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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

Primavera con una esquina rota (4 page)

BOOK: Primavera con una esquina rota
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Sonó el teléfono junto a la cama. Era Rolando. Ella se acostó de nuevo para hablar con más comodidad.

—Qué tarde desagradable, ¿no? —dijo él.

—Bueno, no tanto. Me gusta el viento. No sé por qué, pero cuando camino contra el viento, parece que me borra cosas. Quiero decir: cosas que quiero borrar.

—¿Como cuáles?

—¿No leés la prensa vos? ¿No sabés que eso se llama intervención en los asuntos internos de otra nación?

—Está bien, república.

—Por lo menos, república amiga, ¿no?

Ella pasó el tubo a la mano y el oído izquierdos, a fin de poder rascarse detrás de la otra oreja.

—¿Novedades? —preguntó él.

—Carta de Santiago.

—Ah, qué bien.

—Un poco enigmática.

—¿En qué sentido?

—Habla de manchas en las paredes y de figuras que imaginaba a partir de ellas cuando niño.

—A mí también me pasaba.

—A todo el mundo le pasa, ¿o no?

—Realmente, ese tema puede no ser demasiado original, pero en cambio no me parece enigmático. ¿O querías que te mandara una proclama contra los milicos?

—No seas bobo. Simplemente me parece que antes se atrevía a más.

—Sí, claro, y acaso por esa osadía estuviste más de un mes sin recibir noticias.

—Ya averigüé. Fue una medida general, uno de tantos castigos colectivos.

—Para los cuales generalmente se basan en un pretexto tan pueril como ése: que alguien al escribir sobrepase, conscientemente o no, límites no establecidos pero reales.

Ella no respondió. Al cabo de unos segundos él habló otra vez.

—¿Cómo está Beatriz?

—Jugando afuera, con su pandilla.

—Me gusta. Es vital y saludable.

—Sí, bastante más que yo.

—No es tan así. Es cierto que la mayor vitalidad le viene de Santiago, pero también de vos.

—De Santiago sí.

—Y de vos también. Lo que pasa es que últimamente estás deprimida.

—Puede ser. La verdad es que no veo salidas. Y además mi trabajo me aburre soberanamente.

—Ya conseguirás otro que sea más estimulante. Por ahora, conformate.

—Ahora corresponde que me digas que tuve suerte.

—Tuviste suerte.

—También corresponde que me digas que no todos los exiliados del Cono Sur han conseguido una tarea tan bien remunerada con sólo seis horas de trabajo, y por añadidura con los sábados libres.

—No todos los exiliados del Cono Sur han conseguido una tarea tan bien remunerada, etcétera. ¿Puedo agregar que te lo merecés porque sos una secretaria eficacísima?

—Podés. Pero la eficacia es precisamente una de las razones de mi aburrimiento. Sería más entretenido que de vez en cuando me equivocara.

—No lo creo. Es posible que vos te aburras de la eficacia, pero en general los patrones y los gerentes se aburren mucho más y más pronto de la ineficacia.

De nuevo ella no contestó. Y otra vez fue él quien reinició el diálogo.

—¿Puedo hacerte una proposición?

—Si no es deshonesta.

—Digamos que es semihonesta.

—Entonces sólo la autorizo a medias. Venga.

—¿Querés ir al cine?

—No, Rolando.

—La película es buena.

—No lo dudo. Tengo confianza en tu gusto. Por lo menos en tu gusto cinematográfico.

—Y además te va a mover un poco las telarañas.

—Estoy conforme con mis telarañas.

—Más grave aún. Reitero el convite. ¿Querés ir al cine?

—No, Rolando. Te agradezco de veras. Pero estoy reventada. Si no tuviera que cocinar algo para Beatriz, te juro que me acostaría sin cenar.

—Tampoco es bueno. Cualquier cosa, antes que dejarse vencer por la rutina.

Graciela acomodó el tubo entre la mandíbula y el hombro. Evidentemente, tenía buena experiencia en ese gesto de secretaria profesional. Además, le dejaba las dos manos libres, en esta ocasión, para mirarse las uñas y repasarlas de a ratos con una limita.

—Rolando.

—Sí, te oigo.

—¿Alguna vez viajaste en un ferrocarril con otra persona, sentados frente a frente, cada uno en su ventanilia?

—Creo que sí. Ahora no recuerdo la ocasión precisa. ¿A qué viene eso?

—¿No te fijaste que si las dos personas se ponen a comentar el paisaje que ven, el comentario del que mira hacia adelante no es exactamente el mismo que el del que mira hacia atrás?

—Te confieso que no me fijé nunca en ese detalle. Pero es posible.

—Yo en cambio me fijé siempre. Porque desde niña, cuando viajaba en ferrocarril, me apasionaba mirar el paisaje. Era uno de mis placeres favoritos. Nunca leía en el ferrocarril. Tampoco ahora, si viajo en tren, me gusta leer. Me fascina ese paisaje vertiginoso, que corre a mi lado, pero en dirección contraria. Pero cuando voy sentada hacia adelante, me parece que el paisaje viene hacia mí, me siento optimista, qué sé yo.

—¿Y si vas mirando hacia atrás?

—Me parece que el paisaje se va, se diluye, se muere. Francamente, me deprime.

—¿Y ahora cómo vas sentada?

—No te burles. Esto lo vi claro el otro día, cuando me puse a releer las cartas de Santiago. El, que está en la cárcel, escribe como si la vida viniera a su encuentro. A mí, en cambio, que estoy, digamos, en libertad, me parece a veces que ese paisaje se fuera alejando, diluyendo, acabando.

—No está mal. Como intención poética, claro.

—Nada de intención poética. Ni siquiera es prosa. Simplemente, es como me siento,

—Bueno, ahora sí te hablo en serio. ¿Sabés que me preocupa ese estado de ánimo? Y si bien estoy convencido de que cada tipo es el único que puede resolver los problemas propios, también es cierto que a veces puede ayudar, sólo ayudar, alguien de mucha confianza. Para esa relativa ayuda me ofrezco, si querés. Pero lo esencial es que profundices en vos misma.

—¿Profundizar en mí misma? Puede ser. Puede ser. Pero no estoy segura de que me guste.

Don Rafael
(Una culpa extraña)

Santiago se ha quejado a Graciela de que hace tiempo que no le escribo. Y es cierto. Pero, ¿qué decirle? ¿Que lo que le ocurre es una consecuencia de su actitud? Eso ya lo sabe. ¿Que me siento un poco culpable de no haber hablado suficientemente con él (cuando todavía era tiempo de hablar y no de tragarse las palabras) para convencerlo de que no siguiera ese camino? Eso quizá no lo sepa a ciencia cierta, pero quizá se lo imagine. También ha de imaginarse que, de haber tenido él y yo esas discusiones en profundidad, él habría seguido de cualquier manera la ruta que en definitiva eligió. ¿Que cada vez que me despierto en la noche no puedo evitar la aprensión, la sensación o la mala intuición, qué sé yo, de que acaso a esa misma hora lo estén torturando, o se esté recuperando de una sesión de tortura, o preparando para las próximas, o maldiciendo a alguien? Tal vez no tenga ganas de imaginar una cosa así. Demasiado tendrá con su propio suplicio, su propio aislamiento, su propia angustia. Cuando uno soporta sufrimientos propios no tiene necesidad de adjudicarse dolores ajenos. Pero yo a veces imagino que a Santiago le están aplicando la picana en los testículos y en ese mismo instante siento un dolor real (no imaginario) en
mis
testículos. O si pienso que le están aplicando el
submarino
, literalmente me ahogo yo también. ¿Por qué? Es una historia vieja, o mejor dicho una vieja señal: el sobreviviente de un genocidio experimenta una rara culpa de estar vivo. Y acaso quien, por alguna razón válida (no tengo en cuenta las razones indignas) consigue escapar a la tortura, experimente cierta culpa por no ser torturado. O sea, que no tengo muchos temas. Ciertos tópicos no pueden lógicamente mencionarse en una carta a un preso, que por añadidura está en la cárcel por subversivo. En cuanto a otros asuntos soy yo quien no quiere mencionarlos. El temario que queda, después de esas dos rebajas, es más bien estúpido. ¿Aceptaría Santiago que le escribiera estupideces? Habría un asunto sobre el que, en otras circunstancias, podría escribirle, o mejor hablarle. Pero jamás en éstas. Me refiero al estado de ánimo de Graciela. Graciela no está bien. La noto cada vez más desanimada, más gris. Ella que siempre fue tan linda, tan simpática, tan aguda. Y lo peor es que creo advertir que su desaliento viene de que se está alejando de Santiago. ¿Motivos? ¿Cómo saberlo? Ella lo admira, de eso estoy seguro. No tiene para él reproches políticos, ya que virtualmente está (o estuvo) en lo mismo. ¿Será que la mujer, para mantener incólume su amor, precisa, más que la existencia, la presencia física del hombre? ¿Será que Ulises se está volviendo hogareño y en cambio Penélope ya no se conforma con tejer y destejer? Quién sabe. Lo cierto es que si no me atrevo a tratar el tema con ella, a quien veo casi a diario, menos lo puedo tratar con Santiago, a quien sólo envío alguna carta de vez en cuando. También podría contarle de mis clases, de las preguntas que me hacen los muchachos. O quizá de cierto proyecto de volver a escribir. ¿Otra novela? No. Ya es suficiente con un fracaso. Quizá un libro de cuentos. No para publicar. A mi edad eso no importa demasiado. Tengo la impresión de que significaría un estímulo para mí. Hace quince años que no escribo nada. Al menos, nada literario. Y durante quince años no tuve ganas de hacerlo. Ahora sí. ¿Será esto una señal? ¿Algo que debo interpretar? ¿Será esto un síntoma? Pero de qué?

Intramuros
(El río)

Vengo del río. ¿Pensás que estoy un poco loco? Ni mucho ni poco. Si no enloquecí en otras circunstancias, creo que a esta altura ya estoy vacunado contra la locura. Y sin embargo, vengo del río. Hace unas semanas que descubrí el sistema. Antes, los recuerdos me asaltaban sin orden. De pronto estaba pensando en vos o en Beatriz o en el Viejo, y dos segundos después en un libro que leí en la época de liceo, y casi inmediatamente en alguno de los postres que me hacía la Vieja cuando vivíamos en la calle Hocquart. O sea, que los recuerdos me dominaban. Y una tarde pensé: por lo menos voy a liberarme de este dominio. Y a partir de entonces, soy yo quien dirijo mis recuerdos. Parcialmente, claro. Siempre hay momentos del día (generalmente cuando me invade el desánimo o me siento jodido) en que los recuerdos aún me zarandean. Pero no es lo corriente. Lo normal es que ahora planifique la memoria, o sea, que decida qué voy a recordar. Y así resuelvo recordar, por ejemplo, una lejana jornada de escuela primaria, o una noche de farra con amigos, o alguna de las interminables discusiones en el ámbito de la FEUU, o los vaivenes (hasta donde eso puede efectivamente recordarse) de alguna de mis escasas borracheras, o un diálogo a fondo con el Viejo, o la mañana en que nació Beatriz. Es claro que todo eso lo voy alternando con los recuerdos que se refieren a vos, pero aun en éstos he decidido poner orden. Porque si no pongo orden, todas tus imágenes se concentran en tu cuerpo, en vos y yo haciendo el amor. Y eso no siempre me hace bien. Pasa a ser una constancia dolorosa de tu ausencia. O de mi ausencia. Primero gozo angustiosa y mentalmente. Disfruto en el vacío. Luego me deprimo. Y el bajón me dura horas. De manera que cuando te digo que también en este campo tuve que poner orden, quiero decir que he decidido incorporar otros recuerdos que te (y me) atañen y que son tan decisivos y valiosos como las noches de nuestros cuerpos. Hemos tenido tantas conversaciones que, para mí al menos, son inolvidables. ¿Te acordás del sábado en que te convencí (después de cinco dialécticas horas) de los nuevos caminos? ¿Y cuando estuvimos en Mendoza? ¿Y en Asunción? No importa el orden de las fechas. Importa el orden que impongo a mis evocaciones. Por eso empecé diciéndote que hoy vengo del río. Y es un recuerdo en que vos no estás. El Río Negro, cerca de Mercedes. Cuando tenía doce o trece años, iba en el verano a pasar mis vacaciones en casa de los tíos. La propiedad no era demasiado grande (en realidad, una chacrita), pero llegaba hasta el río. Y como entre la casa y el río había muchos y frondosos árboles, cuando me quedaba en la orilla nadie me veía desde la casa. Y aquella soledad me gustaba, Fue de las pocas veces que escuché, vi, olí, palpé y gusté la naturaleza. Los pájaros se acercaban y no se espantaban de mi presencia. Tal vez me confundieran con un arbolito o un matorral. Por lo general el viento era suave y quizá por eso los grandes árboles no discutían, sino simplemente intercambiaban comentarios, cabeceaban con buen humor, me hacían señales de complicidad. A veces me apoyaba en alguno de los más viejos y la corteza rugosa me transmitía una comprensión casi paternal. Repasar la corteza de un árbol experimentado es como acariciar la crin de un caballo que uno monta a diario. Se establece una comunicación muy sobria (no empalagosa, como suele ser la relación con un perro insoportablemente fiel) pero lo bastante intensa como para que después uno la eche de menos cuando vuelve al trajín de la ciudad. En otras ocasiones subía al bote y remaba hasta el centro del río. La equidistancia de las dos orillas era particularmente estimulante. Sobre todo porque eran distintas y polemizaban. No tanto los pájaros, que las compartían, sino más bien los árboles, que se sentían locales y un poco sectarios, cada uno en lo suyo, o sea, en su ribera. Yo no hacía nada. Simplemente observaba. No leía ni jugaba. La vida pasaba sobre mí, de orilla a orilla. Y yo me sentía parte de esa vida y llegaba a la extraña conclusión de que no debía ser aburrido ser pino o sauce o eucaliptus. Pero como aprendí varios años más tarde, las equidistancias nunca duran mucho, y tenía que decidirme por una u otra orilla. Y estaba claro que yo pertenecía sólo a una de ellas. Ya ves como era cierto lo que te dije al comienzo: vengo del río.

Beatriz
(Los rascacielos)

El singular se escribe rascacielos y el plural también se escribe rascacielos. Pasa lo mismo que con escarbadientes. Los rascacielos son edificios con muchísimos cuartos de baño. Eso tiene la enorme ventaja de que miles de gentes pueden hacer pichí al mismo tiempo. Los rascacielos poseen además otras ventajas. Por ejemplo tienen ascensores con mareos. Los ascensores con mareos son muy modernos. Los edificios viejísimos no tienen ascensores o sólo tienen ascensores sin mareos y la gente que vive o trabaja allí se muere de vergüenza porque son muy atrasados.

Graciela o sea mi mami trabaja en un rascacielos. Una vez me llevó a su oficina y fue la única vez que hice pichí en un rascacielos. Es bárbaro. El rascacielos de Graciela tiene un ascensor con mareos totalmente importado y por eso a mí me revuelve muchísimo el estómago. El otro día hice el cuento en la clase y todos los niños se murieron de envidia y querían que los llevara al ascensor con mareos del rascacielos de Graciela. Pero yo les dije que era muy peligroso porque ese ascensor va rapidísimo y si una saca la cabeza por la ventanilla se puede quedar sin cabeza. Y ellos lo creyeron, si serán bobos, mire si los ascensores de rascacielos van a ser tan atrasados como para tener ventanillas.

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