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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

Primavera con una esquina rota (2 page)

BOOK: Primavera con una esquina rota
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Exilios
(Caballo verde)

Seis meses antes había resbalado en un encerado piso de hotel, en otra ciudad, golpeándose violentamente la cabeza contra el suelo. Como consecuencia de esa caída se le había desprendido la retina y ahora lo habían operado. Por indicación médica debía permanecer quince días acostado, con los dos ojos vendados, o sea que durante ese lapso dependía totalmente de su mujer. Cada setenta y dos horas venía el cirujano, destapaba el ojo operado, comprobaba que todo iba bien, y volvía a taparlo. Era aconsejable que, al menos durante la primera semana, no recibiera visitas, a fin de garantizar la quietud total. Pero sí podía escuchar la radio y el grabador a casette. Y por supuesto atender el teléfono.

Las noticias de radio no sólo no eran aburridas, como en las buenas épocas, sino que a veces eran incluso escalofriantes, ya que en enero de 1975 solían aparecer diez o doce cadáveres diarios en los basureros porteños. Entre noticiero y noticiero, se entretenía escuchando casettes de Chico Buarque, de Viglietti, de Nacha Guevara, de Silvio Rodríguez, y también
La trucha
de Schubert y algún cuarteto de Beethoven.

Otra diversión era proponerse imágenes, y ésa había pasado a convertirse en la más fascinante de sus actividades pasivas, ya que sin duda incluía un elemento creador, al fin de cuentas más original que el simple y textual registro por la vista de las imágenes que la realidad iba proporcionando. Ahora no. Ahora era él quien inventaba y reclutaba esa realidad, y ésta aparecía con todos sus rasgos y colores en el muro interior de sus ojos cerrados.

El juego era estimulante. Pensar por ejemplo: ahora voy a crear un caballo verde bajo la lluvia, y que apareciera en el envés de sus párpados inmóviles. No se atrevía a ordenar que el caballo trotara o galopara, porque la instrucción del médico era que las pupilas no se movieran, y no tenía bien claro en su reciente descubrimiento si la pupila clausurada iba a sentir o no la tentación de seguir el galope del caballo verde. Pero en cambio se tomaba todas las libertades para concebir cuadros inmóviles. Digamos: tres niños (dos rubios y un negrito, como en la publicidad de los grandes monopolios norteamericanos), el primero con un monopatín, el segundo con un gato y el tercero con un balero. O también, por qué no, una muchacha desnuda, cuyas medidas elige cuidadosamente antes de concretar su imagen. O una amplia panorámica de una playa montevideana, con una zona de sombrillas de colores muy vivos, y otra en cambio casi desierta, con un viejo, barbudo y en
shorts,
acompañado de un perro que contempla al amo en estado de rígida lealtad.

Entonces sonó el teléfono y resultó muy fácil estirar la mano. Era una buena amiga, que por supuesto sabía de la operación pero que no preguntó cómo seguía ni si todo iba bien. También sabía que el apartamento de Las Heras y Pueyrredón no daba a la calle; apenas si por una ventanita del cuarto de baño se veían tres o cuatro metros de la plaza. Sin embargo, dijo: «Te llamo nada más que para que te asomes al balcón y veas qué lindo desfile militar hay frente a tu casa.» Y colgó. Entonces él le dijo a su mujer que mirara por la ventanita del baño. Lo previsible: una operación rastrillo.

«Hay que quemar algunas cosas», dijo él, y se imaginó la mirada preocupada de su mujer. Y a pesar de la urgencia trató de tranquilizarla a medias: «No hay nada clandestino, pero si entran aquí y encuentran cosas que se adquieren en cualquier quiosco, como los relatos del Che o la Segunda Declaración de La Habana (no digo Fanón o Gramsci o Lukács, porque no saben quiénes son), o algunos números de la revista
Militancia
o del diario
Noticias
, eso basta para que tengamos problemas.»

Ella fue quemando libros y periódicos, mientras echaba esporádicas miradas al pedacito de plaza. Hubo que abrir otras ventanas (las que daban al jardín del fondo que separaba los dos bloques) para que se despejaran el humo y el olor a quemado. Así durante veinte minutos. El trataba de orientarla: «Mira, en el segundo estante, el cuarto y quinto libro a la izquierda, ahí está
Estética y marxismo
, en dos tomos. ¿Lo ves? Bueno, en el estante de abajo, están Relatos de la guerra revolucionaria y
El Estado y la Revolución.
»

Ella te preguntó si también había que quemar El cine socialista y
Marx y Picasso.
El dijo que quemara primero los otros. Estos eran más defendibles. «No eches las cenizas por el ducto de la basura. Trata de usar el water.» El humo lo hizo toser un poco. «¿No te hará mal a los ojos?» «Puede ser. Pero hay que elegir el mal menor. Además, creo que no. Los tengo bien tapados.»

Volvió a sonar el teléfono. La amiga otra vez: «¿Qué tal? ¿Te gustó el desfile? Lástima que terminó tan pronto, ¿no?» «Sí», dijo él, respirando hondo, «fue magnífico. Qué disciplina, qué color, qué elegancia. Desde que era un botija, me fascinan los desfiles de soldaditos. Gracias por avisarme».

«Bueno, no quemes más. Al menos por hoy. Ya se fueron.» Ella también respiró, recogió con la pala las últimas cenizas, las echó en el water, tiró la cadena, vigiló si eran arrastradas por el agua, se lavó las manos, y vino a sentarse, ya aflojada, cerca de la cama. El alcanzó a tomarte una mano. «Mañana quemamos el resto», dijo ella, «pero con calma». «Me da lástima. Son textos que a veces necesito.»

Entonces trató de pensar en el caballo verde bajo la lluvia. Pero no supo bien por qué, ahora el caballo era negro retinto y lo montaba un robusto jinete que llevaba quepis pero no tenía rostro. Al menos él no conseguía distinguirlo en el muro interior de sus párpados

Beatriz
(Las estaciones)

Las estaciones son por lo menos invierno, primavera y verano. El invierno es famoso por las bufandas y la nieve. Cuando los viejecitos y las viejecitas tiemblan en invierno se dice que tiritan. Yo no tirito porque soy niña y no viejecita y además porque me siento cerca de la estufa. En el invierno de los libros y las películas hay trineos, pero aquí no. Aquí tampoco hay nieve. Qué aburrido es el invierno aquí. Sin embargo, hay un viento grandioso que se siente sobre todo en las orejas. Mi abuelo Rafael dice a veces que se va a retirar a sus cuarteles de invierno. Yo no sé por qué no se retira a cuarteles de verano. Tengo la impresión de que en los otros va a tiritar porque es bastante anciano. Jamás hay que decir viejo sino anciano. Un niño de mi clase dice que su abuela es una vieja de mierda. Yo le enseñé que en todo caso debe decir anciana de mierda.

Otra estación importante es la primavera. A mi mamá no le gusta la primavera porque fue en esa estación que aprehendieron a mi papá. Aprendieron sin hache es como ir a la escuela. Pero con hache es como ir a la policía. A mi papá lo aprehendieron con hache y como era primavera estaba con un pulóver verde. En la primavera también pasan cosas lindas como cuando mi amigo Arnoldo me presta el monopatín. El también me lo prestaría en invierno pero Graciela no me deja porque dice que soy propensa y me voy a resfriar. En mi clase no hay ningún otro propenso. Graciela es mi mami. Otra cosa buenísima que tiene la primavera son las flores.

El verano es la campeona de las estaciones porque hay sol y sin embargo no hay clases. En el verano las únicas que tiritan son las estrellas. En el verano todos los seres humanos sudan. El sudor es una cosa más bien húmeda. Cuando una suda en invierno es que tiene por ejemplo bronquitis. En el verano a mí me suda la frente. En el verano los prófugos van a la playa porque en traje de baño nadie los reconoce. En la playa yo no tengo miedo de los prófugos pero sí de los perros y de las olas. Mi amiga Teresita no tenía miedo de las olas, era muy valiente y una vez casi se ahogó. Un señor no tuvo más remedio que salvarla y ahora ella también tiene miedo de las olas pero todavía no tiene miedo de los perros.

Graciela, es decir mi mami, porfía y porfía que hay una cuarta estación llamada elotoño. Yo le digo que puede ser pero nunca la he visto. Graciela dice que en elotoño hay gran abundancia de hojas secas. Siempre es bueno que haya gran abundancia de algo aunque sea en elotoño. El elotoño es la más misteriosa de las estaciones porque no hace ni frío ni calor y entonces uno no sabe qué ropa ponerse. Debe ser por eso que yo nunca sé cuándo estoy en elotoño. Si no hace frío pienso que es verano y si no hace calor pienso que es invierno. Y resulta que era elotoño. Yo tengo ropa para invierno, verano y primavera, pero me parece que no me va a servir para elotoño. Donde está mi papá llegó justo ahora elotoño y él me escribió que está muy contento porque las hojas secas pasan entre los barrotes y él se imagina que son cartitas mías.

Intramuros
(¿Cómo andan tus fantasmas?)

Hoy estuve mirando detenidamente las manchas de la pared. Es una costumbre que viene de mi infancia. Primero imaginaba rostros, animales, objetos, a partir de esas manchas; luego, fabricaba miedos y hasta pánicos en relación con ellas. De modo que ahora es bueno convertirlas en cosas o caras y no sentir temor. Pero también me provoca un poco de nostalgia aquella edad lejana en que el máximo miedo era provocado por manchas fantasmales que uno mismo creaba. Los motivos adultos, o quizá las excusas adultas de los miedos que vienen después, no son fantasmales, sino insoportablemente reales. Sin embargo, a veces les agregamos fantasmas de nuestra cosecha, ¿no te parece? A propósito, ¿cómo andan tus fantasmas? Dales proteínas, no sea que se debiliten. No es buena una vida sin fantasmas, una vida cuyas presencias sean todas de carne y hueso. Pero vuelvo a las manchas. Mi compañero leía, muy enfrascado en su Pedro Páramo, pero igual lo interrumpí para preguntarle si alguna vez se había fijado en una mancha, probablemente de humedad, que estaba cerca de la puerta. «No especialmente, pero ahora que me lo decís, veo que es cierto, hay una mancha. ¿Por qué?» Puso cara de asombro, pero también de curiosidad. Tenés que comprender que cuando se está aquí,
todo
puede llegar a ser interesante. Ni te digo lo que significa que de pronto distingamos un pájaro entre los barrotes, o (como me sucedió en una celda anterior) que un ratoncito se convierta en un interlocutor válido para la hora del ángelus, o la hora del demonius como glosaba Sonia, ¿te acordás? Bueno, a mi compañero le dije que le preguntaba porque me interesaba saber si él reconocía alguna figura (humana, animal o simplemente inanimada) en esa mancha. El la miró un rato fijamente, y luego dijo: «El perfil de De Gaulle.» Qué bárbaro. A mí en cambio me traía el recuerdo de un paraguas. Se lo dije y se estuvo riendo como diez minutos. Esta es otra cosa buena cuando se está aquí: reírse. No sé, si uno se ríe verdaderamente con ganas, parece como si de pronto se te reacomodaran las vísceras, como si de pronto hubiera razones para el optimismo, como si todo esto tuviera un sentido. Uno tendría que automedicarse la risa como un tratamiento de profilaxis sicológica, pero el problema, como te imaginarás, es que no abundan los motivos de risa. Por ejemplo: cuando me hago cargo del tiempo que hace que no los veo: a vos, a Beatriz, al Viejo. Y sobre todo cuando pienso en el tiempo que acaso transcurra antes de que los vuelva a ver. Cuando mido ese valor del tiempo, no es como para reír. Creo que tampoco para llorar. Yo, al menos, no lloro. Pero no me enorgullezco de ese estreñimiento emocional. Sé de mucha gente que aquí de pronto suelta el trapo y llora inconsolablemente durante media hora, y luego emerge de ese pozo en mejores condiciones y con mejor ánimo. Como si el desahogo les sirviera de ajuste. De manera que a veces lamento no haber adquirido ese hábito. Pero quizá tenga miedo de que si me aflojo, mi resultado personal no sea el ajuste sino el desajuste. Y ya tengo, desde siempre, suficientes tornillitos a medio aflojar como para arriesgarme a un descalabro mayor. Además, para serte estrictamente franco, no es que no llore por miedo a aflojarme, sino sencillamente porque no tengo ganas de llorar, o sea, que no me viene el llanto. Esto no quiere decir que no padezca angustias, ansiedades, y otros pasatiempos. Sería anormal si, en estas condiciones, no los padeciera. Pero cada uno tiene su estilo. El mío es tratar de sobreponerme a esas minicrisis por la vía del razonamiento. La mayoría de las veces lo logro, pero en cambio otras veces no hay razonamiento que valga. Destrozando un poco al clásico (¿quién era?) te diría que a veces hay corazonadas de la razón que el corazón no entiende. Contame de vos, de lo que hacés, de lo que pensás, de lo que sentís. Cómo me gustaría haber caminado alguna vez por las calles que ahora recorrés, para que tuviéramos algo en común allí también. Es el inconveniente de haber viajado poco. Vos misma, de no haberse dado esta inesperada suma de circunstancias, es posible que nunca hubieras viajado a esa ciudad, a ese país. Quizá, si todo hubiera seguido el curso normal (¿normal?) de nuestras vidas, de nuestro matrimonio, de nuestros proyectos de hace sólo siete años, habríamos algún día reunido lo suficiente como para hacer un viaje mayor (no digo los viajecitos menores a Buenos Aires, Asunción o Santiago, ¿remember?), pero seguramente el destino habría sido Europa. París, Madrid, Roma, quizá Londres. Qué lejano parece todo. Este terremoto nos trajo a tierra, a esta tierra. Y ahora, ya ves, si tenés que salir lo hacés a otro país de América. Y es lógico. E incluso los que hoy, por distintas razones, están en Estocolmo o París o Brescia o Amsterdam o Barcelona, querrían seguramente estar en alguna ciudad de las nuestras. Después de todo, yo también quedé fuera del país. Yo también añoro lo que vos añorás. El exilio (interior, exterior) será una palabra clave de este decenio. Sabés, es probable que alguien tache esta frase. Pero quien lo haga debería pensar que acaso él también sea, de alguna extraña manera, un exiliado del país real. Si la frase sobrevivió, te habrás dado cuenta de cuán comprensivo estoy. Yo mismo me asombro. Es la vida, muchacha, es la vida. Si no sobrevivió, no te preocupes. No era importante. Date besos y besos, de mi parte.

El otro
(Testigo solito)

Puta qué ojeras, dijo y se dijo Rolando Asuero ante el espejo y su herrumbe. Me las merezco por tanto trago, agregó, tratando de que los ojos se le pusieran enormes pero sólo consiguiendo una expresión que definitivamente le pareció de orate. Oratungán, pronunció lentamente y tuvo que sonreírse a pesar de la goma. Así llamaba
in illo tempore
Silvio a los milicos, cuando se reunían en el ranchito del Balneario Solís, un poco antes de que el futuro se pusiera decididamente malsano. Ni siquiera son gorilas, diagnosticaba. Apenitas orangutanes, y además orates. Resumiendo: oratunganes.

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