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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (65 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—¿Qué quieres decir? —inquirió Hernando, tras unos instantes de duda.

—Karim se está entregando por nosotros…

—Me está protegiendo a mí —le interrumpió Hernando todavía dándole la espalda.

—No seas soberbio, Ibn Hamid. Nos protege a todos. Tú…, tú no eres sino un instrumento más en nuestra lucha. También protege a tu esposa, y a las madres a quienes ella enseña la palabra revelada, y a éstas cuando se las transmiten a sus hijos, y a los pequeños que las aprenden en secreto con la advertencia de que no las utilicen fuera de sus hogares… Nos protege a todos.

Hamid percibió un ligero temblor en el cuerpo de Hernando.

—Mi vida está en sus manos —dijo al fin, volviendo la cabeza hacia el alfaquí, quien temió que su pupilo se derrumbase. Se acercó a él y se postró a su lado, con dificultad—. Es posible que tengas razón… ¡seguro! Nos protege a todos, pero no puedes llegar a imaginar el pánico que me atenaza cuando veo ese débil cuerpo ajado, roto por la tortura, sometido a interrogatorio. ¿Cuánto puede aguantar un anciano como él? Tengo miedo, Hamid, sí. Tiemblo. No puedo controlar mis rodillas ni mis manos. Temo que, en la locura del dolor, acabe delatándome a mí mismo.

El alfaquí esbozó una triste sonrisa.

—La fuerza no reside en nuestro cuerpo, Ibn Hamid. La fuerza está en nuestro espíritu. ¡Confía en el de Karim! No te delatará. Hacerlo significaría traicionar a su pueblo.

Los dos cruzaron una mirada.

—¿Has rezado ya? —le sorprendió el alfaquí rompiendo el hechizo. Hernando creyó escuchar el eco de aquellas mismas palabras en la vieja choza de Juviles. Apretó los labios en espera de las siguientes—: La oración de la noche es la única que podemos practicar con cierta seguridad. Los cristianos duermen. —Hernando fue a contestar como siempre hacía, con un nudo en la garganta debido a la nostalgia que le invadía, pero Hamid se lo impidió—. ¿Cuánto hemos luchado desde entonces, hijo?

Sin embargo, Hamid no dio el recado a Abbas. El herrador era joven y fuerte. Karim moriría, durante la tortura o quemado como un hereje. Jalil era tan viejo como Karim, don Julián también era mayor y tenía que actuar siempre en la clandestinidad, sin posibilidad de moverse entre los moriscos, y él…, él sentía que su vida no tardaría en finalizar. Abbas no debía arriesgarse. Pero ¿cómo podía matar a aquel perro traidor?, volvió a pensar mientras le observaba vender despreocupadamente sus buñuelos en la cruz del Rastro.

Durante aquellos dos días de constante persecución, a Karim le habían descoyuntado los brazos en el potro de tortura, pero el anciano seguía tan obcecado en su silencio como Hernando en su ayuno y oración. Fátima y Aisha estaban preocupadas y hasta los niños presentían que algo terrible se avecinaba.

—¿Bebe el agua que le dejas? —preguntó Hamid a Fátima.

—Sí —contestó ella.

—En ese caso…, aguantará.

Hamid vio cómo el buñolero trasladaba su tenderete en busca de una zona en la que se había congregado un nutrido grupo de personas. Le siguió con la mirada hasta verle detenerse junto a un cuchillero. Ofrecía a gritos sus productos, exprimiendo en la manga los buñuelos de jeringuilla que caían formando círculos en la sartén y chisporroteaban en el aceite hirviendo antes de que los cortase para ofrecerlos al público. ¡Cuchillos! Pero era demasiada la distancia que existía entre Cristóbal y el cuchillero como para que, en el supuesto de que lograra hacerse con uno de ellos, pudiera sorprender al buñolero y asestarle una puñalada. Seguro que los gritos del cuchillero le pondrían en guardia. Además, ¡debía cortarle la cabeza! ¿Cómo…?

De repente, Hamid apretó las mandíbulas.

—Alá es grande —masculló entre dientes mientras cojeaba en dirección al buñolero.

Cristóbal le vio dirigirse hacia él con los ojos clavados directamente en los suyos. Dejó de vocear sus buñuelos y frunció el ceño, pero cuando el alfaquí llegó a su altura, sonrió. ¡Sólo era un anciano tullido!

—¿Quieres uno, abuelo? —Hamid negó con la cabeza—. ¿Entonces? —inquirió Cristóbal.

En ese momento, Hamid cogió la sartén con las dos manos. El silbido de la piel y la carne de los dedos al quemarse con la sartén incandescente pudo oírse por quienes estaban alrededor. El alfaquí ni siquiera pestañeó. Algunas personas saltaron a un lado justo cuando lanzaba el aceite hirviendo al rostro de Cristóbal. El buñolero aulló y se llevó las manos a la cara antes de caer al suelo retorciéndose de dolor. Con la sartén todavía en las manos, y el olor a carne quemada invadiendo el lugar, el alfaquí se dirigió a la parada del cuchillero. La gente se apartó a su paso y el cuchillero hizo lo propio ante un hombre enloquecido que parecía capaz de lanzarle los restos del aceite. Entonces Hamid tiró la sartén, cogió un cuchillo, el más grande de los que se exponían a la venta, y volvió donde el buñolero seguía chillando.

La mayoría de la gente observaba quieta, a distancia; alguien corrió en busca de los alguaciles.

Hamid se arrodilló junto a Cristóbal, que pateaba y aullaba boca arriba, con la cara oculta entre las manos. Entonces le sajó los antebrazos, y el repentino y nuevo dolor llevó al buñolero a descubrir su garganta. El alfaquí deslizó el cuchillo por el cuello del delator: fue un corte certero, profundo, con toda la fuerza de una comunidad ultrajada y traicionada. Surgió un chorro de sangre y Hamid se levantó empapado en ella, con el inmenso cuchillo todavía en la mano, y se topó con un alguacil que mantenía su espada desenvainada.

—¡Perros cristianos! —gritó amenazante, dejando escapar todo el rencor que había reprimido a lo largo de su vida.

El alguacil hundió su espada en el estómago de Hamid.

Las Alpujarras, las cumbres blancas de Sierra Nevada, los ríos y los barrancos, los bancales diminutos de tierras fértiles ganados a la montaña, escalón a escalón, el trabajo en los campos y las oraciones nocturnas… todo apareció con nitidez en la mente de Hamid. No sentía dolor alguno. Hernando, ¡su hijo!… Aisha, Fátima, los pequeños… Tampoco sintió dolor cuando el alguacil tiró del arma y la extrajo de su cuerpo. La sangre brotó de sus entrañas y Hamid la observó: igual que la vertida por miles de musulmanes que decidieron defender su ley.

El alguacil permanecía en pie frente a él, seguro de que aquel anciano se desplomaría en un instante. La gente los rodeaba en silencio.

—No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios —entonó Hamid.

No debían capturarle. No debían saber quién era él. Por razón alguna quería poner en peligro a su familia. Alzó el cuchillo y cojeó hacia el río, junto a la cruz del Rastro. La gente se apartó a su paso y el alguacil le siguió. ¡Tenía que derrumbarse! Un reguero de sangre quedaba tras él y, sin embargo, todos se detuvieron, sobrecogidos ante la magia de aquel anciano que renqueaba con serenidad hacia la ribera.

—¡No! —gritó el alguacil al comprender las intenciones de Hamid, justo en el momento en el que éste se dejó caer en el Guadalquivir y desapareció en sus aguas.

Hernando no era capaz de soportar más dolor. Acababa de volver del alcázar de los reyes cristianos, donde la tortura a Karim se había convertido en crueldad inútil: el anciano continuaba empecinado en no desvelar la identidad de sus cómplices y hasta el verdugo había osado volverse hacia los inquisidores indicando con un gesto de sus manos lo absurdo de aquella insistencia.

—¡Continúa! —le gritó el licenciado Portilla atajando sus dudas.

Mientras, Hernando era obligado a presenciar la barbarie. Las palabras de Hamid habían conseguido que se afianzara en su fe, en el espíritu que los movía a luchar por sus leyes y costumbres, y con ese ánimo trataba de acudir al alcázar de los reyes, pero una vez en las mazmorras, cuando torturaban a Karim y le exigían el nombre de sus cómplices, el miedo volvía a atenazarle. ¡Era su nombre el que tan tenazmente callaba! A sólo dos pasos, Karim era salvajemente torturado; olía su sangre y sus orines; contemplaba las convulsiones que se reflejaban en sus músculos, contraídos por el intenso dolor; escuchaba sus gritos apagados, peores que el más terrible de los aullidos, y sus jadeos y sollozos en los descansos. Unas veces se enorgullecía por la victoria de Karim sobre los inquisidores, ¡defendía a su pueblo, a su ley! Pero otras sentía un atroz sentimiento de culpa… Y a ratos su sudor frío se mezclaba con el hedor de la mazmorra al solo pensamiento de que Karim pudiera ceder y señalarle con uno de sus dedos: ¡él!, ¡es a él a quien buscáis! Entonces se arrugaba en la silla, aterrorizado, con el estómago encogido, imaginando cómo se lanzaban encima de él los alguaciles y los inquisidores. El siguiente podía ser él y nadie podría echarle en cara a un hombre, cualquiera que fuese su condición, que ante tal cúmulo de tormentos, desfalleciese y declarase aquello que le exigían. Orgullo, culpabilidad, pánico; los sentimientos se entremezclaban en Hernando, iban y venían, lo zarandeaban como si de un muñeco se tratara, alternándose sin tregua ante una simple pregunta, un nuevo tirón de la maroma, un grito…

Acababa de regresar a casa cuando un joven enviado por Jalil le contó lo sucedido con Hamid. Fátima y Aisha lloraban acurrucadas en el suelo, contra la pared, abrazadas a los niños.

¡No podía soportar más dolor!

—El buñolero muerto… —inquirió Hernando con la voz rasgada—. ¿Se llamaba Cristóbal Escandalet?

—Sí —le contestó el joven.

Hernando negó con la cabeza. ¿Acaso Hamid no se lo había dicho a Abbas?

—Ese hombre era un espía y un traidor —afirmó entonces dirigiéndose de nuevo al joven morisco—. Fue él quien denunció a Karim ante la Inquisición. ¡Que todos nuestros hermanos sepan por qué nuestro mejor alfaquí ha cometido tal acción! Lo juzgó, dictó sentencia y él mismo la ejecutó. ¡Que lo sepa también la familia del buñolero!

Lloró ya en su habitación, presto a entregarse de nuevo a la oración y al ayuno. ¿Quién utilizaría ahora el pequeño cuarto del piso bajo? Y la muesca en dirección a la quibla, ¿quién se postraría ante ella a partir de entonces? Se la había mostrado como pudiera hacer un niño cuando ha hecho una buena acción, con orgullo e inocencia, en espera de su beneplácito. Hamid, aquel de quien lo había aprendido todo, aquel de quien tomó su nombre: Hamid ibn Hamid, ¡el hijo de Hamid!

Una lágrima nubló su visión para alejarle de la realidad. Entonces, un grito estremecedor resonó en la noche por todo el barrio de Santa María:

—¡Padre!

Los alguaciles entraron a Karim arrastrándolo de las axilas, la cabeza le colgaba y los pies, ya destrozados por la tortura, se deslizaban tras él por el suelo, como si el que los hubiera unido a los tobillos para presentarlo a los inquisidores se hubiera equivocado al hacerlo.

Los alguaciles trataron de erguirlo frente al licenciado Portilla y el verdugo tiró del escaso cabello cano que le restaba a Karim para mostrar su rostro. El inquisidor chasqueó la lengua y dio un manotazo al aire, rindiéndose.

Hernando observó los ojos amoratados del anciano, hinchados, perdidos mucho más allá de las paredes de la mazmorra; quizá mirando a la muerte, quizá al paraíso. ¿Quién se merecía el paraíso más que aquel buen creyente? Entonces los labios resecos de Karim se movieron.

—¡Silencio! —clamó el inquisidor.

El balbuceo de Karim pudo oírse en la estancia como un rumor lejano; deliraba en árabe.

—¿Qué dice? —vociferó el inquisidor a Hernando.

El morisco aguzó el oído sabiéndose observado por el licenciado Portilla.

—Llama a su mujer —creyó entender. Amina, estuvo a punto de citar—. Ana —mintió—, parece que se llama Ana.

Karim no cesaba de murmurar.

—¿Tanta palabrería para llamar a su mujer? —sospechó el inquisidor.

—Recuerda poesías —aclaró Hernando. Le pareció escuchar una de aquellas antiguas, de las que aparecían labradas en las paredes de la Alhambra de Granada—. Se asemeja a la esposa… que se presenta al esposo adornada de su hermosura tentadora —recitó.

—Pregúntale por sus cómplices. Quizá ahora…

—¿Quiénes han sido tus cómplices? —obedeció Hernando, sin poder levantar la mirada.

—¡En árabe, imbécil!

—¿Quiénes…? —empezó a traducir para detenerse de repente. Nadie en esa mazmorra, salvo Karim, podía entenderle—: Dios ha hecho justicia —le anunció en árabe—. Aquel que ha traicionado a nuestro pueblo ha sido degollado conforme a nuestra ley. Hamid de Juviles se ha ocupado de ello. Te encontrarás con el santo alfaquí en el paraíso.

Portilla desvió la mirada hacia el morisco, extrañado por la longitud de su discurso. En ese momento, un brillo casi imperceptible apareció en los ojos del anciano al tiempo que sus labios se contraían en un rictus que pretendía ser una sonrisa. Luego, expiró.

—Será quemado en efigie en el próximo auto de fe —sentenció el inquisidor cuando el médico, tras reconocer a Karim, certificó lo que ya todos sabían—. ¿Qué es lo que le has dicho? —preguntó a Hernando.

—Que debía ser un buen cristiano —afirmó sin pestañear, seguro de sí mismo—. Que debía confesar lo que interesabais y reconciliarse con la Iglesia para obtener el perdón de Nuestro Señor y la salvación eterna de su alma…

El licenciado se llevó los dedos a los labios y los frotó.

—Está bien —cedió después.

40

Córdoba, 1581

El 15 de abril de 1581, las Cortes portuguesas, reunidas en la ciudad de Tomar, juraron rey de Portugal a Felipe II de España. La península Ibérica se unificaba así bajo una misma corona y el Rey Prudente obtenía el control de los territorios que la formaban y el comercio con el Nuevo Mundo, repartido entre España y Portugal a raíz del tratado de Tordesillas.

Fue precisamente en Portugal donde por primera vez se trató la posibilidad del exterminio en masa de los moriscos españoles. Reunidos el rey, el conde de Chinchón y el rehabilitado anciano duque de Alba, cuyo carácter no se suavizaba ni siquiera con la vejez, estudiaron la posibilidad de embarcar a todos los moriscos con destino a Berbería para, una vez en alta mar, barrenar las naves a fin de que perecieran ahogados.

Por fortuna, o quizá porque la armada estaba ocupada en otros menesteres, la matanza de todo un pueblo no se llevó a cabo.

Pero en el mes de agosto de ese mismo año, desde Portugal, el rey adoptó también otra decisión que afectaría directamente a Hernando. Ese verano la sequía hizo estragos en la campiña cordobesa: las yeguas carecían de pastos en las dehesas, y faltaba el dinero para alimentarlas con un grano excesivamente caro que, por otra parte, era reclamado por los vecinos. Hasta el obispado de Córdoba se había visto obligado a adquirir trigo importado de fuera de España. Por eso, el rey escribió al caballerizo mayor don Diego López de Haro y al conde de Olivares comunicándoles que la yeguada debía ser trasladada a Sevilla, a los pastos del coto real del Lomo del Grullo, sobre el que tenía jurisdicción el conde, para que allí pudiera apacentar.

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