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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

La monja que perdió la cabeza (3 page)

BOOK: La monja que perdió la cabeza
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De algún lugar de aquel maremágnum, el viejo sacó una silla y se la ofreció a Biosca. A mí me indicó un montón de periódicos que tenía aproximadamente la altura de un asiento.

—Si no le importa sentarse aquí…

Me importaba. Opté por quedarme de pie. Tenía la sensación de que, si me sentaba, se me iban a pegar las malas noticias y perdería el equilibrio y caería catastróficamente en una situación muy poco digna. Mejor de pie, como si tuviera almorranas.

—No, gracias. Estoy bien así.

El viejo se sentó en la butaca y cruzó los dedos como para rezar una oración.

—¿Qué les parece el hotel? No está mal, ¿eh? Me gusta sentirme propietario de todo esto. Cuando tuve mi primer infarto, antes de que muriera Laieta, mi hija insistía en que fuera a una residencia. «Que mamá no te puede cuidar, que te salvaste de milagro.» ¿Una residencia? Digo: «¿Estás loca?» Digo: «Lo que yo tengo que hacer es comprarme un hotel, convertirlo en burdel e instalarme a vivir ahí.» No se lo dije a mi hija porque es monja, pero pensaba hacerlo, lo tenía clarísimo. Incluso le había echado el ojo a este hotel de Picaterol. Y cuando murió Laieta, no lo pensé dos veces. Vine a ver al dueño y le convencí. «Yo haré una buena inversión, todo lo que tengo. Pero con una condición: que me lo llenes de chicas guapas.» Ahora esto se ha convertido en una fábrica de hacer dinero. Tenemos siempre todas las habitaciones ocupadas: las pagan las chicas. Setenta euros al día. Éste es nuestro beneficio. Eso y las copas del bar, que se llena cada noche. Las chicas cobran setenta euros por polvo. Con el primer polvo se pagan la habitación y todos los polvos que se echen luego son para ellas. No se pueden quejar. No tienen chulos, ni dependen de bandas, ni les retiramos el pasaporte ni nada. Pueden irse cuando quieran porque tenemos cola de candidatas, y todas están más buenas que el pan. Pudiendo pagarme una habitación en este hotel, donde puedo ver chicas guapas cada día y permitirme alguna que otra alegría, ¿qué demonios iba a hacer en una residencia, rodeado de viejos chochos? Mejor aquí, rodeado de chochos jóvenes, ja, ja, ja. De vez en cuando alguna chavalita viene a hacerme una mamada. Nada. No pasa nada. Pero yo lo intento, yo me dejo, por si acaso. No se me levanta. Tengo ochenta, ¿eh? Y los llevo mal. Porque Guillermo, un amigo mío, también tiene ochenta y a él se le empina, vaya si se le empina. Y cuando viene a verme todavía tiene alguna corrida gloriosa. Yo no. Puta miseria. Les digo a las chicas que ellas no tienen la culpa. Pero ¿qué les parece a ustedes? ¿Creen que en una residencia de ancianos disfrutaría de una mamadita de vez en cuando aunque sea un fracaso? No. Lo que más me gustaría sería morir en el acto. Quiero decir haciendo el acto. Quiero decir follando, vaya. Mi gran ilusión. De vez en cuando se lo digo a las chicas, y les da repelús, dicen: «Qué horror», «¡Dios me libre!», o no sé qué dicen, que son todas extranjeras. Pero, de todas formas, me parece que este tren ya se me ha escapado. El médico me dice que si tomo Viagra, me matará la Viagra, pero no la erección, ni mucho menos un orgasmo. Puta mierda. No se puede ser tan viejo. Ahora, de vez en cuando, me visto bien, bajo al bar o la discoteca y miro a las chicas. ¿Creen que viviría mejor en una residencia? Estaré aquí hasta que me muera. El mismo médico que vigila que las chicas estén limpias se ocupa también de medicarme a mí. Perfecto; así hasta que me muera. Bueno, ¿qué me dicen?

Biosca y yo necesitamos medio minuto de silencio para digerir el monólogo y reaccionar.

—Antes que nada —empezó Biosca, untuoso—, debería decirnos qué quiere de nosotros.

—Que encuentren a mi hija.

—Empiece por contarnos qué pasó. En qué circunstancias desapareció.

—¿En qué circunstancias? Eso se lo dirán mejor en el convento. Yo no estaba. Dicen que se puso enferma, bueno, que se rompió una pierna o algo así, pero eso es mejor que se lo cuenten allí, porque a mí no me gusta decir majaderías. Dicen que se rompió una pierna, pobrecilla, o las dos, no lo sé. De una caída. Se le iba la cabeza, a la pobre. Yo creo que le hicieron un lavado de cerebro. Vete tú a saber lo que les hacen en los conventos.

—¿Cuándo se rompió las piernas? —lo interrumpió Biosca.

—El sábado pasado. La noche de la verbena de San Juan.

—O sea, hace cuatro días.

—Sí.

—Y ¿qué más pasó?

—Que llamaron a la ambulancia. Y la ambulancia fue a buscarla. Se la llevaron y ya no hemos tenido más noticias. —Hizo una pausa mientras nos contemplaba con aquellos ojos fríos, teñidos de indiferencia—. Después, llegó otra ambulancia. La de verdad.

—¿La de verdad?

—Sí. Dice: «¿Dónde está la monja accidentada?» Dice: «No está, ya se la han llevado.» Dice: «¿Quién se la ha llevado?» Dice: «Una ambulancia.» Dice: «Pero si la ambulancia somos nosotros.» Dice: «Otra ambulancia.» Bueno, de momento no parece nada grave. Una confusión, no sé. El caso es que, cuando ven que Eulalia, mi hija Eulalia, no aparece, y no está en ningún centro hospitalario ni en ninguna clínica, las monjas que dicen: «Hostia, a ver si la han raptado.» Y yo creo que sí la han raptado. —Y, sin más pausa—: Fueron unos negros. Unos africanos. Que esto me lo dijo después la madre superiora, o como se llame, y la policía también. Que unos negros de Ruanda la habían ido a buscar unos días antes. Y yo digo: «¡Hostia, como a mí! ¡A mí también vinieron a verme!»

—¿Unos negros de Ruanda?

—Sí. Un hombre y una mujer. Vestidos a la europea, pero de Ruanda. Mire: mi hija fue misionera y lo fue hasta el año 95, cuando se pasó a monja de clausura. Estaba en Ruanda, cerca del lago Kivi, allá con los negros. Cinco años estuvo allí, desde 1990. En la peor época, con aquella guerra que tenían. O que todavía tienen, no lo sé. Y no sé qué pasó. Yo diría que la violaron, o la torturaron, o vete a saber qué, que la pobre chica volvió tarumba. Ella me dijo que no, que no le habían hecho nada, pero yo no me lo creo. El caso es que perdió la cabeza. «Quiero volver a Ruanda, que tengo que volver a Ruanda.» Y el obispo le dijo: «Tú, a clausura, con la boquita cerrada.» La dieron de baja de las Misioneras de la Divina Palabra o como se llamen, y la convirtieron en monja de clausura.

—¿De qué orden? —intervine—. ¿En qué convento está?

—En el de las Hermanas de la Fe, en el centro de Barcelona, en la calle Provenza; aquí tengo la dirección. —Buscó un papel cuadriculado, una página mal arrancada de una libreta de espiral donde había escrito la dirección con lápiz. Y aquí tiene el teléfono, y el nombre de la madre superiora, sor Juana. Se encerró allí y no volvió a salir hasta que se la llevó la ambulancia. Y no ha vuelto.

—Cuénteme lo de la visita de los ruandeses.

—¿A mí, o al convento?

—A los dos sitios. ¿A dónde fueron primero?

—Aquí, primero vinieron aquí. Me avisaron de abajo: «Señor Gracián, que hay unos negros que preguntan por usted.» Digo: «Que pasen». Digo: «Ya bajo.» Porque antes de que me sucediera esto, yo siempre recibía las visitas abajo, ¿saben? Porque me gusta que me vean con las putas, que todas son amigas mías, y me llaman «abuelo», o no sé qué me llaman porque todas son extranjeras. Bajo y me los encuentro. Un hombre y una mujer. Negros como el carbón. Él llevaba la voz cantante. Ella no decía esta boca es mía, pero me miraba mal, como si quisiera hervirme en el caldero. El hombre hablaba un castellano penoso, yo qué sé qué decía. Que si «unde ta s'hija», que «unde ta s'hija». —Imitaba la pronunciación esperpéntica deleitándose en el escarnio—. Conste que no se lo dije. Digo: «¿Ustedes son de Ruanda? ¿Ruandeses?» Dice: «Sí.» Digo: «Pues te jodes, no te cuento nada.»

—¿Le dieron alguna tarjeta? —pregunté.

—No, no, nada de tarjetas.

—¿Un nombre?

Se encogió de hombros.

—No sé qué nombre me dijeron. Un nombre estrafalario de negros. Digo: «¿Qué queréis de mi hija?» Me contaron que la habían conocido allí, en su país, y que la querían ver. Digo: «Yo no sé dónde está mi hija. ¿Te crees que yo puedo hablar con mi hija monja, yo que vivo en una casa de putas? Pero ¿no te percatas? ¿Qué te imaginas? ¿Que me viene a ver por Navidad? ¿O que voy a visitarla yo, al convento, acompañado de dos putas?» Les digo: «No, no, no sé dónde está Eulalia.» Y se largaron.

—Pero después fueron al convento.

—Ah, eso sí. Cómo lo encontraron, no lo sé. Pero sí que fueron.

—Y también preguntaron por Eulalia.

—Se ve que sí.

—Pero no hablaron con ella.

—No, no. Según las monjas, les dijeron que se abrieran.

—¿Cuándo fue eso?

—No lo sé. A primeros de este mes. A mediados, a lo mejor. Ah, y la ambulancia que se la llevó la conducía un negro. Que se lo diga la madre superiora. Un negro, me dijo. Son los que la buscaban. La buscaban y la encontraron. Y se la llevaron.

Ni una lágrima. Sólo una indiferencia abominable en sus ojos.

Biosca me miró, por si tenía alguna pregunta que hacer, pero el viejo continuó hablando:

—Y después vino la policía. Se lo conté todo exactamente igual. Me enseñaron fotos de ruandeses. Todos negros. Decían: «¿Es éste?» Yo: «No.» «¿Es éste?» «No.» «¿Es éste?» «No.» Y me sale el policía: «¡Oiga! ¡Que en Barcelona no hay tantos ruandeses!» Digo: «¡Y a mí qué me cuenta! ¡No es ninguno de éstos!»

—¿Qué piensa que puede haber ocurrido?

—No lo sé. Pero estoy seguro de que todo tiene relación con lo que pasó en Ruanda. Allí pasó algo y ahora han vuelto para… No lo sé.

—¿Quién puede contarnos qué sucedió en Ruanda?

—La madre superiora, supongo. O el obispo. O… Había una chica que estaba con ella, pero no recuerdo su nombre. ¿Puede que Victoria? Victoria Nosequé. Estaba en Ruanda con Eulalia, también era monja. Pero me parece que, después de aquello, colgó los hábitos.

—¿Victoria…?

—Sí. Victoria Nosequé.

Apunté en mi cuaderno «Victoria NSQ».

—¿Cree que le pedirán un rescate?

—Eso es lo que dice la policía, pero yo creo que no. No pedirán ningún rescate, me parece.

—¿Por qué?

—Yo creo que la han matado. Que querían matarla, para vengarse de lo que pasó en Ruanda. —Nos miró, primero a Biosca y después a mí, sin parpadear—. Es una venganza, ya sabe cómo las gastan esos salvajes. —Movía la boca como si saborease algo que había comido mucho antes o como si se le hubiera despegado la dentadura postiza.

—Necesitamos una fotografía de su hija.

Yo estaba muy interesado en aquel álbum viejo, de tapas de plástico descoloridas, manchadas y roídas en las puntas. Pero al viejo Gracián no le importaba mi interés. No estaba dispuesto a permitirnos que accediéramos a su colección de recuerdos.

Abrió el álbum, y yo estiré el cuello, y se detuvo entre dos páginas, donde había unas cuantas fotos despegadas. Una de ellas estaba rota por la mitad. Pude distinguir a un hombre negro vestido con traje gris perla, que tenía sujeta de la mano a una niña negra con un vestido rojo intenso, de película Kodachrome de la época. Gracián revolvía buscando una foto en concreto, y eso me permitió ver otra foto que representaba a una adolescente negra, muy guapa y con demasiado maquillaje para su edad, con un vestido blanco muy escotado. Miraba a la cámara con ojos muy grandes y brillantes.

Fue un visto y no visto. Gracián encontró lo que buscaba y cerró el álbum. Lo dejó en la mesilla, procurando que no cayera nada de lo que había sobre ella, y nos dio la foto.

—Ésta es Eulalia —nos dijo.

Una monja negra, de unos cuarenta años, con los ojos y la boca llenos de tristeza y cansancio. No me pareció una persona feliz ni optimista. No había hecho ningún esfuerzo por sonreír delante de la cámara. Enseguida experimenté una especie de sobresalto. Se parecía mucho a la chica del vestido blanco escotado que había visto fugazmente. Podría ser su madre… O ella misma, con veinte años menos.

Sólo tuve que levantar la vista para que Gracián dijera:

—Es adoptada, claro. —Movía la boca; jugaba con la dentadura postiza—. En Guinea. En los años sesenta, yo trabajaba para el Ministerio de Industria y me destinaron a Guinea. Los negros ya estaban reclamando la independencia y las compañías petrolíferas norteamericanas empezaban a interesarse por el golfo de Guinea, de modo que me destinaron, en representación del Estado español, a una delegación de las compañías Gulf y Mobil, que juntamente con Minas de Río Tinto habían obtenido concesiones para explorar una gran extensión de la costa septentrional de lo que después se llamó Fernando Poo. Pueden imaginar de qué iba la cosa. Maldita la gracia que les hacía que Guinea se convirtiera en república independiente justo en el momento en que aparecía la posibilidad de encontrar petróleo. El caso es que mi mujer, la pobre Laieta, que en gloria esté, quería tener un niño, y no podíamos. Allí, ya se sabe, la miseria, apareció la oportunidad de adoptar una niña, y la adoptamos.

No quería hablar mucho del tema. Como si la niña fuera un capricho de su mujer que él hubiera asumido con resignación. Hizo una mueca como de asco y acabó diciendo:

—Encuéntrenla. —«Y no se hable más.»

—¿Tiene más familia? —pregunté.

—No. Laieta y yo éramos hijos únicos. De la familia de ella, yo no quiero saber nada. Ideología política, no sé si me comprende. Y mis tíos se quedaron en Madrid. No. Sólo me queda mi amigo Guillermo, que de vez en cuando viene a verme a mí, y también a las chicas. El cabrón al que todavía se le empina.

—¿Cómo se apellida?

—Guillermo de Cádiz. Era militar en Guinea, cuando yo estaba allí. Capitán de la Legión. Un hombre de una pieza. Cuando viene por aquí, folla como un hombre. Suele pedirles a las chicas que se lo hagan gratis y ellas por complacerle, le hacen el favor… Es un hijo de puta asqueroso. —Me sorprendió su capacidad de ternura al decir aquellas palabras.

Biosca sacó unos impresos de su cartera de cuero negra y formalizó el contrato. El viejo Armando Gracián tenía que adelantarnos mil doscientos euros en concepto de provisión de fondos y blablablá. Gracián tenía un talonario roñoso en el cajón de la mesilla. Yo me moría de ganas de hojear el álbum de fotos. Quería volver a ver a la chica del vestido blanco escotado.

—¿Puedo?

—No —respondió en seco.

El viejo Gracián dejó negligentemente su copia del contrato sobre la taza vacía y sucia y las migajas de magdalenas que había encima de la mesilla de noche.

—El señor Esquius es quien lleva el tema —dijo Biosca—. Un genio. Infalible. Déjele una tarjeta, Esquius, por si acaso quiere ponerse en contacto con usted.

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