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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (17 page)

BOOK: Tierra de bisontes
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Al romper el molde obtuvieron varias masas más o menos informes, así como ocho balas aprovechables que concluyeron de pulir con ayuda de piedras rugosas.

El andaluz no pudo menos que comentar:

—Dudo que consigamos acertarle a nadie con esto, pero de lo que no cabe duda es de que, si lo matamos, será un muerto muy rico; se irá a la tumba con unas tres onzas de oro en el cuerpo.

Como el día había resultado especialmente duro decidieron pasar allí mismo la noche, por lo que durmieron a pierna suelta hasta que, cerca ya del amanecer, un intenso olor que se extendía sobre la llanura como una silenciosa amenaza obligó a despertarse al gomero, que de inmediato comenzó a ventear el aire como un perro de caza.

Desconcertado, optó por sacudir a quien roncaba apaciblemente a su lado.

—¡Silvestre…! —susurró—. ¡Despierta, Silvestre! ¿A qué carajo apesta?

El otro se puso en pie de un salto, olfateó a su vez el aire y al poco exclamó excitado:

—¿Carajo? ¡La leche! No apesta a ningún carajo, cretino… ¡Apesta a búfalo!

Permanecieron muy quietos, atisbando en silencio en todas direcciones, y al cabo de unos minutos y a la tenue luz de las últimas estrellas advirtieron cómo una auténtica muralla de reses, la mayoría de las cuales los superaban en altura, avanzaba lentamente hacia ellos y se encontraba en aquellos momentos a menos de veinte metros de distancia.

Hicieron lo único que podían hacer en tan apuradas circunstancias: recoger en un santiamén todo cuanto poseían para trepar como monos al árbol más alto y más grueso de las proximidades.

El alba los sorprendió sentados a horcajadas sobre sendas ramas, descubriendo, atónitos, cómo bajo ellos el mundo se había convertido en una interminable alfombra viva, mugiente y pestilente, de muy distintas tonalidades de castaño oscuro.

Para el gomero, su situación era algo parecido al hecho de acomodarse en la cofa de un barco a observar cómo las olas cruzaban bajo la quilla para ir a perderse de vista en el horizonte.

Y de vez en cuando una de esas olas golpeaba con fuerza contra el casco, en forma de un bisonte de setecientos kilos que se rascaba furiosamente el lomo, obligando a quienes se encontraban en la copa a agarrarse con todas sus fuerzas si no querían ir a parar entre los cuernos de la bestia.

—¿Cuántos calculas que habrá? —quiso saber el gomero en un momento dado.

—Es fácil averiguarlo —fue la humorística respuesta—. Cuenta las patas y divide por cuatro.

—¿Y si hay alguno cojo?

—Se suma uno más.

—¿Es así como has aprendido a hacerlo de los pieles rojas?

—¡No! Los pieles rojas tan sólo saben contar hasta los dedos de las manos; a partir de diez es «muchos».

—¿Y tendremos que quedarnos aquí todo el día?

—Y toda la noche, a no ser que bajemos y les pidamos permiso para que nos dejen pasar.

Al poco rato, y en vista de que no había gran cosa que hacer allí trepados, el andaluz comenzó a canturrear en voz alta una vieja canción que solía circular por las tabernas de Santo Domingo:

La reina Anacaona era,

según cuenta Alonso de Ojeda,

que la conoció muy bien:

«Una diosa hecha por Dios,

la mujer hecha mujer,

la dueña de mi corazón,

la belleza hecha belleza,

la luz donde la luz brilla

la pasión hecha pasión,

un auténtico putón

y más lista que una ardilla».

Y el mango de Anacaona,

más que un sabroso manjar,

era un extenso poema

que me encanta recitar.

Era dulce, era sabroso,

era tibio y perfumado,

era muy terso por fuera

y por dentro sonrosado.

Hendido por la mitad

por una sencilla raya,

juran quienes lo cataron

que más bien sabía a papaya.

Al concluir inquirió interesado:

—¿Fuiste uno de los que consiguieron comprobar que tan fastuoso mango sabía a papaya?

—Por desgracia no, pese a que conocí personalmente a la princesa y a mi modo de ver era una de las mujeres más hermosas y excitantes que han existido —admitió el canario—. El día en que el hijo de la gran puta del gobernador Ovando la mandó ahorcar, comprendí que si no éramos capaces de respetar tanta gracia y belleza, no respetaríamos nada, y los Ovando de turno, que suelen ser legión, acabarían por destrozar el paraíso.

—Pues a mí Santo Domingo no me pareció en absoluto un paraíso.

—Porque en menos de diez años lo habíamos convertido en un auténtico infierno. —El canario hizo un gesto hacia abajo al añadir—: ¿Ves todos estos animales pastando tranquilamente? Te garantizo que cuando llevemos aquí algún tiempo habremos acabado con ellos.

—No creo que nadie sea capaz de acabar con tanto bicho ni aun a propósito —sentenció el andaluz.

—Los hombres blancos sí —fue la decidida respuesta—. O intentarán apoderarse de ellos, o los destruirán, porque ése es su sino. Lo vi en la Gomera, lo vi en La Española, y espero no verlo aquí, pero estoy seguro de que así ocurrirá.

Ocurriera o no algún día, lo cierto fue que, tal como el gaditano había pronosticado, los bisontes permanecieron bajo el árbol todo el día y gran parte de la noche, pero cuando, ya con el nuevo amanecer, los dos viajeros se disponían a descender de su incómodo refugio, se vieron obligados a permanecer en el mismo lugar, e incluso a ascender aún más para ocultarse entre la espesura, pues descubrieron que una partida de más de treinta pieles rojas merodeaban por los alrededores en pos de los bisontes.

—¡Mierda! ¡Lo que nos faltaba…!

Los espiaron sin poder menos que admirarse una vez á más ante la astucia, paciencia y habilidad de que hacían gala para abatir a sus presas sin asustar al resto de la manada, y tan sólo cuando se cercioraron de que se habían perdido de vista rumbo al sur cargando con cinco enormes animales despedazados, se decidieron a poner de nuevo el pie en tierra.

Les dolían los huesos, les dolían las manos, les dolían las articulaciones, y si no les dolían incluso las ideas era porque en esos momentos no se sentían capaces de tener ninguna.

Tres días más tarde, Silvestre Andújar se sorprendió al advertir que su amigo llevaba más de una hora inmóvil, con la vista clavada en el horizonte, en dirección a poniente.

—¿Te ocurre algo? —quiso saber.

—¡Calla!

—¿Pero qué diablos te pasa?

El gomero alargó el brazo señalando con el dedo hacia el punto en que tenía clavada la vista, al tiempo que inquiría:

—¿Ves aquellas nubes negras?

—¡Naturalmente! ¿Qué les sucede?

—Que se mueven rápidamente hacia el norte.

—¡Suerte la nuestra! Si se dirigen al norte no nos mojaremos.

—¡Desde luego! Pero el caso es que hay una, a la que vengo observando hace casi una hora, que no se mueve.

—¡Estará cansada!

—¡No seas idiota y piensa un poco! —lo reprendió su compañero de viaje dirigiéndole ahora una larga mirada de reproche—. ¿Qué es lo que puede hacer que una nube no se mueva de su sitio cuando las demás lo hacen empujadas por el viento?

—¿Que esté tropezando con algo?

—¡Exactamente! —dijo el canario en un tono que mostraba la magnitud de su entusiasmo—. Y si está tropezando con algo no puede ser más que una montaña; y si es una montaña tiene que tener por lo menos ochocientos metros de altura, o de lo contrario la nube no tropezaría con ella… ¡Dios bendito! —casi sollozó—. ¡Al fin se acabarán las malditas praderas! ¡Al fin!

Según Silvestre Andújar, a «las malditas praderas» sucedieron «las puñeteras montañas», con lo cual salía perdiendo en el cambio.

Por el contrario, el gomero se sentía tan a gusto como en su isla natal, probablemente el lugar más accidentado del mundo y por cuyas quebradas y precipicios había aprendido a moverse incluso bastante antes de aprender a hablar.

Hijo y nieto de pastores aborígenes, aquellos míticos guanches cuya principal fuente de riqueza eran unas cabras de las que al parecer habían aprendido los trucos que les permitían trepar por los más agrestes parajes, el canario saltaba y brincaba de una roca a la siguiente con el desparpajo y la alegría de quien está disfrutando alegremente de las olas en una soleada playa tropical.

Mientras el infeliz gaditano sufría, sudaba y resoplaba trepando por una ladera o cerraba los ojos horrorizado al alcanzar el borde de un abismo, su compañero de viaje se entusiasmaba hasta el punto de que en ocasiones decidía dar «un pequeño paseo» hasta la cima de una montaña de casi mil metros con el único fin de contemplar el paisaje.

—Tú no eres guanche —protestaba el andaluz—. Tú eres el resultado del cruce de un mono y una cabra.

Y es que las técnicas empleadas por el canario para trepar a una pared de roca, o descender por un barranco, hubieran puesto los pelos de punta al alpinista más experimentado.

Mientras los escaladores tradicionales ascendían muy despacio y con sumo cuidado procurando asentar firmemente los pies y una de las manos antes de alargar la otra en busca de un saliente o una grieta que les sirviera de punto de apoyo con el fin de progresar unos centímetros, afirmarse bien e intentarlo de nuevo, el gomero prefería utilizar en sus subidas la larga garrocha de la que jamás se separaba.

Para ello sujetaba firmemente en su parte superior una gruesa cuerda en forma de lazo, tal como suelen emplear los perreros.

Desde dondequiera que se encontrase iba elevando la pértiga hasta que descubría, la mayor parte de las veces a dos o tres metros sobre su cabeza, un saliente de roca que se le antojaba apropiado, y que enlazaba con sorprendente habilidad. A continuación, tiraba varias veces de la pértiga hasta cerciorarse de que la cuerda se encontraba fuertemente asentada en el saliente de roca.

Una vez comprobado ese punto, ascendía a pulso por la garrocha como pudiera hacerlo un buen gimnasta, aunque en ocasiones apoyaba los pies en la pared.

Una vez acomodado arriba repetía la operación con tanta naturalidad, limpieza, rapidez y seguridad, que a los ojos de cualquier testigo parecía un juego de niños pese a que lo cierto era que llevarlo a cabo exigía una sangre fría y una preparación física que no estaba al alcance de quien no fuera, como el canario, «el resultado de la unión de un mono y una cabra».

Los descensos resultaban aún más espectaculares.

En estos casos utilizaba la garrocha clavándola justo debajo de donde se encontraba para dejarse deslizar por ella sin que se inclinara lo más mínimo ni a un lado ni a otro.

También la usaba como pértiga que le permitía saltar a través de un abismo o de una roca a la siguiente como si no se encontrara sometido a las rígidas reglas de la gravitación universal, y asombraba advertir cómo era capaz de caer violentamente en un punto para quedarse clavado en él con una simple flexión de piernas o como si los pies se le hubieran atornillado al suelo.

En los tiempos actuales, el canario Cienfuegos hubiera sido un excelente gimnasta olímpico; a principios del siglo XVI no era más que el fruto de las circunstancias que le había tocado vivir, y en las que su supervivencia había dependido demasiado a menudo de tan excepcionales condiciones físicas.

Y de una absoluta carencia de miedo a las alturas.

Para los habitantes de la isla de la Gomera, la palabra «vértigo» no tenía razón de ser porque de lo contrario dejaban automáticamente de ser gomeros.

Si habían llegado a ello por costumbre o era algo que estaba ya en sus genes, nadie podría saberlo, pero lo cierto era que al andaluz Andújar, criado en una tranquila playa gaditana, se le revolvían las tripas y le daban vahídos tan sólo de observar cómo Cienfuegos llegaba hasta el borde de un terrorífico precipicio para detenerse a admirar el paisaje con la naturalidad con que lo contemplaría desde el centro de una pradera.

—¿Qué pasará si en una de esas te caes y te rompes la crisma? —protestaba mohíno—. Me quedaré solo en esta maldita tierra que se diría la antesala del infierno. ¿Habías visto alguna vez algo parecido?

—Ni por lo más remoto —fue la sincera respuesta—. Cuando decidí retirarme a una isla de las costas de Cuba lo hice convencido de que ya el mundo no tenía nada nuevo que enseñarme, pero en estos últimos meses no ha parado de reservarme sorpresas. Primero aquel increíble río, más tarde las praderas, y ahora esta asombrosa meseta roja que tampoco parece tener fin. ¡Mira aquella formación rocosa! Recuerda un castillo erizado de almenas. A veces me da la impresión de que este lugar es como el cuarto de juegos de unos gigantescos niños que lo hubieran dejado todo desordenado.

Razones tenían el canario y el gaditano al asombrarse, puesto que su larga caminata los había llevado directamente desde las casi infinitas praderas del Medio Oeste a la portentosa meseta del río Colorado, una extensión de terreno tan grande como España, desolada y prácticamente desierta pero en la que la naturaleza se había mostrado más caprichosa que en cualquier otro rincón del planeta.

Les costaba un enorme trabajo admitir que aquel rugiente río de aguas fangosas que apenas era un poco más ancho que el Guadalquivir, hubiera sido capaz de excavar un cañón de más de mil metros de profundidad, por muy blando que fuera el terreno que conformaba la mayor parte de la prodigiosa meseta.

Sin duda alguna el viento había acudido en ayuda del agua, ya que si bien esa agua era bastante escasa, el viento se encontraba siempre presente aportando ingentes cantidades de arcilla y arenisca que trazaban dibujos que parecían fruto de la imaginación de un pintor desquiciado.

El salitre, pequeñas conchas y algún que otro fósil de extraños peces llevaban a pensar que la región había sido millones de años atrás el fondo de un mar que se había retirado sin razón aparente.

—Éste debe de ser el final de la Tierra —repetía una y otra vez Silvestre Andújar, cada vez más convencido de sus teorías—. Esto es el caos, y más allá acaba todo.

—¿En un abismo? —se sorprendía el gomero.

—En la inmensidad del espacio, semejante a la que tenemos sobre nuestras cabezas —era la recurrente explicación—. Esto que estamos pisando es el suelo, pero a partir de aquí comienza el vacío hasta llegar a la Luna, que es el planeta más cercano. ¡El suelo es un límite! De igual modo, cuando lleguemos al final de la Tierra habremos alcanzado otro de sus límites. Tan sencillo como eso, y mucho más sencillo que aceptar que el mundo es redondo y podemos caminar sobre él sin caer al vacío por nadie sabe qué extraño milagro.

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