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Authors: María Gripe

Tags: #Infantil y juvenil

Los hijos del vidriero (3 page)

BOOK: Los hijos del vidriero
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Aleteo Brisalinda suspiró, pues eran ciertas sus palabras; era lo que ella misma experimentaba a diario. Daba vueltas por la tiendecilla una y otra vez, mirando fijamente con preocupación el motivo de la alfombra que había acabado de terminar justo para llevar a la feria. Cada vez que la miraba se sentía desdichada y a la vez desconcertada. Sus pasos eran cansinos y cuando movía la cabeza, se agitaban con triste balanceo las flores y mariposas que adornaban su sombrero.

Talentoso volvió su ojo hacia ella:

—Habría que hacer algo más que tener miedo y lamentarse —dijo con reprobación.

—Sí, Talentoso, desde luego —tuvo que admitir Aleteo—. ¿Pero entonces cuál sería tu consejo?

—¿Así que has vuelto a ver en la alfombra alguna horrible desgracia? —preguntó el cuervo.

Ella asintió silenciosamente.

—Yo ya lo había visto, pero he mantenido cerrado el pico —dijo Talentoso con firmeza.

—¿Pero si ella viene y me pide que le adivine el porvenir?

—No tengo más que decir —dijo Talentoso prudentemente, guiñando el ojo.

La luz de la luna bañaba todo el recinto de la feria y el cielo estaba cuajado de estrellas. De vez en cuando se veía alguna estrella fugaz y la gente expresaba sus deseos, para que se convirtieran en realidad.

—Quisiera que nos hiciéramos ricos —fue la petición de Sofía.

Albert no deseaba nada para él, pues le parecía que aquel día ya habían recibido bastante.

—Lo deseo por el bien de los niños —añadió Sofía—. Quiero para ellos una vida mejor que la nuestra.

—Las cosas nos van bien —dijo Albert tranquilamente.

Pero Sofía no le escuchó. En el momento en que caía una estrella dijo:

—Habría que ver lo guapos que estarían Klara con un vestido de seda y Klas con un traje de raso —murmuró. Sus ojos brillaban soñando, a la luz de la luna.

Llegaron al puesto donde Aleteo Brisalinda adivinaba el porvenir y Albert se paró a mirar las alfombras expuestas. Estuvo un buen rato observándolas atentamente y vio que eran más bonitas y misteriosas que nunca. Y mientras estaba allí, experimentó una extraña melancolía que llenaba de angustia su corazón, como si le acometiera un presagio de desgracias.

No se veía a Aleteo Brisalinda por ninguna parte. El cuervo Talentoso estaba dentro de su jaula, inmóvil como un muerto. Albert se volvió hacia Sofía, pues deseaba saber si ella compartía su extraña sensación; sobre todo respecto a cierta alfombra, que le inundaba de melancolía y tristeza.

Pero Sofía no miraba las alfombras ni escuchaba a los músicos que en las esquinas tocaban la música para que la gente bailase.

Inició un breve paso de baile y sonrió.

—Albert —dijo—. Me parece que voy a pedir que me adivinen el porvenir.

—¿No quieres bailar? —preguntó Albert, que deseaba marcharse de allí.

—Después de que me hayan adivinado el porvenir.

Sofía, pues, entró en el puesto. Talentoso la vio, pero no hizo el menor ruido. Allí estaba Aleteo Brisalinda, sentada en un taburete de tres patas. El suelo estaba cubierto con una de sus magníficas alfombras. A Sofía no le gustaban, porque eran demasiado tristes y oscuras.

Aleteo tenía el sombrero puesto, oculto el rostro bajo el ala. La esclavina pendía lánguidamente de sus hombros. Tenía la mirada fija en el suelo y no alzó los ojos cuando Sofía entró.

—Quiero que me eches la buenaventura —dijo Sofía.

—Ya he terminado por hoy —contestó Aleteo secamente.

—¡Oh! —exclamó Sofía defraudada—. Con las ganas que tenía…

Los ojos color azul intenso de Aleteo Brisalinda recorrieron un momento el rostro un tanto tenso de Sofía y luego miraron hacia otro lado.

—Eso no tiene nada que ver —dijo Aleteo—. Y además, no sabes lo que pides.

Entonces Sofía se enfadó. Creía que Aleteo se comportaba de aquella forma sólo porque eran del mismo pueblo. Claro, a Aleteo le parecía que no tenía por qué esforzarse en complacer a la gente de su pueblo. Pero Sofía no se daba por vencida. Obstinadamente extendió su mano.

—¡Mírala, y ahora adivíname el porvenir! —le exigió Sofía. Al principio Aleteo trató de hacer como si no la hubiera visto, pero luego, de repente, miró con fijeza la sortija que llevaba Sofía. Finalmente cerró los ojos y movió la cabeza negativamente:

—¡No! —dijo—. ¡No y no, te repito!

Sofía dejó caer su mano. Se sentía triste y ofendida. Deseaba extender de nuevo su mano, pero no hallaba las palabras apropiadas para expresar su indignación. Aleteo, sin embargo, comprendió sus sentimientos. Una vez más clavó en ella aquellos esquivos ojos azules y susurró:

—Pobre, pobre hija —aquello fue lo único que dijo—. Pobre hija…

Entonces Sofía la miró y se dio cuenta de que se había equivocado; Aleteo parecía realmente muy cansada. Un poco avergonzada se volvió hacia la puerta. A sus espaldas oyó la voz de Aleteo, que decía con voz apacible:

—Llevas una sortija, Sofía. Si algún día te sobreviene una desgracia, hazme llegar esa sortija, y donde quiera que te encuentres yo te ayudaré. ¡No olvides mis palabras! ¡Mándame la sortija!

Sofía se quedó quieta mientras Aleteo Brisalinda hablaba. Estaba justo debajo de la jaula de Talentoso. El cuervo se había quedado dormido; tenía los párpados cerrados.

Después de aquello, Sofía no tenía ya ganas de bailar. Se lo contó todo a Albert.

—¡Quería mi sortija! ¿Te das cuenta? —exclamó indignada.

—No se trata de eso —dijo Albert. Lo extraño era que Aleteo no se había comportado como era habitual en ella—. Me parece que voy a decirle que me adivine a mí el porvenir, y luego ya veremos. Al fin y al cabo yo no llevo sortija alguna.

Entró en el puesto y estuvo allí un largo rato. Mientras tanto, Sofía se alejó un poco para oír la música. Volvió sobre sus pasos en el momento en que Albert salía de la caseta. Caminaba a zancadas, como si tuviera mucha prisa.

Entonces el cuervo Talentoso despertó y le gritó con voz ronca:

—¡Puedes creértelo o no! ¡A mí me da igual!

—¡Albert! ¿Qué sucede? —preguntó Sofía aterrorizada.

—¡Vamos! —gritó, tirando de ella. La llevaba casi en volandas.

—¿Te echó la buenaventura?

El no contestó.

—¡Albert!

Pero él la obligaba a ir cada vez más deprisa. Al fin, Sofía dejó de hacer más preguntas. Silenciosa y obediente, corría junto a él.

Cuando llegaron a la posada, abrió de golpe la puerta de la pequeña habitación que habían alquilado. Sin decir palabra, se dirigió precipitadamente hacia el sofá donde dormían los niños. Estaba completamente fuera de sí. Inclinándose hacia ellos, dijo en voz baja varias veces:

—Gracias a Dios, gracias a Dios…

Allí estaban, durmiendo tranquilamente. Sofía le miró llena de inquietud.

—¿Qué te ha pasado? ¿Creías que habían desaparecido los niños?

Pero Albert tardó en contestar a sus preguntas. Dijo que estaba cansado y que quería irse a la cama enseguida, añadiendo que era sólo algo que le había pasado por la cabeza. Debió de ser el cuervo; y la luz de la luna y aquellas alfombras.

Sofía le dio la razón:

—Desde luego. Esas alfombras, no sé por qué, resultan horribles.

Dejaron la muñeca junto a Klara y el caballo de madera cerca de Klas, y se marcharon a la cama. Pero Albert permaneció despierto un largo rato, inquieto y dando vueltas.

La habitación no tenía ventana, sino una tronera por donde penetraba la luz de la luna. Fría y azul, se abría paso despiadadamente en la oscuridad, hasta que Sofía se levantó y tapó la tronera con su falda.

A la pálida luz del amanecer, Albert se levantó y cargó todo en el carro. Salieron de Blekeryd antes de que el sol alumbrara el nuevo día.

5

EN Albert se produjo un gran cambio.

Se quedaba en casa mucho más tiempo que antes y nunca volvía al taller después de anochecer.

Era como si tuviera miedo de algo. Se le veía inquieto, echando el cerrojo a la puerta y cerrando bien la ventana. Al menor ruido fuera de lo corriente se ponía de pie de un salto para averiguar lo que era, y si los niños no estaban a la vista, el miedo hacía que casi perdiera los estribos.

Algunas veces, hacia media mañana, venía del taller sólo para ver si todo iba bien.

Si Sofía le preguntaba qué era lo que le preocupaba, salía con evasivas, alegando que siempre hay peligros desconocidos que amenazan a los niños; que nunca se les vigila lo suficiente y que nunca es bastante el cuidado que se tiene de ellos.

Sofía sabía que esta preocupación había surgido a partir de la feria de otoño. Pero ¿qué era lo que realmente había sucedido allí? Bueno, había ido a ver a Aleteo Brisalinda y le había adivinado el porvenir. ¿Le habría dicho la anciana algo que le infundía miedo? El insistía en que no le había dicho nada especial. Había divagado, como hacen siempre las viejas hechiceras. Ni siquiera recordaba exactamente lo que le había dicho. Además, él no era de esa clase de personas que se preocupan por lo que puedan decir unas viejas adivinas.

Eso era lo que Albert decía. Pero entonces ¿por qué se comportaba de un modo tan extraño? Sofía no encontraba explicación a tantos interrogantes y al final se cansó de hacer preguntas.

Se hubiera contagiado o no de la preocupación de Albert, tampoco ella estaba contenta, ni mucho menos, a pesar del regalo de una sortija tan bonita. ¿Cómo podía ser tan desagradecida? A veces pensaba que hubiera sido mejor no aceptarlo. Era un regalo tan poco apropiado para ella… Con el dinero que había costado podían haber comprado algo más práctico.

Siempre que se ponía la sortija, le invadía la inquietud. Además, ella no estaba acostumbrada a cosas tan finas; demasiado lujo para gente tan pobre. El pensamiento de que en su lugar los niños hubieran podido tener alguna ropa de abrigo para el invierno pesaba mucho en su conciencia.

Estaba segura de que eso era lo que le producía desasosiego y preocupación. Un día ya no pudo aguantar más. Se quitó la sortija del dedo y la escondió, para no volver a ponérsela. Entonces todo fue mejor. Y Albert ni siquiera se dio cuenta.

Ahora Sofía volvía a ir, como de costumbre, de granja en granja agramando el lino ya recolectado. Afortunadamente había encontrado ese trabajo en que ocuparse, pues Albert no pudo hacer mucho cristal aquel otoño. Apenas tenían nada ahorrado para ir tirando.

Aquel fue un largo invierno, gris y muy frío, pero finalmente llegó la primavera y pareció como si de repente todo se hubiera calmado.

Cuando en la naturaleza todo se hizo más luminoso y brillante, Albert recobró su habitual buen humor. Ni siquiera él podía sustraerse al encanto de la primavera. En el taller avanzaba mucho más aprisa con el cristal, pues la verdad es que el trabajo se había retrasado durante el invierno y ahora tenía que hacer mucho cristal para venderlo en la feria de primavera.

Esta vez quería ir él solo a la feria y se mantuvo firme en su decisión. Los niños eran demasiado pequeños para llevarlos y la última vez les habían causado mucha preocupación.

Sofía sufrió una decepción, pero no hubo nada que hacer. Se resignó a quedarse en casa.

Albert concertó el viaje con un granjero que hacía zuecos y otros artículos de madera. La carga del granjero dejaba espacio suficiente para los objetos de cristal que llevaba Albert esta vez.

Pernoctaría en Blekeryd y regresaría a la mañana siguiente con el granjero. Tenían la intención de llegar temprano.

Pero a Sofía, esperando en casa, el día se le hizo interminable. No llegaron cuando habían prometido y Sofía fue corriendo lo menos cien veces hasta el cruce del camino para ver si aparecían.

Al fin, enfadada e intranquila, olvidó echar un vistazo a los niños, aun cuando eso fue lo último que le prometió a Albert.

No es que Klas y Klara necesitaran nada. Klas andaba ya desde el invierno y para entonces sus pies habían adquirido firmeza. Klara estaba muy crecida para su edad.

Klara tomó a Klas de la mano y se fueron por la senda para ver a su madre que bajaba corriendo hasta la carretera. Sofía les había dicho que no se movieran de casa pero ¿por qué tenían que quedarse allí dentro? ¡Estaba todo tan hermoso fuera!… Lucía el sol y todos los pájaros cantaban. La hierba ya estaba verde. Y allá lejos veían cómo iba su madre camino abajo. La siguieron con la vista hasta que desapareció en un recodo.

Entonces se encontraron con dos niñas que les explicaron cómo podían ganarse aquel día un buen puñado de dinero de los transeúntes que regresaban de la feria. Lo único que tenían que hacer era ir al bosque, coger flores silvestres y esperar al borde de la carretera el paso de los coches y los carros. Bastaba con que ofrecieran las flores, y la gente se pararía a comprarlas, pues aquel día todos traían dinero fresco.

¡Qué buena idea! Sus padres tenían siempre tan poco dinero… Pero ¿dónde se podían encontrar flores?

Aquellas niñas lo sabían y se lo mostrarían. El bosque estaba lleno de flores. Allí las había de todas clases.

—¿Hay anémonas blancas y azules?

—¡Ya lo creo, montones de ellas!

Las niñas empezaron a andar. Klas y Klara iban tras ellas. Resultó tal como habían dicho. El bosque rebosaba por todas partes de anémonas blancas y azules. Con ellas hicieron grandes ramos.

No tuvieron que adentrarse mucho en el bosque. No había miedo a perderse, como siempre temían sus padres. Las niñas sabían muy bien el camino.

Después tomaron un atajo por el bosque para llegar a la carretera. ¡Y aquello sí que era algo digno de verse! Muchos niños bordeaban ya la carretera y agitaban sus ramilletes para ofrecerlos a los viajeros que pasaban.

A los granjeros, felices de volver a casa con sus ganancias, no les importaba gastar y eran generosos. A veces compraban varios ramilletes, pero quizá Klas y Klara eran demasiado pequeños o no ofrecían las flores con la gracia de los demás, pues el caso es que nadie se las compraba.

Las niñas vendieron pronto todas sus flores y volvieron corriendo al bosque para coger más.

Klas y Klara se alejaron un poco más, carretera abajo, para ver si allí se les daba mejor. Klas sentía cansancio en los brazos e iba dejando caer capullos por el camino. Las florecillas también comenzaban a marchitarse.

Pero allí se quedaron, de pie, esperando pacientemente. No iban lo que se dice muy bien vestidos. Parecían en realidad unos pequeños fardos de ropa, por entre la que asomaban mechones de cabello. Boquiabiertos, con sus ojos azules expectantes y llenos de ansiedad, ofrecían una estampa curiosa, allí, de pie, quietos, como en espera de un milagro.

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