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Authors: Jordi Sierra i Fabra

Sólo tú (2 page)

BOOK: Sólo tú
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A través de la ventana se veían las casas de la otra acera, la del lado de los impares de Johann Sebastian Bach, el lado selecto de la calle.

O eso decían.

—¿No tienes la sensación de que está a punto de pasar algo que nunca llega? —preguntó Beatriz.

—Yo tengo la sensación de que nunca va a suceder nada —bufó su amiga.

—Pues sí que estás negativa.

La chica se encogió de hombros.

—¿Es sólo por Ricardo?

La respuesta tardó unos segundos en llegar.

—Anoche volvieron a discutir.

—¿Fuerte?

—Bastante, aunque sin pasarse.

—Ya, pero cada vez es peor, ¿no?

—Acabarán como tus padres.

—No digas eso.

—Yo lo noto. Todos los matrimonios pasan crisis, pero cuando aparecen los insultos, y los reproches son el pan de cada día... En el momento menos pensado llegarán a las manos.

—Tu padre es incapaz de...

Sonó el teléfono. No el móvil de Elisabet, sino el fijo de la casa, y antes de que Elisabet saltara de la cama y fuera a por él, su visitante ya sabía que era su madre, para preguntar si estaba allí, con ella, porque se hacía tarde y era hora de comer.

 

 

Lo que parecía imposible tan sólo un año antes, estaba sucediendo.

Cambiaban.

Las dos.

Y a una velocidad de vértigo que las separaba día a día, pese a tener prácticamente la misma edad, al filo de cumplir los dieciocho.

Elisabet se había vuelto frívola, insustancial, aplastada por una carga de indiferencia y hastío que la hacía estar en guardia y en contra del mundo en general, como si fuera la víctima de una conspiración universal encaminada a fastidiarle la vida. Ella en cambio parecía flotar en un universo paralelo, con la cabeza envuelta en una nube de algodón que le impedía sentirse segura y con los pies en el suelo. Hacía cosas que, para los demás, eran absurdas. Y quizá lo fueran, pero la hacían sentirse viva, diferente, mientras esperaba ese espacio propio en el que habitar.

¿O era ése, justamente, su espacio?

El de los bichos raros, como el mendigo del parque.

¿Qué sentido tenía fotografiar parejas y luego quemar las fotos de los elegidos?

¿O darle un euro a un marciano?

¿Se movía ella y el mundo estaba quieto, o era al revés?

Por lo menos, Elisabet la mantenía en contacto con la realidad. Su forma de vestir, de hablar, su música rabiosamente actual...

Llenó los pulmones de aire e introdujo la llave en la cerradura de la puerta. A pesar de que no hizo el menor ruido, en cuanto metió la cabeza por el quicio oyó la voz de su madre.

—¿Beatriz?

—Sí, mamá —se resignó.

—¡Pon la mesa, vamos! ¡He llegado tardísimo! ¿Se puede saber qué hacías arriba?

—¿Qué quieres que haga arriba? —se defendió dirigiéndose a su habitación—. Charlaba con Elisabet.

—Esa chica cada día está más loca. Ayer la vi con una ropa...

—¡No seas carca!

—Como te vea vestida de mamarracho...

Salió del cuarto tras dejar la cámara junto al ordenador y la impresora, y se detuvo en la puerta de la cocina, con los brazos cruzados.

—Para que te enteres, la que va de mamarracho hoy en día soy yo.

—¿Tú? —La mujer se movía a toda velocidad, haciendo tres cosas a la vez entre el microondas, la encimera y la ensalada a medio preparar sobre el mármol—. Tú vas descuidada, nada más, porque no te gusta pintarte ni maquillarte ni ponerte cosas a la moda. Y con lo guapa que eres...

—Pues si soy guapa no me hacen falta chorradas, digo yo.

—Venga, ¿qué haces ahí parada como un pasmarote? ¡Pon la mesa! ¡Mira la hora que es!

—Eres tú la que ha llegado tarde.

—¡Encima!

—¿Y Carlota?

—Ya sabes que está estudiando. No la molestes.

Se apartó de la puerta. No quería discutir. Pero era cierto: su madre llegaba cada día más tarde, tanto a la hora de la comida como a la de la cena, y su trabajo no era como para hacer horas extras.

Quizá tuviese a alguien.

La idea la excitó.

Era la primera vez que pensaba en eso.

Que su padre estuviera con otra era una cosa, pero que su madre, finalmente, hubiera aceptado las reglas del juego, otra muy distinta. Le resultaba imposible imaginársela en brazos de otro hombre.

¿Cómo debía de ser el amor a los cincuenta?

Su padre era feliz.

Las parejas que fotografiaba en el parque no siempre eran jóvenes. Acababa de quemar una foto de unos cuarentones amorosos.

Puso la mesa envuelta en sus pensamientos, y cuando la tuvo lista caminó hasta la habitación de Carlota. Su hermana pequeña, en plena adolescencia, tenía las cejas hundidas en uno de sus libros escolares. Había salido distinta, listilla, nada que ver con Luisa y con ella. Una empollona de cuidado.

—Cinco minutos —le advirtió.

La respuesta sonó algo así como «Mvalemmm».

Se metió en su habitación a la espera de la llamada materna. Miró su pequeño cubículo. Pasó la mano por encima del ejemplar de
Así habló Zaratustra
que estaba leyendo. Bueno, Carlota era la empollona, pero ella siempre sería la rara.

O al menos eso decían los que la veían leer a Nietzsche, o los que conocían sus gustos por la música de fines de los 60 y comienzos de los 70.

Abrió el libro al azar y se encontró con una frase que, como otras muchas veces, la emocionó sin saber por qué.

 

En todas las superficies he estado ya sentado.

A semejanza del polvo fatigado,

he dormido sobre los espejos

y sobre las vidrieras;

todas las cosas toman algo de mí,

ninguna me da nada, adelgazo y parezco casi

una sombra.

 

Dormirse sobre un espejo debía de ser como meterse en la propia alma y soñar.

 

 

Desde la boda de Luisa, pero muy especialmente tras la marcha de su padre, todo en la casa había cambiado. Las comidas y las cenas eran silenciosas casi siempre, como si rasgar el aire hiciera que volvieran los fantasmas. Como si expresar una emoción desenterrara las lágrimas ocultas tras las paredes o en las esquinas de los muebles. Como si las mismas palabras pudieran causar dolor, aunque fueran para pedir una rebanada de pan.

—¿Me pasas el pan?

Beatriz alargó la mano y le tendió el receptáculo ovalado a Carlota.

Pronto serían tías. Luisa estaba embarazada. Otra novedad.

—¿Estás bien? —le preguntó a su hermana pequeña.

—Sí, ¿por qué?

—Pareces ida.

—No te metas con tu hermana —la previno su madre.

—No me meto con ella —se defendió—. Me preocupo por ella, que no es lo mismo.

—Ya sabes que tengo exámenes —suspiró Carlota.

—Siempre tienes exámenes.

—La vida es un largo examen con pequeñas islas de descanso —se puso falsamente dramática la chica.

—Se te caerán las pestañas.

—¡Tu hermana tendrá estudios, algo que tú, al paso que vas...!

—Mamá, yo aprendo más leyendo libros que estudiando. De mí también dicen eso de las pestañas.

—¿Cómo se va a aprender más leyendo que estudiando? ¡Lo que no se estudia no se aprende! ¡Si no tienes una carrera...!

—Una carrera hoy no te garantiza nada mañana. —Puso el dedo en la llaga—. Mira la de gente con carrera que trabaja en algo que no es lo suyo y por una mierda de sueldo. Es mejor tener esto —se tocó la frente—, y buscarse la vida con ingenio.

—O sea que tú en cuanto acabes este año no vas a seguir estudiando.

—Es posible.

—¿Y qué harás, buscarte un trabajo?

—Quizá me tome un año sabático y me dé una vuelta por el mundo. La India, México, el Tíbet...

—¿Y quién te pagará todo eso, tu padre?

—Mamá, para viajar sólo hace falta un dedo; éste. —Levantó el pulgar de su mano derecha—. Se duerme en cualquier parte y se come lo justo.

—¡Y te violan y te matan en la primera cuneta!

—¡No seas dramática! ¡Tú apenas has salido de Barcelona y te crees que todo el mundo está loco!

—¡Es que lo está, Beatriz, lo está! ¿No ves la tele?

—No pienso irme a Irak o a Afganistán, ¿vale?

—¡Eres una soñadora!

Soñadora.

Idealista.

¿Por qué había tenido que irse su padre, que era el único que la comprendía? ¿Por qué no pudo haberse enamorado su madre de otro en lugar de hacerlo él?

Se sintió culpable ante esa idea.

No, la pregunta seguía siendo ¿por qué había tenido que pasar?

¿Por qué el amor era tan inquietantemente extraño?

Su padre también era un romántico, un romántico absoluto, y mucho menos pragmático que ella. Una vez había encontrado las cartas de amor dirigidas a su madre cuando estaba en el servicio militar. Y las había leído. Cartas llenas de pasión, de imágenes, de ensueños y promesas. «Quiero dormir todas las noches de mi vida a tu lado, quiero verte cada vez que apague la luz, y que al amanecer seas mi primera noción de la realidad.» ¿Cuándo, en qué momento había muerto eso? ¿Y por qué?

¿Tanto se cambiaba con la vida?

Su madre seguía hablando, pero ahora ella no la escuchaba.

Bloqueaba su mente muchas veces, y se aislaba.

—¿Queréis dejarlo? —oyó que decía Carlota con fastidio.

Terminaba los estudios. Llegaba el verano. Y no tenía ni idea de qué hacer.

Aunque, por lo menos, sabía muy bien lo que no quería hacer.

 

 

Le gustaba escribir en su blog.

No sabía quién leía sus pensamientos, quién entraba, a diario o no, en aquel rincón propio, unipersonal. Y tampoco le importaba. De vez en cuando aparecía un comentario remitido por algún lector anónimo. De vez en cuando alguien decía que estaba de acuerdo con ella o discutía alguna argumentación. De vez en cuando la mandaban al diablo por una opinión. Pasaba. Lo que le gustaba era escribir, expresarse, no mantener polémicas ni enzarzarse en discusiones con aquellos seres sin rostro escudados detrás de
nicknames
que podían ocultar cualquier identidad. Allí vertía sus inquietudes y no pretendía más. Era como hacer un diario, pero en lugar de ser secreto, lo publicaba; en lugar de manifestar sus detalles íntimos, los generalizaba.

Una forma de liberarse.

Había leído que si uno pone sus neuras en un papel, se ahorra el psiquiatra.

Cuando su padre se marchó, su madre tuvo que pasar por una terapia. Seis meses.

Y sabía que ya nunca volvería a ser la misma.

Estaba marcada.

Tecleó la primera palabra que se le ocurrió, y no se sorprendió de que viniera derivada de ese último pensamiento:

«Fracaso».

Luego escribió:

«El fracaso es un chicle que se te pega y del que ya no puedes deshacerte. Te impregna. Da lo mismo que te laves y te frotes y te rasques hasta dejarte la piel en carne viva. Siempre estarás pegajosa. Quizá con el tiempo acabes dominando esa sensación, o venciéndola, o aniquilando su rastro. Pero el fracaso no te llega una sola vez. Si te haces adicta a él, volverá. E igual que hay muchos gustos de chicle, hay muchas clases de fracaso. Es como el silencio. Un silencio de bosque no se parece en nada a un silencio de bebé dormido, y un silencio de noche en la cama junto a tu ser querido después de hacer el amor no tiene el menor parecido con un silencio espacial. El fracaso lo que sí tiene son colores. Rojo para la ira, verde para la vergüenza, amarillo para la humillación, azul para la derrota, blanco para la muerte... Si le ves la cara al fracaso, nunca la olvidarás. Y para vencerlo no está el éxito. Para vencerlo lo único que tenemos es la esperanza, la energía capaz de dominar el tiempo. En una película sube la música y en una serie de planos sucesivos vemos como el prota escribe un libro o como la chica supera un cáncer. En la vida real no hay música ni planos sucesivos que pasan en un abrir y cerrar de ojos. Un libro se tarda en escribir, y un cáncer se tarda en superar. Días y días, semanas y semanas, meses y meses; a veces, incluso años».

«El fracaso es la medida de nuestra resistencia.»

Dejó de teclear. Tenía la ventana abierta y por ella se coló la música que había escuchado en el reproductor de Elisabet. La música o lo que fuera.

Brainglobalnoise.

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