Star Wars Episodio VI El retorno del Jedi (13 page)

BOOK: Star Wars Episodio VI El retorno del Jedi
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Las motos tenían un diseño semejante al de los trineos unipersonales, con unas largas y delgadas varillas que sobresalían de sus morros y se remataban en unos pequeños alerones estabilizadores. Cuando ambos vehículos se acoplaban, las motos volaban como una sola, aunque los dos pilotos podían conducir.

El explorador giró violentamente a la derecha, intentando aplastar a Luke contra un bosquecillo de árboles jóvenes. En el último segundo, Luke apoyó todo su peso en el lado izquierdo e hizo girar a las motos cohete, volviendo de nuevo a la posición vertical, Luke encima y el explorador debajo.

El soldado Imperial dejó de resistir la fuerza de giro a la izquierda que Luke imprimía, y empujó con todo su peso en la misma dirección, haciendo que las motos giraran ciento ochenta grados, quedando otra vez verticales, pero... con un enorme árbol erigiéndose frente a Luke.

Sin pensarlo dos veces, saltó de la moto. Una fracción de segundo después, el explorador viró fuertemente a la izquierda, los vehículos se separaron y la moto de Luke se estrelló —sin piloto— contra el grueso tronco.

Luke dio vueltas y vueltas sobre un talud cubierto de musgo, frenándose suavemente. El explorador ascendió y dio la vuelta, buscándole.

Luke corrió, dando tumbos, fuera de los arbustos, mientras la moto del explorador le perseguía a todo gas y disparando ininterrumpidamente su cañón de láser. Luke encendió su espada de láser y se plantó en el centro de un claro. Su arma interceptaba cada disparo del soldado Imperial, pero la moto continuaba acercándose. En pocos instantes, ambos se encontrarían. El explorador aceleró aún más, pretendiendo cortar en dos al joven Jedi, pero en el último momento Luke se hizo a un lado —midiendo el tiempo con la exactitud de un torero que se enfrentara a un toro propulsado por cohetes— y cortó las horquillas de dirección del vehículo con un solo y poderoso tajo de su espada de luz láser.

La moto comenzó primero a vibrar, luego a cabecear y, por último, a girar frenéticamente. En un segundo estaba por completo fuera de control y, otro segundo más tarde, era una fragorosa bola de fuego que se alzaba sobre el bosque.

Luke desactivó su espada de láser y se encaminó de vuelta buscando a los demás.

La lanzadera de Vader giró en torno a la porción incompleta de la Estrella de la Muerte y se introdujo hábilmente en el principal muelle de embarque. Silenciosos mecanismos bajaron la rampa de la nave del Señor Oscuro; silenciosos eran sus pasos, deslizándose sobre el frío acero; rápidas zancadas al servicio de sus glaciales propósitos.

El corredor principal estaba lleno de cortesanos que esperaban una audiencia con el Emperador. Vader frunció los labios al verlos. «Todos eran unos estúpidos», pensó. Pomposos aduladores con túnicas de terciopelo y rostros pintados; perfumados obispos pasándose notas y haciendo juicios entre ellos —¡y a quién más le importaban!—. Grasientos mercaderes de favores, doblados por el peso de unas joyas aún tibias por el calor de sus previos y asesinados propietarios. Hombres y mujeres, fáciles o violentos, pero todos codiciando alguna prerrogativa o algún soborno.

Vader no tenía ninguna paciencia con esa mezquina basura. Pasó entre ellos sin manifestar el más mínimo reconocimiento, aunque muchos de ellos hubieran pagado encantados por recibir una sola mirada aprobatoria del excelso Señor Oscuro.

Al llegar al ascensor que subía hasta la torre del Emperador, encontró la puerta cerrada. Unos guardias —de rojas túnicas y fuertemente armados— flanqueaban el pozo, pareciendo no advertir su presencia. Un oficial sobresalió de entre las sombras y avanzó sobre Vader cortándole el paso.

—No se puede entrar —dijo llanamente el oficial.

Vader no gastó palabras. Alzó su mano, con los dedos extendidos, en dirección del oficial. Inevitablemente, el oficial comenzó a ahogarse. Sus rodillas temblaron, doblándose, y su cara adquirió un tinte ceniciento.

Boqueando, haciendo un supremo esfuerzo por respirar, logró decir:

—Es la... voluntad... del... Emperador.

Como impulsado por un resorte, Vader aflojó la presión sobre su presa. El oficial, respirando de nuevo, cayó temblando sobre el suelo, mientras se frotaba el cuello.

—Aguardaré su conveniencia —dijo Vader. Se volvió y miró por los ventanales. El verdoso Endor brillaba sobre él, flotando en el espacio, casi como si radiara luz mediante alguna fuente interna de energía. Vader se sentía atraído por Endor, como si la luna fuera un imán, un vacío succionador o una antorcha que brillara oscuridad.

Han y Chewie estaban sentados en el claro del bosque apoyados entre sí, callados y próximos. El resto del comando descansaba cuanto era posible esparcidos en grupos de dos y tres soldados. Todos aguardaban.

Incluso 3PO estaba callado; sentado junto a R2, se limpiaba sus metálicos pies a falta de otra cosa mejor que hacer. Los demás miraban sus relojes o comprobaban sus armas, mientras se desvanecía la luz del atardecer.

R2 permanecía absolutamente inmóvil, salvo por el pequeño radar que remataba su cúpula azul y plata no paraba de girar escrutando el terreno. R2 exudaba la paciencia del que ejecuta una función u opera un programa.

De pronto comenzó a pitar.

3PO cesó su limpieza obsesiva y miró al bosque con aprensión.

—Alguien viene —tradujo para los demás.

Toda la escuadra saltó como un solo hombre y se aprestaron con las armas a punto. Una ramita se rompió con estruendo en la maleza. Nadie respiraba.

Con paso cansino, Luke salió de entre la maleza hasta alcanzar el centro del claro. Todo el mundo, relajándose, depuso las armas. Luke estaba demasiado cansado para preocuparse por el recibimiento. Se tiró de golpe sobre el duro y sucio suelo junto a Solo, y se tumbó de espaldas con un exhausto gemido.

—Un día duro, ¿eh, muchacho? —comentó Han.

Luke sonrió, apoyándose sobre un codo. Habían hecho un montón de ruido y de esfuerzo sólo para acallar a una pareja de exploradores Imperiales, ¡y todavía faltaba la parte realmente dura! Pero Han aún podía mantener su tono ligero y bromista. Era como un estado de gracia, ese peculiar encanto suyo. Luke deseaba que nunca faltara en el Universo esa cualidad.

—Espera que lleguemos a ese generador —replicó con dulzura.

Solo miró en torno al lugar de donde había salido Luke y dijo:

—¿Dónde está Leia?

—¿Aún no ha venido? —dijo Luke, crispándosele el rostro súbitamente.

—Yo creí que estaba contigo —dijo Han, alzando la voz.

—Nos dividimos —explicó Luke, cambiando una ceñuda mirada con Han.

Ambos se levantaron lentamente.

—Lo mejor será buscarla —decidió Luke.

—¿No quieres descansar un momento? —sugirió Han. Podía ver la fatiga asomando en el rostro de Luke y quería evitar que pasara por otra prueba que, seguramente, absorbería más fuerzas de las que ambos tenían.

—Quiero encontrar a Leia —dijo con suavidad.

Han asintió sin discutir e hizo una seña al oficial Rebelde, que era segundo en el mando del grupo de asalto. El oficial se acercó corriendo y saludó.

—Haga avanzar al comando —ordenó Solo—. Nos reuniremos en el generador del escudo a las 0,30.

El oficial saludó de nuevo y organizó inmediatamente las tropas. En menos de un minuto se deslizaban por el bosque, contentos de moverse por fin.

Luke, Chewbacca, el General Solo y los dos androides partieron en dirección opuesta. R2 señalaba el camino girando todas sus antenas y escrutando con sus sensores para percibir los parámetros de su ama; los demás lo seguían a través del bosque.

Cuando Leia recuperó la consciencia, lo primero que advirtió fue que su codo izquierdo estaba mojado. Yacía sobre una charca de agua, empapado.

Sacó el codo del agua —chapoteando un poco— percibió algo más: dolor, dolor en todo el brazo al moverlo. Por el momento prefirió dejarlo quieto.

Lo siguiente que percibió fueron un sinfín de sonidos: el chapoteo que produjo al mover el codo, el susurro de las hojas mecidas por el viento, el canto ocasional de un pájaro. Rumores del bosque. Lanzó un gemido, tomó aliento y entonces escuchó su propio gemido.

Ahora era consciente de los olores que se infiltraban por las ventanillas de su nariz. El olor del musgo húmedo, los efluvios del oxígeno producido por las hojas, el aroma de la miel en un panal cercano, la fragancia de extrañas flores.

El sentido del gusto se despertó junto con el del olfato: sabor de sangre en su boca. Abrió y cerró las mandíbulas varias veces para localizar de dónde provenía la sangre, pero no lo consiguió. En cambio, el intento trajo consigo el reconocimiento de nuevos dolores: en su cabeza, cuello y espalda. Intentó mover de nuevo los brazos, pero el intento suponía una lista completa de dolores. Así pues, se inmovilizó otra vez.

El calor envolvía sus sentidos. El sol templaba los dedos de su mano derecha, mientras que la palma, en sombra, permanecía fría. Una ligera brisa acarició sus pantorrillas. Su mano izquierda, apretada contra su cintura, permanecía caliente.

Se sentía... despierta.

Con lentitud —reticente a comprobar su estado, ya que al ver las cosas éstas se convierten en reales, y su propio y dañado cuerpo era una realidad que no quería aceptar—, con lentitud, abrió los ojos. A ras del suelo todo era confuso. Veía sólo brumas marrones y grises que, en la distancia, progresivamente se convertían en verde brillante. Poco a poco comenzó a enfocar las cosas.

Y entonces, Leia vio al Ewok. Era una pequeña y extraña criatura cubierta de pelo. Estaba de pie, a un metro de distancia, y no mediría más que eso. Poseía unos curiosos y grandes ojos de color marrón oscuro y unas chaparras zarpas con dedos. Cubierto completamente —de la cabeza a los pies— con una piel marrón, lanosa y suave, se parecía enormemente a la mullida muñeca Wookiee, con la que Leia jugó de pequeña. De hecho, cuando vio por primera vez a la criatura frente a ella, pensó que era sólo un sueño, una imagen infantil producida por su dolorido cerebro.

Pero no era un sueño. Era un Ewok y respondía al nombre de Wicket.

Tampoco debía de ser exclusivamente un ser encantador, porque al enfocar Leia mejor, pudo ver un cuchillo sujeto a su cintura. No llevaba nada más, salvo una capucha de fino cuero que le cubría la cabeza.

Se observaron el uno al otro, inmóviles, durante un largo minuto. El Ewok parecía desconcertado por la Princesa; no sabía lo que ella era ni lo que se proponía hacer. Por el momento, Leia quiso ver si era capaz de sentarse.

Se sentó profiriendo otro gemido.

El sonido, aparentemente, asustó a la pequeña bola de peluche, porque saltó rápidamente hacia atrás, tropezó y cayó al suelo.

—¡Eeeep! —graznó.

Leia se examinó atentamente, buscando indicios de algún daño serio. Sus ropas estaban desgarradas y tenía cortes, arañazos y quemaduras por todos lados, pero no parecía tener nada definitivamente roto. Por otro lado, no tenía la menor idea de dónde se hallaba. Gimió de nuevo.

El gemido provocó al Ewok. Saltó, poniéndose en pie, aferró una lanza de metro y medio y la esgrimió defensivamente en contra de Leia. Con suma cautela, giró en círculos en torno a la Princesa a la que apuntó con su jabalina, claramente más asustado que agresivo.

—Oye: para ya —dijo Leia, apartando, molesta, la punta de la lanza. Sólo faltaba que un osito de peluche la ensartara con su lanza. Con más dulzura añadió—: No voy a hacerte ningún daño.

Se levantó enérgicamente y comprobó el estado de sus piernas. El Ewok se apartó receloso.

—No tengas miedo —dijo Leia, intentando poner una nota tranquilizadora en su voz—. Sólo quiero ver que le ha pasado a mi moto-cohete. —Sabía que cuanto más hablara en ese mismo tono, más calmaría a la pequeña criatura. Aún más: si podía hablar es que todo iba bien.

Sus piernas no estaban del todo firmes, pero fue capaz de caminar lentamente hasta los retorcidos restos de la moto que yacían —medio fundidos— al pie de un árbol parcialmente ennegrecido.

Este movimiento la separó del Ewok, quien, como un cachorro asustadizo, lo tomó como un indicio de seguridad y se acercó también al lugar del accidente. Leia cogió la pistola de láser del explorador Imperial; era todo lo que quedaba de él.

—Creo que salté en el momento preciso —musitó.

El Ewok estudió la escena con sus grandes ojos brillantes, meneó la cabeza y graznó, vociferante, durante algunos segundos.

Leia miró al denso bosque que se cerraba en torno suyo y luego, suspirando, se sentó sobre el tocón de un árbol. Estaba al nivel visual del Ewok y, una vez más ambos se observaron; un tanto desconcertados y preocupados.

—Tengo problemas —explicó Leia—. Estoy aquí inmovilizada y ni siquiera sé dónde está «aquí».

Apoyó la cabeza sobre las manos, en parte para reflexionar sobre su suerte, y en parte para aliviar un poco el dolor de sus sienes. Wicket se sentó a su lado e imitó a la perfección su postura —la cabeza entre sus zarpas y los codos apoyados sobre las rodillas— y lanzó un consolador suspiro Ewok.

Leia rió apreciativamente y rascó la peluda cabeza de la criatura, justo entre las orejas. El Ewok ronroneó como un gatito.

—¿No tendrás, por casualidad, un intercomunicador encima? —Era una broma tonta, pero esperaba que quizá hablando se le ocurriera alguna idea.

El Ewok parpadeó varias veces y devolvió una mirada confusa.

—No, creo que no —dijo Leia, sonriendo.

De pronto, Wicket paralizó su expresión, giró las orejas y olfateó el aire. Inclinó luego la cabeza en un gesto revelador de la máxima atención.

—¿Qué sucede? —susurró Leia. Obviamente algo malo.

Entonces lo oyó: un leve crujido en los matorrales a su espalda, seguido por el sonido de roce de un cuerpo.

Al instante, el Ewok profirió un fuerte y aterrorizado chirrido. Leia desenfundó la pistola y se parapetó tras el tocón del árbol. Wicket se escabulló, introduciéndose en una abertura bajo el tocón. Un largo y tenso silencio siguió a continuación. Leia concentró todos sus sentidos preparándose para luchar en los cercanos matorrales.

Pese a sus preparativos, no esperó que el disparo de láser proviniera de la dirección en que lo hizo: alto y por la derecha. Estalló frente al tronco, produciendo una ducha de luz y agujas de pino. Replicó con dos rápidos disparos, pero justo en ese momento percibió algo detrás de ella. Se dio la vuelta muy lentamente y encontró a un explorador Imperial irguiéndose sobre ella y apuntándole a la cabeza con su arma. El explorador alargó la mano para coger la pistola que Leia sostenía.

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