ciego, lucía con orgullo los harapos con los que había luchado a las órdenes de don Fadrique de Toledo, hijo del duque de Alba, y relataba cómo durante el duro asedio a la fortificada ciudad en el que los tercios sufrieron numerosas bajas, el noble se planteó renunciar a su conquista. Entonces recibió un mensaje de su padre.

—Le dijo el duque de Alba —contó el soldado con voz potente— que si alzaba el campo sin rendir la plaza, no le tendría por hijo y que si, por el contrario, moría en el asedio, él mismo iría en persona a reemplazarle aunque estaba enfermo y en cama. —El corro alrededor del soldado era un remanso de silencio en comparación con el bullicio del resto de la plaza del Potro—. Añadió que en el caso de que fracasaran los dos, entonces iría de España su madre, a hacer en la guerra lo que no habían tenido valor o paciencia para hacer su hijo o su esposo.

Del corro se alzaron murmullos de aprobación y algún aplauso, momento en el que el soldado aprovechó para escanciar el resto del vino que le quedaba en el vaso. Escuchó con paciencia cómo se lo volvían a llenar, y se lanzó a relatar la definitiva y sangrienta toma de la ciudad. Hernando notó cómo alguien pasaba a sus espaldas y le golpeaba.

Se volvió y se encontró con Hamid, que cojeaba cabizbajo tras el mulero; en su mano llevaba un hatillo no mayor del que Fátima aportó a su matrimonio. ¡Juan lo había conseguido! Un temblor le recorrió todo el cuerpo y, con la garganta agarrotada, los contempló dirigirse lentamente hacia la parte superior de la plaza.

—Por orden de su padre —exclamó el soldado en aquel momento—, don Fadrique ejecutó a más de dos mil quinientos valones, franceses e ingleses…

—¡Herejes!

—¡Luteranos!

Los insultos a la resistencia de los ciudadanos de Haarlem no distrajeron a Hernando, que en esos momentos creía escuchar el roce del gastado zapato que Hamid arrastraba sobre el pavimento, aquella extraña cadencia que le acompañó en su niñez. Se llevó los dedos a los ojos para enjugarse las lágrimas. Las dos figuras continuaron alejándose de él, indiferentes a la gente y al bullicio, a las riñas y a las risas, ¡al mundo entero! Un mulero bajo, encorvado y sin dientes, pícaro y estafador. Un anciano cojo y cansado de la vida, sabio y santo. Se esforzó por sobreponerse a la maraña de sensaciones que le asaltaba. Apretó los puños y agitó los brazos casi sin moverlos, reprimiendo la fuerza, notando la tensión en todos sus músculos, irritado por la lentitud del alfaquí en cruzar la plaza.

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