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Authors: Camilo José Cela

Tags: #Clásico, Relato, Viajes

Viaje a la Alcarria (3 page)

BOOK: Viaje a la Alcarria
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—¡El siete de copas! ¿Quién tiene el siete de copas?

El viajero tiembla de pies a cabeza, nota latir el corazón con violencia, siente la boca seca, aprieta los ojos. El viajero teme que todas las miradas estén fijas en él, clavadas como dardos, sonriendo con malicia, como diciendo: ¿Dónde echó usted sus treses? El viajero piensa, no sabe por qué, quizá para distraerse, en el agua de un río pasando por debajo de un puente. Cuando abre los ojos, poco a poco, ve que nadie le mira.

En San Fernando de Jarama se apean los pescadores. Se cuelgan la caña al hombro, como si fuera un fusil, y tiran, uno detrás de otro, por un sendero que les acerca hasta el río. Al otro lado del río pastan unos toros de lidia, negros, solitarios, silenciosos, gordos, relucientes, llenos de majestad. El día está diáfano y el campo luce como una postal, con su trigo verde, sus flores rojas y amarillas y azules.

En Torrejón de Ardoz hay un factor de estación que usa gafas para el sol; es un hombre moderno. El viajero se da cuenta de que Ardoz, estación y sol, son asonantes. Entonces piensa un ratito y dice, entre dientes:

Está el vagón de tercera

enfrente del W. C.

En un letrero se lee

esto: Torrejón de Ardoz;

y por el andén pasea,

con sus gafas para el sol

y su gorra de visera,

el factor de la estación.

El viajero se ríe por lo bajo. Se suben al tren unos obreros que parecen indios pieles rojas. Tienen la cara llena de surcos, hondos como navajazos, y el pelo negro, pegado a la frente. Se sube también un hombre gordo, con aire de feriante, que va fumando un puro. Son las siete y media de la mañana. El viajero hace un sitio a su lado al hombre del puro.

—Agradecido.

—No hay de qué.

El hombre se quita el sombrero y se pasa el pañuelo por la cabeza.

—Va a hacer calor.

—Sí.

—¡Como no tengamos tronera!

El hombre resopla mientras se acomoda. Se saca el puro de la boca y lo mira. Tiene los dientes de color tierra y grandes como los de los burros.

—Y lo que yo digo, ¡como no acabe viniendo la piedra!

—¡Ya, ya!

El hombre saca el librillo de papel de fumar, aparta dos o tres papeles y se los pega al puro con saliva.

—Así, con camiseta, queda mejor.

—Claro.

—Es que si no, no tira, ¿sabe usted? Estos puritos suelen salir un poco duros.

Al viajero le vienen doliendo los pies desde que salió de Madrid. Las botas nuevas es lo que tienen, que a veces hacen daño y crían ampollitas. Revuelve en el morral y saca otro par de botas, un par de botas de lona con suela de cáñamo.

—Parece que lleva malos los pies.

—Sí, algo.

—Es natural: las botas nuevas.

—Claro; ya lo dice el refrán.

El hombre del puro mira para el viajero. Parece que va a preguntar: ¿Qué refrán? Pero al final no dice nada.

Con un maletín en la mano va por el pasillo otro hombre fumando otro puro. Éste tiene aire de practicante; es un chico fino que lleva una camisa a rayas, salmón y blancas.

Por Alcalá de Henares pasa el tren a las tapias del cementerio. Sobre el río flota, como siempre, una tenue neblina. En Alcalá de Henares se apea mucha gente, queda el tren casi vacío: los pescadores que no se echaron abajo en San Fernando, los soldados de caballería, los hombres de la negra visera; las gruesas, tremendas, bigotudas mujeres de las cestas. Una señorita rubia, con aire de llamarse Raquel, o Esperancita, o algo por el estilo, con un peinado lleno de ricitos y de fijador, y un jersey de franjas verdes y coloradas, coquetea con un guardia civil joven que lleva el bigote recortado en forma, como dicen los peluqueros. El viajero piensa en el amor. El viajero tiene, en su casa de Madrid, un grabado francés que se titula:
L’amour et le printemps
. Por el andén pasa un mendigo barbudo recogiendo colillas. Se llama León y lleva unas alpargatas color azul celeste. Un hombre le dice: Ven, León, que te tengo mucho cariño. ¿Quieres un pitillo? Cuando León se le acerca, le da una bofetada que suena como un trallazo. Todos se ríen mientras León, que no ha dicho ni una palabra y que lleva los ojos llenos de lágrimas, como un niño, se marcha silencioso, mirando para el suelo, agachándose de trecho en trecho para recoger una colilla. Desde el final del andén, León vuelve la cabeza. En sus ojos no hay ni cariño ni odio; parecen los ojos de un ciervo disecado, de un buey viejo y sin ilusión. Va sangrando por la nariz.

En Meco, el carro de un lechero espera, en el paso a nivel, que termine de pasar el tren. Unas mujeres de luto llevan cubos de agua. El campo sigue verde, florecido. El viajero va comiendo albaricoques, que saca del morral.

—¿Usted gusta?

—Que aproveche.

El hombre del puro no tiene, efectivamente, aire de comer albaricoques.

En Azuqueca, cuatro muleros aran la tierra. A los de Azuqueca, según le explica al viajero el tío del puro, les llaman cluecos, de mote, porque se cuenta que acostaron una gallina clueca con doce huevos y, por más esfuerzos que hicieron, no consiguieron sacar trece pollos.

El tren marcha, a orillas del Henares, ya hasta Guadalajara. Al final va rápido; parece como si llevara prisa.

Poco antes de llegar a Guadalajara, la gente carga con sus bultos y se agolpa en las plataformas y en los pasillos. El viajero baja el último; lo que tiene que hacer, se hace lo mismo un cuarto de hora antes que después. También se puede dejar sin hacer; no pasa nada.

El viajero se echa el morral a la espalda, se cuelga la cantimplora de la hebilla del cinturón y tira cuesta arriba, camino de la ciudad. Cruza el río Henares, que baja turbio y embarrado, y pasa por delante de un cuartel. Algunos soldados, sentados a la puerta, lo miran al pasar. Ya en el caserío, a mano izquierda según se sube, el viajero entra a refrescar en una taberna que tiene un hermoso nombre. La taberna se llama: Lo mejor de la uva.

El viajero deja su impedimenta en un café que hay al lado del lugar de salida de los autobuses de la estación, y va a telégrafos a poner un telegrama a su mujer. El Electrique Brillié, que cuelga de unas cadenas doradas en el centro de la nave, marca las nueve y diez.

De vuelta al café, el viajero compra los periódicos a un niño pequeño, listo como un ratón de sacristía.

—¿Cuántos años tienes?

—Tengo cinco y medio.

—¿Cómo te llamas?

—Paco, para servir a Dios y a usted.

—¿Vendes muchos periódicos?

—Sí, señor; todos. A las doce ya he vendido siempre todos. El año pasado, ¿sabe usted?, no. ¡Como era más pequeño y corría menos!

El viajero lee los periódicos mientras desayuna otra vez. Después se va a dar una vueltecita por la ciudad; tiene que cambiar algún dinero en el banco. El palacio del duque del Infantado está en el suelo. Es una pena. Debía ser un edificio hermoso. Es grande como un convento o como un cuartel. Por el centro de la calle pasa un tonto con una gorra de visera amarilla y la cara plagada de granos. Va apresurado, jovial, optimista. Va muerto de risa, frotándose las manos con regocijo; es un tonto feliz, un tonto lleno de alegría.

El viajero entra en una tienda donde hay de todo.

—¿Tienen ustedes algo típico de aquí, algo que me pueda llevar como recuerdo de Guadalajara?

—¿Algo típico, dice?

—Pues, sí... Eso digo.

—No sé... ¡Como no busque usted bizcochos borrachos!

El viajero, en una talabartería pequeñita, que huele a cuero y a grasa, y que tiene un amo orondo y bien nutrido, que casi no cabe dentro, compra una testera de cuero.

—¿Es para mula?

El viajero duda un momento.

—Sí, señor, para mula; un muleto portugués que es una alhaja. Lo quiero enjaezar de primera. Ya volveré por aquí. Se lo voy a regalar a un tío de mi señora, que es cura. En mi país los curas montan en mula, ¿sabe usted?, no es como aquí, que se suben a los coches de línea. El tío de mi mujer se llama don Rosendo y es canónigo ya. Al muleto le puse Capitán; el otro día me daban el doble de lo que di por él.

El viajero, cuando termina su discurso, se da cuenta de que no hubiera hecho falta mentir tanto. El talabartero ni le escuchó.

—Ésta es buena; es la mejor.

—Muy bien; pues ésa... Oiga: ¿me quiere poner por detrás la firma y la fecha? Es para que el tío de mi señora vea que no le engaño, que es verdad que la compré en Guadalajara.

—Sí, señor. ¡Luisito! ¡Luisito!

De la negra trastienda llega una voz infantil, quebrada.

—¡Va!

—Oye, hijo, firma aquí esto; es para este señor.

El niño mira para el viajero, saca del cajón la pluma y la tinta, y, con una hermosa caligrafía de pendolista bisoño, pone detrás de la testera, sobre el crudo cuero: Casa Montes. Guadalajara, 6 de junio de 1946.

DEL HENARES AL TAJUÑA
III

EL viajero, de Guadalajara sale a pie por la carretera general de Zaragoza, al lado del río. Es el mediodía, y un sol de justicia cae, a plomo, sobre el camino. El viajero anda por la cuneta, sobre la tierra; el asfalto es duro y caliente, y estropea los pies. A la salida de la ciudad el viajero pasa por un merendero que tiene un nombre sugeridor, lleno de resonancias; por un merendero que se llama Los misterios de Tánger. Antes ha entrado en una verdulería a comprar unos tomates.

—¿Me da tres cuartos de tomates?

—¿Eh?

La verdulera es sorda como una tapia.

—¡Que si me da tres cuartos de tomates!

La verdulera ni se mueve; parece una verdulera sumida en profundas cavilaciones.

—Están verdes.

—No importa; son para ensalada.

—¿Eh?

—¡Que me es igual!

La verdulera piensa, probablemente, que su deber es no despachar tomates verdes.

—¿Va usted a Zaragoza, por un casual, a cumplir una promesa?

—No, señora.

—¿Eh?

—¡Que no!

—Pues antes iban muchos a Zaragoza; llevaban también el equipaje colgando.

—Antes sí, señora. ¿Me da tres cuartos de tomates?

El viajero no puede gritar más fuerte de lo que lo hace. Tiene la garganta seca; por un tomate hubiera dado un duro. La puerta de la verdulería está llena de niños que miran para el viajero; de niños de todos los pelos, de todos los tamaños; de niños que no hablan, que no se mueven, que miran fijamente, como los gatos, sin pestañear.

Un niño pelirrojo, con la cara llena de pecas, advierte al viajero:

—Es sorda.

—Ya lo veo, hijo.

El niño sonríe.

—¿Va usted a Zaragoza, de promesa?

—No, querubín; no voy a Zaragoza. ¿Tú sabes dónde puedo comprar tres cuartos de tomates?

—Sí, señor; venga conmigo.

El viajero, con veinte o veinticinco niños detrás, sale en busca de los tomates. Algunos niños corren unos pasitos para ver bien al viajero, para ir siempre a su lado. Otros se van aburriendo y se van quedando por el camino. Una mujer, desde la puerta de una casa, pregunta en bajo a los niños: ¿Qué quiere? Y el niño de la pelambrera roja contesta, complacido: Nada; vamos buscando tomates. La mujer no se conforma, vuelve a la carga: ¿Va a Zaragoza? Y el niño se vuelve y contesta seco, casi con indignación: No. ¿Es que por aquí no se va más que a Zaragoza?

Al pasar por delante del merendero, el hombre que —¡también es casualidad!— no va a Zaragoza, siente como si acabaran de sacarlo de un estanque donde se estuviera ahogando. El viajero va con su ayudante, con el niño del pelo de azafrán al lado. El niño le había dicho:

—¿Me permite usted que le acompañe unos hectómetros?

Y el viajero, que siente una admiración sin límites por los niños redichos, le había respondido:

—Bien; te permito que me acompañes unos hectómetros.

Ya en la carretera, el viajero se para en un regato, a lavarse un poco. El agua está fresca, muy limpia.

—Es un agua muy cristalina, ¿verdad?

—Sí, hijo; la mar de cristalina.

El viajero descuelga la mochila y se desnuda de medio cuerpo. El niño se sienta en una piedra a mirarle.

—No es usted muy velludo.

—Pues, no... Más bien, no.

El viajero se pone en cuclillas y empieza por refrescarse las manos.

—¿Va usted muy lejos?

—Psche...; regular... Dame el jabón.

El niño destapa la jabonera y se la acerca. Es un niño muy obsequioso.

—¡Pues, anda, que como vaya usted muy lejos, con este calor!

—A veces hace más. Dame la toalla.

El niño le da la toalla.

—¿Es usted de Madrid?

El viajero, mientras se seca, decide pasar a la ofensiva.

—No, no soy de Madrid. ¿Cómo te llamas?

—Armando, para servirle, Armando Mondéjar López.

—¿Cuántos años tienes?

—Trece.

—¿Qué estudias?

—Perito.

—¿Perito..., qué?

—Pues perito..., perito.

—¿Qué es tu padre?

—Está en la diputación.

—¿Cómo se llama?

—Pío.

—¿Cuántos hermanos tienes?

—Somos cinco: cuatro niños y una niña. Yo soy el mayor.

—¿Sois todos rubios?

—Sí, señor. Todos tenemos el pelo rojo; mi papá también lo tiene.

En la voz del niño hay como una vaga cadencia de tristeza. El viajero no hubiera querido preguntar tanto. Piensa un instante, mientras guarda la toalla y el jabón y saca de la mochila los tomates, el pan y una lata de
foie-gras
, que se ha pasado de rosca preguntando.

—¿Comemos un poco?

—Bueno; como usted guste.

El viajero trata de hacerse amable, y el niño, poco a poco, vuelve a la alegría de antes de decir: Sí, todos tenemos el pelo rojo; mi papá también lo tiene. El viajero le cuenta al niño que no va a Zaragoza, que va a darse una vueltecita por la Alcarria; le cuenta también de dónde es, cómo se llama, cuántos hermanos tiene. Cuando le habla de un primo suyo, bizco, que vive en Málaga y que se llama Jenaro, el niño va ya muerto de risa. Después le cuenta cosas de la guerra, y el niño escucha atento, emocionado, con los ojos muy abiertos.

—¿Le han dado algún tiro?

El viajero y el niño se han hecho muy amigos y, hablando, hablando, llegan hasta el camino de Iriépal. El niño se despide.

—Tengo que volver; mi mamá quiere que esté en casa a la hora de merendar. Además, no le gusta que venga hasta aquí; siempre me lo tiene dicho.

BOOK: Viaje a la Alcarria
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