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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

Los hijos del vidriero (2 page)

BOOK: Los hijos del vidriero
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Ahora bien, ella creía que todo aquello no era sino lo que tenía que ser, así que no le producía asombro. Si era capaz de adivinar el porvenir leyendo las rayas de las manos o mirando fijamente unos posos de café ¿por qué iba a sorprenderse viendo acontecimientos futuros en las alfombras que tejía? Así ocurría que, de repente, sabía cómo había de tejer el motivo en el que estaba trabajando y, de esta manera, una tarea ayudaba a la otra. Tejer y adivinar el porvenir se complementaban y, de forma misteriosa, resultaban como las dos caras de una misma cosa.

Pero ella jamás reveló el misterioso origen de donde procedía su conocimiento del destino de una persona o del dibujo de una alfombra; quizás ni siquiera ella misma lo sabía. Fuera cual fuera la verdad, todos los habitantes del pueblo se llevaban bien con Aleteo Brisalinda.

En verdad, justo es decir que no tejía ni adivinaba el porvenir sólo para ganar dinero. Tenía lo suficiente para vivir y lo demás le traía sin cuidado.

A pesar de que estaba siempre sentada ante el telar, nunca disponía más que de unas pocas alfombras completamente terminadas. Pero éstas eran realmente extraordinarias y muy hermosas. En las ferias de la comarca siempre se sentaba en su pequeño puesto y adivinaba el porvenir, con las alfombras expuestas a la vista.

Mucho podría decirse de los ojos de Aleteo, pues experimentaban continuos cambios e impresionaban mucho a la gente. La cualidad más increíble e inverosímil de sus ojos era su mansedumbre, pues eran como flores, y esta circunstancia decía a las claras que no había que tener miedo de mirarlos. En realidad, la mirada que fijaba en el mundo y su gente era azul como las flores de hierbabuena silvestre, esos frágiles capullitos que se encuentran entre la hierba por el mes de junio. Así eran los ojos de Aleteo Brisalinda.

Era, desde luego, una persona muy poco corriente…

En el campo, la gente suele tener en casa perros o gatos como animales de compañía. Aleteo Brisalinda tenía un cuervo. Su nombre era Talentoso. No se sabía cómo se había hecho con él, ni siquiera si lo había atrapado ella misma, pero siempre habían estado juntos y era un animalito verdaderamente notable.

Sabía hablar. Pero no se trataba de un parloteo lleno de tonterías, sino que contestaba directa y acertadamente; es decir, sabía lo que decía. A veces se negaba a hablar, pues era muy caprichoso. Otras hablaba en forma tan enigmática que la gente se quedaba en ayunas de lo que decía. Pero Brisalinda lo entendía todo.

A Talentoso le faltaba un ojo desde hacía mucho tiempo; corría el extraño rumor de que lo había perdido en el pozo de la sabiduría. A Aleteo eso le preocupaba, no porque Talentoso no pudiera valerse con un solo ojo, puesto que se las arreglaba muy bien, sino porque su carácter había cambiado. Y, desde luego, un cuervo debe tener dos ojos; sobre todo tratándose de un cuervo como Talentoso.

Porque cada uno de sus ojos poseía una visión de distinta clase.

Uno era el ojo diurno. Con él veía el sol y todo lo que éste alumbraba. Veía la luz y los colores cálidos y brillantes. Veía la alegría de vivir, las sonrisas y las carcajadas, los pensamientos alegres. Todo lo bueno. Aquel ojo era capaz también de ver el lejano futuro y lo que en él iba a suceder.

El otro ojo era el nocturno, el que lo veía todo a la luz de la luna. Veía los colores oscuros y fríos. Las nubes y la tristeza. Los pensamientos tristes y amargos. Lo feo y lo maligno. Y aquel ojo, además, veía el tiempo ya transcurrido. Podía enfocarlo hacia el lejano pasado.

Talentoso había perdido el ojo nocturno, el de la luna, el ojo primitivo. El ojo malo, como suele llamársele. Y esto, desde luego, había producido en él un cambio. Ahora sólo veía la vida de color de rosa. Sólo captaba lo alegre y lo bueno. Ya no veía la menor sombra. Ni siquiera la suya. Incluso pudiera ser que, como era tan negro, a veces ni siquiera pudiera verse a sí mismo. Todo esto le había hecho un poquitín despreocupado, cosa impropia en un cuervo, pero claro, no era culpa suya. Aleteo lo comprendía.

Y también pensaba que incluso la adversidad tiene una faceta afortunada, ya que por lo menos Talentoso no había perdido su ojo bueno. De haber sido así, ahora todo le parecería negro. Pero, por otra parte, Aleteo se preguntaba si Talentoso era ya un nombre apropiado para él.

Desde luego, es hermoso poder ver sólo el lado luminoso de la vida, pero los que realmente están en condiciones de decir la pura verdad son aquellos que también pueden ver el lado sombrío de las cosas.

Y a decir verdad, Aleteo opinaba que Talentoso resultaba ahora un tanto superficial.

3

SE acercaba ya la fecha de la feria de otoño de Blekeryd y los caminos se poblaban de gente. Muchos venían en carros desde muy lejos; otros iban a pie, empujando o tirando de sus pesadas carretas.

Llegaban los errantes gitanos, alegres, con sus rizos agitados por el viento y la mirada radiante; daba gusto verlos. En los caminos resonaba el eco de sus voces, que hablaban otros idiomas. Traían su música y su alegría, el destello de sus llamativas ropas y el centelleo de sus adornos.

Viéndolos pasar, la gente se entusiasmaba.

Sofía iba sentada en el pescante junto a Albert, llevando a Klas en su regazo. Klara iba entre los dos. Avanzaban lentamente, disfrutando del viaje.

La mañana era luminosa y suave. Los rayos de sol se filtraban por entre las copas de los pinos, pero calentaban poco ya que era otoño. Sobre el camino flotaban milanos que, de un modo misterioso, llenaban el aire de plata.

Albert y Sofía se miraban sonrientes y los niños reían.

Albert había alquilado en la plaza del mercado un puesto con techo de maderos. Como de costumbre, lo compartía con otro soplador de cristal. Allí colocó su mercancía. Era más bonita que la de su compañero, pero de poco le servía ya que el otro era mejor vendedor. Era un buen charlatán y estaba ya vendiendo.

Y sucedió lo de siempre: la gente se detenía un buen rato ante los artículos de cristal de Albert, pero compraba los de su vecino. Parecía como si el destino estuviera en contra suya y Albert casi llegó a perder el ánimo y la esperanza. Sofía, que toda la mañana había estado observando, se puso aún más pálida.

¿De qué servía esforzarse tanto, hacer el cristal más bonito, si nadie lo compraba?

¿Por qué no hacía Albert el cristal que le gustaba a la gente?

¿Cómo se las arreglarían para salir adelante?

Porque habían tenido que pedir prestado el carro y alquilar la tienda, lo cual les había costado bastante dinero. Y hasta el momento no había vendido ni una sola pieza de cristal. Ni siquiera se había interesado nadie en hacer algún intercambio. Así iba transcurriendo el día.

Ya era bien avanzada la tarde. No podían pasar allí la noche. Tenían que prepararse para regresar a casa sin haber vendido nada.

Los niños comenzaron a impacientarse. Klara, que había correteado por las calles del recinto de la feria jugando con otros niños, estaba ahora sentada con Klas en la parte de atrás del puesto. Cubiertos con una mantita, no tenían frío y en realidad no querían nada; pero la preocupación de sus padres les afectaba también a ellos. Con los ojos muy abiertos, estaban muy al tanto de todo lo que sucedía y parecían asustados.

Entonces, de repente, todo cambió.

Un hombre bajaba por la calle del mercado. Todo indicaba que era un noble: su ropa, su forma de andar, sus ademanes. Un viejo cochero le iba abriendo paso por entre la multitud. Caminaban despacio, no hablaban a nadie y no habían comprado nada.

Llegaron al puesto de Albert, el soplador de cristal. El cochero ya había pasado, pero el caballero se detuvo y le llamó. Con un bastón que llevaba, comenzó a señalar un artículo de cristal tras otro. Después, inclinando la cabeza, hizo un ademán y dio una breve orden al cochero, que inmediatamente se dirigió a Albert para comprarle cuanto su señor deseaba.

Entretanto, el caballero miraba interesado a Klas y a Klara. Era más bien joven, pero su rostro carecía de alegría. Contemplaba a los niños con atención pero no sonrió ni un solo instante.

El cochero pagó con un buen puñado de grandes y relucientes monedas y cuando Albert iba a darle el cambio, el caballero hizo con la mano un ademán como de excusa y se marcharon. Aquel noble señor, sin saberlo, había hecho una buena acción. Pero ni siquiera había dirigido la palabra a Albert.

Pero a Albert ¿qué le importaba eso? ¡Estaban salvados! En un momento habían vendido más de lo que nunca pudieran soñar.

Se miraron uno a otro. Albert se sentía mareado ante tal golpe de suerte.

¡Ahora había que divertirse!

Cerrarían el puesto para lo que restaba de la jornada y se irían a la posada. Dejarían a los niños acostados y volverían a la feria para participar del regocijo. ¡Al menos una vez podían hacerlo! Una ocasión así no se presentaba todos los días.

¿Hablaría Albert en serio? Sofía, perpleja, dudaba, y sus mejillas se pusieron rojas como amapolas.

—¿Crees que nos darían habitación en la posada? —preguntó.

—Ve ahora mismo y llévate a los niños —indicó Albert—. Dejaré aquí todo arreglado y en un momento iré para allá.

Era ya anochecido. En las tiendas y puestos habían encendido lámparas y la plaza estaba iluminada por grandes antorchas de llama vacilante.

Entre la muchedumbre que inundaba la calle del mercado estaban Albert y Sofía. En aquellos momentos estaban contentos y eran libres de hacer lo que quisieran. Albert dijo a Sofía:

—Te voy a hacer un regalo como recuerdo de esta feria.

—No, no —protestó Sofía, sonrojándose.

—Sí —replicó Albert.

Pero primero tenían que comprar algo para los niños, que dormían en la posada. Compraron caramelos, un par de zuecos para cada uno, un caballo de madera para Klas y una pequeña muñeca de trapo para Klara. La muñeca tenía blusa, falda y delantal, y un pañuelo cubría su cabeza.

¿Pero cuál iba a ser el regalo para Sofía? ¿Qué deseaba? Ahora mismo no lo sabía. ¿Un chal con rosas? No, el que tenía aún servía. Debía ser algo que no tuviera.

—¿Un frasquito de perfume, quizás? Eso es mejor —dijo Albert.

Sofía se echó a reír.

—No, eso es una tontería.

A Albert ya no se le ocurría nada.

En uno de los puestos, un hombrecillo ya viejo, un anciano en realidad, muy pequeño y lleno de arrugas, vendía joyas. Tenía poco que ofrecer y su caseta estaba algo apartada del camino.

Albert y Sofía habían pasado por allí varias veces, sin pararse. El anciano no tenía farol y el lugar era tan lúgubre que no se habían fijado en él.

Pero en aquel momento salió la luna, que iluminó con una luz clarísima al hombre y su puesto. Cuando Albert y Sofía pasaron por allí al cabo de un rato, le vieron. Les ofrecía una sortija.

—¿Quieres un anillo? —preguntó Albert dirigiéndose al puesto.

Sofía le alcanzó. Un anillo…

—Debe ser muy caro, Albert.

El anciano permanecía de pie, inmóvil. Era pequeñísimo, casi un enano; en realidad parecía un duende. En su cara, los ojos semejaban trozos de carbón, mientras que su erizado cabello y su barba aparecían blanquísimos, iluminados por la luz de la luna. No decía nada, sólo alargaba la sortija.

Sofía le echó una mirada, e inmediatamente sintió como si siempre hubiera deseado aquella misma sortija, sin haberlo sabido nunca. El deseo de poseerla se apoderó de ella y Albert se dio cuenta.

—Al menos podemos preguntar lo que cuesta —dijo.

Al oír esto, Sofía sintió un escalofrío, porque el anciano le causaba algo de temor. Pero fue hacia él tras Albert.

El anciano no contestó a la pregunta de Albert respecto al precio. Tomó la mano de Sofía y deslizó la sortija en su tembloroso dedo, al que se ajustó a la perfección.

En una maciza montura de plata, una piedra iridiscente de color verde oscuro brillaba de un modo fascinante. Sofía, sosteniendo con una mano la que tenía puesta la sortija, permanecía muy quieta. Albert le preguntó algo, pero ella parecía como si no pudiera decir nada. Seguía allí, a la luz de la luna, y su mirada se sentía cada vez más atraída hacia el abismo refulgente de la piedra, tal como si estuviera mirando un ojo. Tuvo la sensación de que le devolvía la mirada. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido.

De nuevo le preguntó Albert:

—¿Lo quieres?

Parecía feliz. Entretanto había concertado el precio de la sortija con el anciano. Estaba a su alcance.

—Muchas gracias, Albert —contestó Sofía como en un suspiro.

Así que se quedó con la sortija. Albert la pagó y se marcharon. No tenían ya nada más que hacer, pero continuaron paseando por el recinto de la feria, disfrutando de la noche.

Cuando volvieron a pasar por el lugar donde había estado el anciano, tanto éste como el puesto habían desaparecido. El bosque ocultaba ahora la luna y el sitio estaba oscuro como boca de lobo.

Sofía se estremeció, presa de un extraño temor. Rápidamente dio la vuelta y arrastró a Albert hacia la plaza en fiesta.

4

COMO de costumbre, Aleteo Brisalinda había acudido a la feria y había montado el puesto en el que adivinaba el porvenir. Había traído varias alfombras, unas de color claro y otras oscuras, que había colgado en la parte exterior del puesto.

En esta ocasión, su cuervo Talentoso estaba dentro de una jaula. Se trataba de una vieja jaula dorada que la anciana había colgado de un gancho en lo alto de la caseta. Cuando entraba gente y alguien tropezaba por casualidad con la jaula, ésta comenzaba a balancearse, lo que espabilaba a Talentoso que rompía a hablar, diciendo:

—Soy Talentoso, el cuervo negro, cuyas respuestas encierran más verdad que las preguntas de la gente.

Había quien se enfadaba al oír esto, pensando que era una jactancia del cuervo; otros creían que lo hacía por divertirse; pero la mayoría se sentían atemorizados.

A Aleteo Brisalinda le desagradaba tal conducta, que le parecía poco formal. En circunstancias normales, el cuervo no se habría comportado de aquella forma; tal actitud se debía en cierto modo al hecho de tener un solo ojo. Y Aleteo así se lo dijo; que no era tan sabio como él se creía, sino todo lo contrario: su forma de ver las cosas y a la gente era bastante superficial y absurda.

Pero el cuervo no estaba de acuerdo y respondió con calma:

—Los sabios rara vez son felices. Se debería ser moderadamente sabio.

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