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Authors: Lian Hearn

Tags: #Avéntura, Fantastico

La Red del Cielo es Amplia (37 page)

BOOK: La Red del Cielo es Amplia
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Akane acudía al puente de piedra al menos una vez por semana para llevar ofrendas a su padre, y también para escuchar su voz en el agua gélida mientras la marea empujaba la corriente a través de las arcadas. Una tarde desapacible, mientras la luz se desvanecía a toda velocidad, se bajó del palanquín y caminó hasta el centro del puente; su criada la seguía con un paraguas, pues caían algunos copos de nieve.

La marea impedía que se congelara la superficie del río, pero las orillas estaban cubiertas de hielo y los juncos se veían rígidos a causa de la escarcha y la nieve endurecida. Alguien había colocado naranjas frente a la roca, y también se habían congelado, incrustadas en la nieve solidificada; bajo los últimos restos de luz, diminutas partículas de hielo titilaban sobre el brillante color de las frutas.

Akane cogió la garrafa de vino que le ofrecía la criada y escanció un poco en un tazón; dejó caer varias gotas sobre el suelo y se bebió el resto. El viento que se levantaba desde el agua provocó que los ojos se le cuajaran de lágrimas, y durante unos instantes lloró por su padre y por ella misma, ambos prisioneros.

Era consciente del aspecto que debía de ofrecer —el paraguas rojo, el cuerpo encorvado por el sufrimiento—, y deseó que Shigeru la estuviera observando sin que ella se percatara.

Al batir las palmas y hacer una reverencia al espíritu de su padre, cayó en la cuenta de que, en efecto, alguien la observaba desde el otro extremo del puente. Había por las calles pocos caminantes y todos se apresuraban hacia sus hogares antes de que cayera la noche, con la cabeza agachada para protegerse de la nieve, que ahora caía con mayor intensidad. Alguno de ellos dirigió la vista a Akane y emitió un saludo respetuoso, pero ninguno se detuvo, con la excepción de ese hombre.

Mientras regresaba al palanquín, el desconocido cruzó la calle y caminó junto a ella los últimos pasos. Akane se paró y le miró cara a cara; desconocía su nombre, pero le identificó como uno de los lacayos de Masahiro. Notó de pronto el golpeteo del pulso en la garganta y en las sienes, al tiempo que el corazón pareció dejarle de latir.

—Señora Akane —dijo el hombre—. El señor Masahiro te envía saludos.

—No tengo nada que decirle —respondió ella con precipitación.

—Tiene un encargo para ti. Me ha ordenado que te entregue esto —anunció mientras extraía de su manga un paquete de pequeño tamaño, envuelto en un tejido de tonos púrpura y marfil.

Akane vaciló unos instantes, luego agarró el paquete con brusquedad y se lo entregó a la criada. El hombre hizo una reverencia y se alejó caminando.

—Regresemos a casa, deprisa —ordenó Akane—. Hace un frío espantoso.

En efecto, el frío le calaba hasta los huesos. Para cuando llegaron a la vivienda era noche cerrada. El viento susurraba entre los pinos y desde el mar llegaba el monótono lamento de las olas. De repente, Akane se sintió hastiada del invierno, harta de la nieve y el frío interminables. Paseó la mirada fugazmente por el jardín descolorido. ¿No debería el ciruelo, al menos, estar en flor? Pero las ramas aún se veían oscuras; los únicos toques blancos se debían a la nieve y la escarcha. Se apresuró hacia la casa y llamó a las criadas para que le llevaran braseros y más lámparas. Sentía necesidad de luz y de calor; anhelaba el sol, el color y las flores.

Cuando el frío hubo remitido un poco, pidió a la criada que le trajera el paquete de Masahiro. Desató el nudo y apartó el envoltorio de seda. En el interior había un abanico. Akane había visto algunos parecidos en el establecimiento de Haruna. Estaba exquisitamente pintado; por una de las caras, una mujer ataviada con una túnica de primavera contemplaba unas flores de glicina; por la otra, la túnica estaba abierta y la escena resultaba menos delicada.

Akane no se escandalizó. La pintura estaba ejecutada con gran belleza y resultaba de un erotismo muy atractivo. En cualquier otro momento, Akane se habría sentido encantada con semejante obsequio. El artista era famoso y muy admirado; sus abanicos se coleccionaban con avidez y eran extremadamente costosos. No se trataba de un objeto que Akane deseara recibir de un hombre como Masahiro, pero no quiso devolverlo o deshacerse de él, de modo que pidió a la criada que lo llevara al cuarto de almacenaje. No podía evitar el pensamiento de que quizá necesitara semejantes tesoros algún día, cuando Shigeru se cansara de ella, o en caso de que él muriera...

A continuación, tomó la carta que acompañaba al regalo.

Masahiro había escrito frases en apariencia inofensivas: se interesaba por la salud de Akane, formulaba su deseo de recibir noticias suyas, comentaba sobre las duras condiciones del tiempo y lo mucho que se preocupaba por sus hijos ahora que acechaban tantas enfermedades; por último, expresaba de manera afectuosa su esperanza de que ambos pudieran tener el placer de reunirse a corto plazo y enviaba sus más humildes y sentidos recuerdos para su sobrino. Akane ordenó a la criada que sacara el brasero de carbón al jardín, se cubrió con un manto de piel forrado de seda y entonces hizo la carta pedazos y los fue arrojando uno a uno a las llamas. El jardín parecía estar sumido en la tristeza y habitado por fantasmas; el aguanieve se desplomaba sobre el humo. Akane se sintió como si su amante muerto y su propia hechicería la hubieran embrujado. Los amuletos con los que había sellado el útero de Moe se encontraban a pocos pasos de ella, enterrados bajo el terreno congelado. Hayato también yacía en la gélida tierra, junto con los hijos que podrían haber concebido juntos.

Aunque la carta había sido reducida a cenizas que no podían distinguirse de la nevisca, Akane notaba que las frases veladamente hipócritas le amordazaban el corazón.

¿Qué quería en realidad el señor Masahiro? ¿Buscaban seriamente él y su hermano usurpar la posición del sobrino de ambos? ¿O acaso las acciones del tío de Shigeru eran simplemente las de un hombre malvado y curioso que, despojado de poder, se divertía con aquellos pasatiempos despreciables? Akane descifraba el mensaje de Masahiro sin dificultad. Las referencias a "noticias" e "hijos" eran claras como el día. Ojalá Akane no hubiera conocido a los muchachos, ojalá no hubiera visto sus rostros, de ojos claros y suave piel juvenil, tan exigentes como los del fantasma de Hayato. Akane había acogido a los muchachos en su corazón; ya no era capaz de sacrificarlos.

Se preguntó si debería hablarle a Shigeru sobre las exigencias de su tío, pero temía demasiado que aquél perdiera la buena opinión que tenía sobre ella, e incluso la posibilidad de perderle por completo. Si llegara a sospechar que Akane le espiaba o le comprometía de alguna manera, jamás volvería a verle, y ahora que el amor de Shigeru y su necesidad de Akane estaban disminuyendo... Ella quedaría en evidencia delante de toda la ciudad; jamás se recuperaría. "Debo continuar utilizándolos a los dos —pensó—. No será muy difícil; al fin y al cabo, no son más que hombres".

Cuando regresó al interior de la casa estaba tiritando, y tardó mucho tiempo en entrar en calor.

A lo largo del invierno fue ofreciendo a Masahiro retazos de información que, en opinión de la propia Akane, podían mantenerle interesado. En parte, se los inventaba; otros se basaban vagamente en lo que recopilaba de Shigeru. Estaba convencida de que nada de lo que desvelaba era de vital importancia.

28

Muto Shizuka pasó el invierno en la ciudad sureña de Kumamoto junto a Arai Daiichi, hijo mayor del señor del clan. Podría haber conseguido que se la reconociera abiertamente como la amante de Arai, pues se decía que éste se hallaba enamorado hasta tal punto que nunca lo negaría; pero bajo su apariencia jovial y sociable era una mujer reservada por naturaleza, así como por educación y entrenamiento, y prefería mantener oculta la relación entre ambos. Su padre había muerto cuando Shizuka tenía doce años de edad y su madre vivía con parientes en Kumamoto, unos comerciantes apellidados Kikuta a quienes los Arai conocían principalmente como prestamistas. El padre de Shizuka había sido el hijo primogénito de los Muto, familia de Yamagata con cuyos miembros la joven mantenía una estrecha relación. Les escribía casi todas las semanas y a menudo les enviaba obsequios. Solía narrarle a Arai historias acerca de sus parientes, adornándolas con una nota de afecto y de humor. Entretenía a su amante con las insignificantes contiendas y anécdotas familiares hasta que él llegó a tener la impresión de que los conocía tan bien como si viviera entre ellos. Pero Arai ignoraba que los Kikuta y los Muto eran las dos familias más importantes de la Tribu.

Como ocurría con la mayor parte de los guerreros, Arai sabía muy poco acerca de las otras castas que conformaban la sociedad de los Tres Países. Los granjeros y campesinos labraban la tierra y suministraban arroz y otros alimentos básicos a las familias de los guerreros; por lo general, resultaba fácil manejarlos, pues carecían de dotes para la lucha y su valentía era muy limitada. De vez en cuando, la hambruna llegaba a desesperarlos lo suficiente como para organizar disturbios, pero también los debilitaba, y los desórdenes solían reprimirse sin dificultad. Los mercaderes eran aún más despreciables que los campesinos, ya que vivían y engordaban a costa del trabajo de otros. Pero con el paso de las estaciones iban resultando más indispensables, pues elaboraban productos alimenticios —vino, aceite y pasta de soja—, así como numerosos objetos de lujo que aumentaban los placeres de la vida —ropas exquisitas, cajas y bandejas lacadas, abanicos y cuencos—, e importaban artículos costosos y exóticos del continente o de islas remotas de los mares del sur: especias, hierbas medicinales, pan de oro e hilo de oro, tintes, perfumes e incienso.

Arai era un hombre amante de la sensualidad, con un prodigioso apetito por todo cuanto la vida pudiera ofrecerle y el buen gusto suficiente para exigir lo mejor. Tenía noticias de la Tribu, había oído hablar de sus miembros; pero pensaba que formaban una especie de gremio o cofradía, nada más. Shizuka nunca le confesó que ella había nacido en el seno de la organización, que estaba emparentada con los respectivos maestros de los Kikuta y los Muto, que había heredado muchos de sus poderes extraordinarios y que la habían enviado a Kumamoto en calidad de espía.

En aquella época los miembros de ambas familias estaban empleados por Iida Sadamu como espías y asesinos. A través de ellos, Iida, decidido a acabar con los Otori, sus legendarios enemigos, y en particular con el hombre a quien más odiaba de la totalidad de los Tres Países, Otori Shigeru, mantenía una estrecha vigilancia sobre los movimientos e intenciones de los Seishuu, en el Oeste.

A comienzos de la primavera, Shizuka solicitó el permiso de su señor para visitar a sus parientes en Yamagata. Los habría visitado sin el permiso de Arai, pero le agradaba suplicar a su amante y luego demostrar su gratitud por la generosidad de éste. Los Muto le habían pedido que acudiera a verlos, pues la joven tenía muchas noticias de las que informar al hermano menor de su padre, Muto Kenji, quien heredaría del abuelo de Shizuka el liderazgo de la familia; además, ella misma tenía que discutir con su tío un asunto personal, que la llenaba de alegría y preocupación al mismo tiempo.

Siguió la misma ruta que había tomado con Arai cuando viajaron a Kibi para reunirse con Shigeru, pero ya se había dispuesto que regresaría por la carretera que discurría más hacia el este y atravesaba Hofu y Noguchi. Desconocía cuál sería el propósito de la misión, si bien sospechaba que se trataba de alguna comunicación secreta entre Iida y la familia Noguchi, tan secreta que requería los mensajeros más cualificados.

Una vez en Yamagata se dirigió directamente a la casa de los Muto, donde fue recibida con afecto. Apenas tuvo tiempo de quitarse el polvo de los pies antes de que Seiko, la esposa de su tío, dijera:

—Kenji quiere hablar contigo lo antes posible. Le diré que has llegado.

Shizuka siguió a su tía hasta el interior de la vivienda, a través de la tienda donde una risueña mujer de avanzada edad introducía pasta de soja en recipientes de madera y un hombre delgado se afanaba con un ábaco y anotaba cuentas en un pergamino. El olor de la soja fermentada invadía la casa entera; Shizuka contempló las vasijas situadas en los cobertizos del patio posterior, sobre las que se colocaban piedras para extraer la sustancia de las judías.

—¿Podría tomar un poco de arroz? —preguntó Shizuka—. Siento náuseas por el viaje; si como algo, se pasarán.

Seiko le lanzó una mirada cortante y arqueó las cejas.

—¿Acaso hay novedad?

Shizuka trató de esbozar una sonrisa.

—Primero, tengo que hablar con mi tío.

—Sí, desde luego. Ven a sentarte; traeré comida y té. Kenji vendrá a verte dentro de un rato.

El tío de Shizuka tenía veintiséis años, sólo ocho más que ella. Como ocurría a casi todos en la familia Muto, su aspecto era corriente; su altura, media; su constitución, engañosamente menuda. Se las arreglaba para transmitir un aire apacible, casi erudito; podía conversar sobre arte y filosofía ininterrumpidamente, disfrutaba de las mujeres y el vino, aunque jamás se emborrachaba y, aparentemente, nunca se enamoraba, si bien corrían rumores de que había sido cautivado por una mujer zorro en su juventud, y por esa razón a veces le llamaban con el sobrenombre de El Zorro. Llevaba varios años casado con Seiko, quien también pertenecía a la familia Muto, y tenían sólo una hija de unos ocho años de edad llamada Yuki. El hecho de que Kenji no tuviera más hijos, legítimos o ilegítimos, se tomaba como una desgracia. Ciertamente no se debía a una falta de actividad por su parte; por el contrario, las ancianas de la Tribu se quejaban de que esparcía sus semillas con excesiva ligereza. Debería concentrarse en un único campo de cultivo y sembrarlo con exclusividad, pues Kenji había heredado en un grado extraordinario los poderes ancestrales de la Tribu, junto con la inclemencia y el cinismo, rasgos de carácter igualmente importantes. El hecho de que semejantes dotes no pasaran a generaciones futuras se consideraba desafortunado en extremo. Las esperanzas de la familia entera estaban puestas en Yuki, y todos la mimaban, en particular su padre, aunque su madre se mostraba menos indulgente. La niña empezaba ya a dar muestras de gran talento, pero era intransigente y obstinada. Temían que Yuki no viviera lo suficiente para tener hijos propios, pues por culpa de su temeridad e imprudencia tendría una muerte prematura. El talento de poco servía si no iba parejo al carácter y se controlaba por medio del entrenamiento.

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