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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (18 page)

BOOK: Tierra de bisontes
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En ocasiones, y dependiendo del estado de ánimo del canario, la discusión se prolongaba durante horas, pero ante la evidencia del auténtico «caos» en que parecía haberse convertido ese mundo, Cienfuegos empezaba a aceptar que tal vez su exaltado compañero tuviera razón.

Según le había enseñado en su día el sabio cartógrafo Juan de la Cosa, las estrellas que se encontraban en aquellos momentos sobre su cabeza correspondían a un punto en el que, de acuerdo con las teorías de don Cristóbal Colón, debía de estar situado el mismísimo corazón de China, pero resultaba evidente que los dichosos chinos continuaban sin aparecer por parte alguna.

A la vista de ello, la lógica obligaba a aceptar que tal vez el error no estuviera en unos cálculos excesivamente conservadores, sino en que toda la teoría fuera un error en sí misma.

Sentados sobre enormes piedras en el corazón de la agreste meseta de un río de aguas fangosas, sin tener ni la menor idea de dónde se encontraban o hacia dónde se dirigían, todo invitaba a reconocer que efectivamente la dichosa Tierra era condenadamente plana.

Y es que, por si fuera poco, las cosas se les estaban complicando más y más día tras día, puesto que cabria pensar que el eventual anuncio del final de esa tierra significaba de igual modo el final de sus habitantes, fueran éstos seres humanos, animales o plantas.

La marcha se fue haciendo cada vez más lenta, no sólo a causa de lo abrupto del terreno, sino en especial debido al hecho incuestionable de que el agotado Silvestre Andújar se hallaba al borde del colapso total.

Escasa comida, aguas sucias, semanas caminando y un calor asfixiante habían tenido la «virtud» de convertir a un muchacho animoso y dispuesto a luchar por su vida, en un personaje derrotado y huraño que en ciertos momentos incluso parecía a punto de lanzarse por uno de los incontables precipicios que encontraban a su paso, decidido a acabar definitivamente con tan insufribles padecimientos.

—¡Demasiado lejos de Cádiz! —musitaba en ocasiones—. ¡Demasiado lejos de todo! ¿Qué sentido tiene llegar hasta el fin de la Tierra para darnos cuenta de que tenemos que volver atrás?

Cienfuegos se esforzaba intentando encontrar argumentos que lo animasen a seguir, pero lo cierto era que tales argumentos escaseaban e iban perdiendo eficacia a medida que se sucedían las fatigosas jornadas de avanzar sin rumbo, seguidas por nuevas jornadas de igual modo fatigosas y desesperantes.

Ya ni siquiera la «ruta de las estrellas» les servía de ayuda, puesto que resultaba del todo imposible dar un solo paso en la oscuridad por una región en la que incluso a plena luz del día corrían peligro de despeñarse.

—¿Qué rumbo llevamos?

—No lo sé.

—¿Y qué rumbo deberíamos llevar?

—Tampoco lo sé.

—En ese caso, ¿a qué viene seguir caminando?

—A que quedarnos quietos es tanto como condenarnos a morir como perros asustados, y el hijo de mi madre no nació para morir como un perro asustado.

—Empiezo a creer que el hijo de mi madre sí.

—No, mientras yo pueda impedirlo.

Redujeron las horas de marcha a las primeras de la mañana y las últimas de la tarde, cuando el calor disminuía, pero debido a ello y a lo abrupto del terreno apenas progresaban, por lo que en ocasiones transcurrían casi tres días desde el momento en que divisaban en el horizonte una de aquellas inmensas rocas rojas que semejaban dedos que acusaran al cielo, hasta que la perdían de vista a sus espaldas.

Y cuando soplaba con fuerza el viento se veían obligados a detenerse porque traía tal cantidad de arena y la empujaba con tanta violencia que amenazaba con destrozarles los ojos.

—¿Por qué…? —casi sollozaba en esos momentos el gaditano—. ¿Por qué, Señor? ¿Qué te hemos hecho para merecer semejantes castigos? ¿En qué te hemos ofendido?

El canario trataba de explicarle que no era necesario ofender al Señor para que éste decidiera enviar los mayores sufrimientos imaginables porque, como le había dicho Ingrid en cierta ocasión: «Su gran problema estriba en que siempre está mirando demasiado lejos y por lo tanto no puede ver ni la belleza ni el horror de lo que ha creado».

La grandiosa belleza del lugar en que se encontraban no admitía descripción posible, como tampoco la admitía el horror de verse forzados a atravesarlo sin tener ni la menor idea sobre cuánto tiempo podrían tardar en hacerlo, si es que finalizaba en alguna parte.

Una mañana en la que llegaron al pie de una de aquellas impresionantes columnas de roca de casi cuatrocientos metros de altura que parecían haber surgido desde el fondo de la tierra como si una monstruosa mano las hubiera empujado de improviso, Cienfuegos decidió escalarla con el fin de intentar orientarse desde la cima, por lo que indicó al andaluz que continuara avanzando hasta un grupo de rocas que se distinguían más adelante y que conformaban una especie de gran caverna poco profunda en la que podría descansar a la sombra.

Andújar obedeció sin rechistar puesto que parecía haber dejado todas las decisiones en manos de quien aún mantenía íntegra su entereza, por lo que el canario dejó al pie de la montaña todo cuanto le estorbaba y, sin más carga que la pértiga, la cuerda, el odre de agua y un poco de carne seca, inició una de aquellas sorprendentes ascensiones que tenía por costumbre, lo que le permitió alcanzar una ancha explanada desde la que podía atisbar un horizonte libre y despejado hacia los cuatro puntos cardinales.

La belleza deja de ser belleza cuando se torna tan agresiva y amenazante que quien la contempla ya no puede admirarla porque empieza a temerla.

El agreste y caótico infierno de rocas rojas consiguió angustiar incluso a quien se había enfrentado a todos los peligros conocidos. En cualquier otro lugar por el que el canario hubiera transitado, incluso en situaciones harto difíciles, existía vida animal, mientras que en el corazón de la gigantesca meseta del Colorado se tenía la abrumadora impresión de que aquél era un reino mineral con muy ligeros toques de vida vegetal.

Rocas, piedra, polvo y tierra, todo ello en las más infinitas gamas de rojos que cupiera imaginar, y todo ello bajo un sol de fuego y un cielo de un azul añil en el que no se distinguía ni tan siquiera una nube.

El mundo había muerto.

¡Dios nos asista!

El mismo paisaje mirando en dirección norte, sur y oeste, mientras que hacia el este quedaba el lugar por el que habían venido, sin que se distinguiera ya ni el menor asomo de las interminables praderas que tanto les había costado atravesar.

—¡La puta…! —masculló en voz alta el desolado canario—. ¿Qué le digo yo ahora al pobre Silvestre?

Se aproximó al borde de la explanada con intención de buscar a su amigo con la vista, y fue en ese justo momento cuando descubrió que algo se movía en la distancia.

Aguzó la vista y a poco dejó escapar un amargo lamento: una treintena de semidesnudas figuras humanas se aproximaban con sigilo al punto en el que el gaditano dormía, ajeno al peligro.

Su primera intención fue gritar intentando advertirle de la presencia de los salvajes, pero al instante comprendió que no lo oiría mientras que tal vez llamase la atención de alguno de los guerreros, que cruzaba en esos momentos casi al pie de la columna de roca en cuya cima se encontraba.

Optó por tanto por echarse a tierra, asomar apenas la cabeza y observar, confiando en que tal vez los guerreros de piel roja no se hubieran percatado de la presencia del andaluz y pasaran de largo.

Durante casi diez minutos mantuvo la esperanza mientras rezaba todo cuanto sabía, pero al cabo de ese tiempo resultó evidente que los salvajes sabían muy bien lo que hacían y hacia dónde se encaminaban, pese a que continuaban avanzando con infinitas precauciones.

El agotado Silvestre Andújar ni siquiera se enteró de lo que estaba ocurriendo hasta que cuatro hombres cayeron sobre él y lo despojaron de sus armas antes de que tuviera tiempo de reaccionar.

Desde su privilegiado mirador, el canario pudo observar cómo los indígenas giraban en torno a su prisionero, lo tocaban, le tiraban de la barba y estudiaban como a un animal nunca visto anteriormente, para obligar por último a recoger sus pertenencias y reiniciar su marcha rumbo al sudeste llevándoselo atado por el cuello como a un preciado trofeo o animal peligroso.

En un momento dado, el gaditano dirigió una larga mirada a la cima de la montaña, y, pese a hallarse demasiado lejos, al gomero no le cupo duda de que había sido una mirada de súplica.

Siguió con la vista al numeroso grupo hasta que desapareció tras una pequeña colina de piedras, pero prefirió mantenerse inmóvil puesto que no podía estar absolutamente seguro de que algún piel roja no se hubiera quedado rezagado y al acecho.

Comenzaba a caer la tarde, y con la llegada de las primeras sombras el canario comprendió que no podía iniciar el descenso sin correr el riesgo de precipitarse al abismo.

Se tumbó por lo tanto cara al cielo, mientras las tinieblas se apoderaban del firmamento; luego, aparecieron miríadas de estrellas, que parecían estar allí más cerca que en ningún otro lugar del mundo, y por último una luna de un color amarillo rabioso.

Bañado por la luz de esa luna, el canario Cienfuegos se preguntó cómo era posible que un ser humano se encontrara absolutamente solo y desamparado en la cumbre de un dedo de piedra roja, a miles de millas del lugar en que había nacido.

«Quizás sea éste el mejor lugar para morir —se dijo—. Quizás lo que debería hacer es quedarme en lo alto de este gigantesco túmulo funerario y, como opina Silvestre, permitir que concluyan mis sufrimientos. Si el destino pretendía empujarme hasta el límite de mis fuerzas, lo ha conseguido.»

Incluso los hombres como el gomero, inasequibles al desaliento, estaban expuestos a experimentar en determinados momentos una profunda crisis emocional que solía ser, por lógica, mucho más difícil de superar que en personas consideradas «normales».

La tensión acumulada durante largos meses de continua huida y peligros sin cuento comenzaba a resquebrajar un espíritu que hasta esos momentos había dado muestras de una sorprendente fortaleza.

Y es que el canario había llegado a la dolorosa conclusión de que, al dejarlo una vez más absolutamente solo, le exigían demasiado.

Silvestre Andújar había sido en primer lugar un compañero de viaje, luego un entrañable amigo, y por último una especie de hermano menor al que se había sentido en la obligación de proteger cuando amenazaba con derrumbarse.

Habían aprendido mucho el uno del otro y se habían apoyado mutuamente durante aquella interminable caminata, por lo que en aquellos momentos el cabrero se sentía como si le hubieran cortado una pierna o le hubieran arrancado la mitad del cerebro.

Cuando Cienfuegos dormía, Silvestre velaba; cuando Cienfuegos marchaba en cabeza, Silvestre lo seguía atado a una cuerda, y cuando Silvestre flaqueaba, Cienfuegos aportaba una visión positiva.

En cierto modo se sentía traicionado por la dejadez del andaluz, que se había quedado dormido en el corazón de una tierra desconocida e inhóspita, y en cierto modo él mismo se sentía culpable por no haberse quedado a velar el sueño de quien se encontraba física y moralmente destrozado.

«¿Qué más puedo hacer? —se preguntó cuando la, primera claridad del día se anunciaba muy vagamente en el horizonte—. Lo ayudé a escapar y le permití sentirse libre durante varios meses; luego comenzó a rendirse y han vuelto a esclavizarlo. Tal vez sea ése su verdadero destino y yo no esté en disposición de hacer nada por evitarlo.»

El ciclo se había completado: el gaditano había caído de nuevo en manos de los pieles rojas, mientras que él se encontraba solo una vez más.

Y la experiencia le enseñaba que siempre se las había arreglado mejor sin ningún tipo de compañía, porque nadie era capaz de soportar los sacrificios que él soportaba, ni poseía los recursos de que siempre había hecho gala.

—Nunca conseguiré regresar a casa cargando con alguien tan derrotado y pesimista —musitó tratando de convencerse a sí mismo de que no conseguiría ayudar a su compañero de viaje—. ¡Nunca! De ahora en adelante es mejor que me las apañe como siempre.

Cuando el sol le dio de lleno en el rostro llegó a la conclusión de que tenía que elegir entre tres opciones: lanzarse de cabeza al vacío, quedarse allí y morir de sed puesto que en el odre apenas quedaban unos sorbos de agua, o iniciar el arriesgado descenso y continuar su desesperante peregrinación hacia el lugar en el que, según Silvestre Andújar, terminaba la Tierra.

—¡Valdrá la pena ver ese lugar! —masculló—. Si allí acaba el mundo debe de ser un abismo del carajo.

Era en verdad «un abismo del carajo», pero la Tierra tampoco acababa en aquel lugar.

Por el fondo del increíble cañón corría un río de aguas rojizas, porque todo tenía que ser lógicamente escarlata, carmín, ocre, rojo, rosado, magenta o colorado en el extraño mundo por el que llevaban semanas deambulando. Pero, por suerte o por desgracia, en la otra orilla un paisaje de idénticas cadenas montañosas de idénticos colores se perdía de vista en la distancia.

—¡No es posible! —se lamentó el gomero tomando asiento sobre una roca—. ¡No es posible! ¡Nada puede ser tan grande…!

Había perdido la cuenta de cuántos días, cuántas semanas o cuántos meses llevaba caminando desde que había naufragado, y no tenía ni la menor idea de cuántas miles de leguas podría haber recorrido en ese tiempo; pero, fueran las que fueran, cada vez que alzaba los ojos lo que alcanzaba a ver parecía querer indicarle que ni siquiera había dado aún el primer paso en la dirección correcta.

A su modo de ver, harto ignorantes debían de ser don Cristóbal Colón, todos los sabios que lo habían precedido, e incluso el mismísimo Juan de la Cosa, al que siempre había querido y respetado, si no tenían la más remota idea de que, antes de llegar a la tan cacareada China, se toparían con el gigantesco territorio con que él, pobre cabrero canario, se había topado.

Aún recordaba al Almirante oteando el horizonte desde el castillo de proa de la
Santa María
, convencido de que de un momento a otro harían su aparición en la distancia los tejados, ¡de oro puro!, de los palacios del Gran Khan.

—¡La madre que te parió! —masculló indignado—. ¡Aquí querría verte yo, hijo de una cabra tuerta! ¿Dónde coño están los malditos palacios de techos de oro? ¿Dónde coño están aunque sean chozas de techo de paja pero con chinos dentro?

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