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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (66 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Había transcurrido más de un año desde que Karim murió a manos del verdugo de la Inquisición y Hamid desapareció en las aguas del Guadalquivir tras vengar la traición a la comunidad morisca. Hernando vivió ese período en constante penitencia, porque cada vez que recordaba el obstinado silencio de Karim en la sala de tortura del alcázar de los reyes cristianos le invadía un sentimiento de culpabilidad al que sólo creía engañar mediante el ayuno y la oración.

—Habría muerto igual —trató de convencerle Fátima, preocupada por el estado que mostraba su esposo: delgado, demacrado y con unas marcadas ojeras negras que apagaban el intenso azul de sus ojos—. Aunque hubiera confesado, nunca se habría reconciliado con la Iglesia y le habrían ejecutado de todos modos.

—Quizá sí… —contestó Hernando, pensativo—, quizá no. Eso no podemos saberlo. Lo único cierto, lo único que sé, puesto que lo viví momento a momento, es que falleció en el dolor y la crueldad por mantener en secreto mi nombre.

—¡El de todos, Hernando! Karim ocultaba el nombre de todos aquellos que siguen creyendo en el único Dios, no sólo el tuyo. No puedes asumir solo esa responsabilidad.

Pero el morisco rechazó las palabras de su mujer.

—Dale tiempo, hija —le recomendó Aisha ante el llanto de Fátima.

Don Diego anunció a Hernando que debía ir con la yeguada a Sevilla y quedarse con ella hasta volver a Córdoba. Fátima y Aisha se alegraron, esperanzadas en que el viaje y el tiempo que estuviese en Sevilla consiguieran distraerle y arrancarle de la tristeza en la que se hallaba sumido y para la que no parecía existir consuelo, ni siquiera en sus paseos diarios a lomos de Azirat.

A principios de septiembre, cerca de cuatrocientas yeguas, los potros de un año y los nacidos en esa primavera se pusieron en marcha en dirección a los ricos pastos de las marismas del bajo Guadalquivir. El Lomo del Grullo se hallaba a unas treinta leguas de Córdoba por el camino de Écija y Carmona a Sevilla desde donde, una vez cruzado el río, debían dirigirse a Villamanrique, población enclavada junto al coto de caza real. En circunstancias normales el viaje podía hacerse en unas cuatro o cinco jornadas, pero Hernando y los demás jinetes que le acompañaban pronto comprendieron que, por lo menos, doblarían el número de días. Don Diego contrató personal complementario para que ayudase a los yegüeros que andaban junto al ganado, tratando de mantener unida y compacta una gran manada que no estaba tan acostumbrada a los traslados a larga distancia como podían estarlo los grandes rebaños de ovejas que trashumaban por la cercana cañada real de la Mesta. A todo aquel contingente de hombres y caballos se les unió, como si de una romería se tratase, un grupo de nobles cordobeses deseosos de satisfacer al rey, que no hacían sino entorpecer el trabajo de yegüeros y jinetes.

Así, como bien previeran Fátima y Aisha, Hernando llegó a olvidar toda preocupación, centrándose en galopar arriba y abajo con Azirat para recuperar las yeguas o los potros que se alejaban de la manada, o para actuar todos unidos a fin de agrupar aún más a los animales en el momento de cruzar un paso estrecho o complicado. El rojo brillante del pelo de Azirat destacaba allí donde trabajase y su agilidad, sus caracoleos y sus aires soberbios despertaban admiración entre los viajeros.

—¿Y ese caballo? —preguntó un noble obeso, apoltronado más que montado en una gran silla de cuero repujada con adornos de plata, a otros dos que le acompañaban, algo alejados de la manada para evitar la polvareda que ésta levantaba del seco camino.

Hernando acababa de impedir la huida de uno de los potros, persiguiéndolo, adelantándolo y revolviéndose frente a él con Azirat a la empinada que, elevado sobre sus cuartos traseros, sin llegar a manotear en el aire, obligó al díscolo a retornar.

—Por su capa colorada, no debe de ser sino un desecho de las caballerizas reales —presumió uno de los interpelados—. Una verdadera lástima —sentenció, impresionado ante los movimientos de caballo y jinete—. Será uno de los caballos con que Diego satisface parte del sueldo de los empleados.

—¿Y el jinete? —inquirió el primero.

—Un morisco —aclaró en esta ocasión el tercero—. He oído a Diego hablar de él. Tiene una gran confianza en sus cualidades y no cabe duda de que…

—Un morisco… —repitió para sí el noble obeso sin hacer caso a otras explicaciones.

Los tres hombres observaban ahora cómo Hernando se dirigía a galope tendido hacia la cabeza de la manada. Cuando el morisco pasaba por su lado, el conde de Espiel se irguió sobre los estribos de plata de su lujosa silla de montar y frunció el ceño. ¿Dónde había visto antes aquella cara?

El rey les proveyó de órdenes para recabar la ayuda de las gentes y los corregidores de todos los pueblos que cruzaran en su camino, pero, no obstante, antes de poner fin a cada jornada, los jinetes tenían que encontrar el lugar adecuado para reunir y alimentar a aquella cantidad de ganado y obtener grano o paja si los pastos elegidos eran insuficientes. Al mismo tiempo, los nobles buscaban las comodidades del pueblo más cercano.

Por las noches, Hernando caía rendido después de atender a Azirat, cenar el potaje de la olla que el cocinero preparaba sobre un fuego a campo abierto y charlar un rato con los demás hombres. Sólo durante los turnos de guardia en aquellas dehesas abiertas y desconocidas tanto para el ganado como para los hombres rememoraba los acontecimientos que habían marcado su último año.

Fue en esos momentos de silencio, montado sobre Azirat, cuando Hernando llegó a reconciliarse consigo mismo. A lomos de su caballo, mientras escuchaba cómo el resoplar de alguno de los animales rompía el silencio o azuzaba con suavidad a aquel que, dormitando, pretendía alejarse de la manada, el morisco recobró el sosiego. ¡Cuán diferentes eran aquellas horas del estruendo de más de medio millar de animales por los caminos! Los relinchos y bramidos, las coces y los mordiscos; la inmensa polvareda que levantaban en el camino y que le impedía ver más allá de unos pasos. Por las noches podía contemplar un inmenso cielo estrellado, nítido y brillante, diferente al que alcanzaba a ver desde su casa de Córdoba, encajonada entre tantos otros edificios. Allí en el campo, a solas, llegó a sentirse como en las Alpujarras. ¡Hamid! Se había entregado a ellos. Buscando el contacto de un ser vivo, palmeaba el cuello de Azirat cuando notaba cómo se le cerraba la garganta al recuerdo del viejo alfaquí. También pensó en Karim, pero en esta ocasión permitió que las dolorosas escenas que había vivido en las mazmorras de la Inquisición renacieran una tras otra en su memoria, sin refugiarse en la oración o en el ayuno para alejarlas de sí. Revivió una y otra vez el dolor del anciano, sintiéndolo en su carne, viéndolo, sufriéndolo, doliéndose como si fuera allí y entonces donde lo torturaran, a Karim… y a él. Poco a poco, su rostro congestionado y sus reprimidos aullidos de dolor en pugna por no conceder victoria o satisfacción alguna a sus verdugos, y su cuerpo cada día más dislocado, se le presentaron con una crudeza tal, que Hernando se encogía en la montura y allí, en la inmensidad de Andalucía, donde al amparo de la noche no podía huir a ningún sitio para alejarse de todos aquellos recuerdos, empezó a aprender a vivir con su dolor y a enfrentarse a él.

Hernando miró al cielo, a la luna que jugaba a definir los contornos y vio caer una estrella fugaz, y al cabo, otra… y otra más, como si los dos ancianos le contemplaran y le hablaran desde el paraíso.

Brahim también vio las mismas estrellas fugaces, pero su interpretación fue bien distinta de la de Hernando. Habían transcurrido siete años desde que había armado sus primeras fustas para el corso y después de cuatro temporadas capitaneando personalmente los ataques a la costa, y de varias ocasiones en las que las milicias urbanas estuvieron a punto de detenerle, decidió ceder su puesto en las barcas a Nasi, convertido en un joven fuerte y cruel como su amo, y limitarse a invertir su dinero, a llevar el negocio con mano de hierro y a recoger los cuantiosos beneficios que éste le proporcionaba.

Junto a Nasi se mudó a un palacete en la medina de Tetuán, donde vivía rodeado de lujo y de mujeres. Para cerrar una conveniente alianza volvió a casarse, esta vez con la hija de otro jeque de la ciudad que le dio dos hijas, pero se cuidó mucho, a la hora de concertar y contraer matrimonio, de advertir a la familia de la novia de que aquella mujer no era más que su segunda esposa; que la primera estaba retenida en España y que, un día u otro, volvería a él para ocupar el lugar que le correspondía.

Porque a medida que el antiguo arriero de las Alpujarras obtenía riquezas, prestigio y respeto, su humillante salida de Córdoba le corroía más y más; ahí estaba el muñón de su brazo derecho como un recuerdo perenne, sobre todo durante las calurosas noches del verano norteafricano en las que se despertaba, empapado en sudor, por las punzadas de dolor de aquella mano que le faltaba. Luego, el tiempo discurría hasta el amanecer en una duermevela. Cuanto mayor era su poder, mayor era su desesperación. ¿De qué le servían los esclavos si no lograba olvidar la esclavitud a que él mismo había sido condenado en Córdoba? ¿Para qué quería sus fabulosas riquezas si le robaron la mujer que deseaba por no poder gobernarla? Y en cada ocasión en que castigaba a alguno de sus hombres por ladrón y sentenciaba que le cortasen una mano, siempre se veía a sí mismo, en Sierra Morena, inmovilizado por un grupo de monfíes que le extendían el brazo para que el alfanje cercenara la misma mano que él ordenaba entonces cortar.

Las comodidades y la abundancia, amén de la falta de cualquier otro tipo de preocupaciones, llevaron a Brahim a obsesionarse con su pasado y no había cautivo cristiano o fugado morisco que no fuera interrogado sobre la situación en Córdoba, sobre un monfí de Sierra Morena al que llamaban el Manco; sobre Hernando, morisco de Juviles, que vivía en Córdoba y al que llamaban el nazareno, y sobre Aisha o Fátima. Sobre todo acerca de Fátima, cuyos almendrados ojos negros permanecían vivos en el recuerdo y en el cada vez más enfermizo deseo del arriero. El interés del rico corsario, que premiaba con suma generosidad cualquier noticia, corrió de boca en boca y pocos eran los hombres de sus fustas que no perseguían aquellas informaciones y que, de una forma u otra, se las proporcionaban al retornar de sus incursiones. Así llegó a enterarse de que el Sobahet había muerto y de que Ubaid había ocupado su puesto.

—¿Conocéis Córdoba?

Brahim lo preguntó directamente en aljamiado, interrumpiendo sin consideración los saludos de cortesía de los dos frailes capuchinos en misión redentora de esclavos. ¿Qué le importaban a él las formalidades?

Los frailes, tonsurados, ataviados con sus hábitos y sus cruces en el pecho, se sorprendieron y se consultaron con la mirada. Se hallaban en la magnífica sala de recepción del palacio de la medina de Brahim, en pie frente a su anfitrión, que los interrogaba recostado sobre multitud de cojines de seda, con el joven Nasi a su lado.

—Sí, excelencia —contestó fray Silvestre—. He estado varios años en el convento de Córdoba.

Brahim no pudo ocultar su satisfacción, sonrió e indicó a los monjes que tomaran asiento junto a él, palmeando nerviosamente los cojines que se disponían a sus lados. Mientras el corsario ordenaba que llamasen a un esclavo para que los atendiese, fray Enrique cruzó una mirada de complicidad con su compañero: debían aprovechar la predisposición del gran corsario de Tetuán para obtener sus favores y un menor precio por las almas que habían ido a rescatar.

Junto a otras órdenes redentoras, los monjes capuchinos se ocupaban del rescate de los esclavos de Tetuán, mientras los carmelitas hacían lo propio con los de Argel. A tales fines, fray Silvestre y fray Enrique acababan de visitar la alcazaba Sidi al-Mandri, residencia del gobernador y etapa obligada en toda misión de rescate: primero, tras pagar impuestos al desembarcar entre los insultos y los escupitajos de la gente, había que liberar a los cautivos propiedad del gobernante del lugar; como era costumbre, el gobernador incumplió las condiciones pactadas en el difícil y complejo acuerdo por el que concedía permiso y salvaguarda a los monjes redentoristas, y exigió mayor precio y mayor número de esclavos de su propiedad para liberar. Por eso, encontrarse con un jeque bien dispuesto, que los invitaba a sentarse y les ofrecía comida y bebida que ya les estaba sirviendo todo un ejército de esclavos negros, constituía una circunstancia que debían aprovechar. Tenían dinero, bastante dinero fruto de las entregas directas de los familiares de los cautivos, de las limosnas que constantemente se demandaban en todos los reinos, y sobre todo de las mandas y legados que los piadosos cristianos efectuaban en sus testamentos. ¡Cerca de un setenta por ciento de los testamentos de los españoles instituían mandas para el rescate de almas! Sin embargo, todo el dinero del mundo era insuficiente para liberar a los miles de cristianos que se amontonaban bajo tierra en los silos de Tetuán, porque la ciudad se hallaba construida sobre terreno calcáreo y, junto a la alcazaba, existían unas inmensas galerías subterráneas naturales que cruzaban toda la ciudad y en las que se encerraban a miles de cristianos cautivos.

Los frailes acababan de estar en aquellas mazmorras y casi habían llegado a perder el sentido debido al hedor y al ambiente malsano. Miles de hombres se hacinaban en los subterráneos, mugrientos, desnudos y enfermos. No había luz natural ni aire; la única ventilación provenía de unas troneras enrejadas que daban directamente a las calles de la ciudad. Allí, los cristianos esperaban su rescate o su muerte, aherrojados mediante cadenas o argollas, o con los pies introducidos entre largas barras de hierro que les impedían moverse.

—Contadme, contadme —los exhortó Brahim, despertándolos del recuerdo de las salvajes condiciones en que se mantenían cautivos a sus compatriotas.

Fray Silvestre sabía de Hernando, el morisco empleado por don Diego en las caballerizas reales y que los domingos se paseaba por Córdoba en un magnífico caballo alazán con dos niños a horcajadas en la montura. Le habían comentado que prestaba servicios al cabildo catedralicio, aunque ignoraba cualquier circunstancia acerca de su familia. Y sí, por supuesto, sabía del sanguinario monfí a quien todos llamaban el Manco —el religioso tuvo que hacer un esfuerzo por desviar la mirada del muñón de Brahim—, que tras la muerte del Sobahet se había convertido en un reyezuelo en las entrañas de Sierra Morena. Ninguno de los dos osó preguntar a qué venía el interés del corsario por aquellos personajes, y entre tragos de limonada, dátiles y dulces, hablaron de Córdoba antes de tratar sobre el rescate de los esclavos que habían venido a liberar y cuya negociación, para desespero de los religiosos, Brahim dejó en manos de Nasi.

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