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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

El hombre de bronce (3 page)

BOOK: El hombre de bronce
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»Ahora, voy a ocuparme de mis últimas voluntades. Otro hijo quizá no fuese digno de mi terrible legado, que sólo ha de proporcionarte sinsabores y dolor; pero es tanta mi confianza en ti, que no vacilo en nombrarte heredero de ese capital de trabajo y destrucción. Por otra parte, también te permitirá algunas satisfacciones cuando ayudes a los desvalidos, cuando establezcas un reino de justicia igual para todos los hombres, cuando veas que con tu esfuerzo la Humanidad cambia de derrotero para marchar hacia un ideal de paz y amor.

»Esta es, en líneas generales, la inmensa herencia cuya realización dejo en tus manos, hijo mío. Tengo también un legado especial.

»Hace unos veinte años, en compañía de Hubert Hudson, tomé parte en una expedición a Hidalgo, en Centro América, con el objeto de investigar el informe de un prehistórico…»

Ahí terminaba la misiva. Las llamas consumieron el resto.

—¡Lo que debemos hacer es buscar a Hubert Hudson! —exclamó Ham, el pensador rápido. Moviéndose veloz, se dirigió al teléfono y cogió el receptor—.Conozco su número. Trabaja en el Museo le Historia Natural.

—¡No conseguirás comunicar con él! —dijo Doc, muy secamente.

—¿Por qué no?

Doc bajó de la mesa, deteniéndose al lado de Renny. Juntos los dos amigos, se comprendía la enorme corpulencia y vitalidad del joven Savage;

Semejaba la dinamita al lado de la pólvora.

—Hubert Hudson está muerto —explicó—. Falleció de la misma enfermedad que mató a mi padre; una dolencia extraña que empezó con una erupción de pequeñas manchas rojas.

La delgada boca de Renny se apretó más, si esto era posible. Parecía un hombre asqueado de las malas pasiones del mundo; lo bastante disgustado para llorar.

Cosa extraña: aquella expresión sombría denotaba que Renny empezaba a interesarse.

Cuando más grave era la situación, tanto mejor funcionaba su cerebro.

—¡Eso frustra nuestras posibilidades de averiguar algo más respecto de la herencia legada por tu padre! —murmuró.

—No por completo —corrigió Doc—. Esperad un momento,

Y atravesando una puerta, entró en la habitación repleta de volúmenes de la gran biblioteca técnica de su padre.

Cruzó el aposento hasta llegar al laboratorio.

Había por el suelo una infinidad de cajas llenas de productos químicos.

Veíanse, también, bobinas, tubos, aparatos de rayos X, microscopios, redomas, hornos eléctricos, todo, en fin, cuanto podía formar parte de semejante laboratorio.

Sacó de un armario una caja metálica muy semejante a una linterna mágica antigua. La lente, en vez de ser un cristal óptico corriente, era de un color purpurino oscuro, casi negro.

Había un cordón para enchufarla a la línea eléctrica.

Llevó esto a la habitación donde le aguardaban sus cinco compañeros; y colocándolo en un pie, enfocó la lente a la ventana.

Enchufó el cordón en un distribuidor eléctrico.

Antes de operar, levantó la tapa metálica e hizo señas a Long Tom, el mago de la electricidad.

—¿Conoces lo que es esto? —le preguntó.

—Desde luego —Y Long Tom se tiró, distraído, de una oreja demasiado grande, demasiado delgada y pálida—. Se trata de una lámpara para proyectar rayos ultravioletas; lo que corrientemente se llama «luz negra». Los rayos son invisibles al ojo humano, puesto que son de onda mucho más corta que los que componen la luz corriente. Pero muchas sustancias, al colocarlas a la luz negra, brillarán o se tornarán fluorescentes a la manera de una pintura luminosa en una esfera de reloj. Ejemplos de tales sustancias son la vaselina común, la quinina…

—Basta —interpuso Doc—. ¿Quieres mirar hacia la ventana? ¿Ves alguna cosa anormal?

Johnny, el flaco arqueólogo y geólogo, avanzó, también, quitándose sus lentes. Puso el cristal grueso ante su ojo derecho, inspeccionando la ventana.

En realidad, el lado izquierdo de sus lentes era un cristal de gran potencia amplificadora.

Su trabajo exigía en ocasiones un lente de aumento, y él lo llevaba sobre su ojo izquierdo, inútil a causa de una herida recibida en la Guerra Europea.

—¡No veo nada! —declaró Johnny—. En esta ventana no hay nada extraordinario.

—Espero que te equivoques —contestó Doc, en su bien modulada voz—. Aunque estoy seguro de que no alcanzarías a distinguir unas notas escritas, de haber algunas. La sustancia que mi padre perfeccionó para dejar mensajes secretos, es absolutamente invisible, pero resplandece a la luz ultravioleta.

—Quieres decir… —murmuró el velludo Monk.

—Que mi padre y yo a menudo nos dejábamos notas escritas en esta ventana.

¡Mirad¡.

Cruzó la habitación con la agilidad de un tigre, a pesar de su corpulencia, y apagó las luces. Regresó a la caja negra.

Su mano, flexible a pesar de sus enormes tendones, hizo girar el interruptor, dando corriente al aparato.

Al instante, las palabras escritas surgieron en el cristal de la ventana.

Brillaron con un azul eléctrico y deslumbrante, el efecto de la súbita aparición fue sobrenatural.

Un segundo después se oyó un estampido formidable. Una bala destrozó el cristal en mil fragmentos, destruyendo el reluciente mensaje azul antes de poder leerlo ninguno de ellos.

La bala atravesó la puerta interior de acero de la caja de caudales y se incrustó en el fondo.

La habitación quedó envuelta en un silencio sepulcral. Un segundo… dos…

Nadie se movió.

Luego se oyó un nuevo sonido: leve, suave, de trino, como el canto de algún pájaro extraño de la selva, o el murmullo del viento filtrándose por un bosque.

Melodioso, aunque carecía de armonía; y era inspirador, pero no infundía miedo alguno. EL asombroso sonido poseía la cualidad peculiar de parecer provenir de toda la habitación más bien que de un lugar determinado, cual si estuviera dotado de una esencia alada de ventrilocuismo.

Una calma significativa asaltó a los cinco amigos de Doc Savage, al oír aquel murmullo. Su respiración se tornó menos rápida, sus cerebros se volvieron más alertas.

Pues este sonido fantástico era parte de Doc: una cosa pequeña e inconsciente que hacía en momentos de profunda concentración.

Para sus amigos, era el grito de batalla y el canto de triunfo. Brotaba de sus labios cuando trazaba un plan de acción, precursor de un plan maestro que aseguraba la victoria.

Surgía de nuevo en mitad de una batalla, cuando sus hombres luchaban con desventaja, y todo parecía perdido.

Con el sonido, recobraban nuevas fuerzas, y el curso de la batalla cambiaba radicalmente.

También surgía cuando algún miembro sitiado del grupo, sólo y atacado, casi abandonaba toda esperanza de salvación.

Entonces el sonido solía filtrarse de alguna manera, y la víctima sabía, lo menos, que el auxilio llegaba.

Tan original silbido era el himno de Doc, una señal de seguridad y victoria.

—¿Quién fue herido? —preguntó Johnny; y se oyó cómo se ajustaba con más firmeza los lentes sobre su nariz.

—Nadie —respondió Doc—. Salgamos, hermanos, salgamos. Por el ruido deduzco que fue una bala de rifle corriente.

En ese instante, un segundo balazo rebotó en una pared de la habitación.

No penetró por la ventana, sino a través de algunas pulgadas de ladrillo y hormigón que componían la pared.

El yeso se esparció por la gruesa alfombra.

Capítulo III

El enemigo

Doc Savage fue el último de los seis en penetrar en la habitación contigua.

Pero lo hizo en menos de diez segundos. Aquellos hombres se movían con velocidad asombrosa.

Cruzó aceleradamente la biblioteca. La rapidez con que atravesó la oscuridad, sin tropezar con ningún mueble, demostraba el maravilloso desarrollo de sus sentidos.

Ningún animal de la selva andaría de caza con mayor seguridad y sigilo.

Unos prismáticos de gran aumento estaban guardados en el cajón de la mesa, y un potente rifle de caza, en el armario situado en el rincón.

En fracción de segundos, los cogió y se acercó a la ventana.

Vigiló y esperó.

No siguieron más disparos a los dos primeros.

Miró a través de la noche cuatro o cinco minutos con los anteojos.

Escudriñó las ventanas de todas las oficinas al alcance de su visión, y había centenares. Fijó su atención en la armazón laberíntica de la torre de observación situada en la cima del rascacielos en construcción.

La oscuridad envolvía al laberinto de viguetas y no logró descubrir el menor rastro del tirador.

—¡Se marchó! —concluyó en voz alta.

No siguió a sus palabras ningún ruido de movimientos. El toldo de la ventana descendió con ruido en la habitación adonde les tirotearon.

Los hombres se tornaron rígidos; luego, a una llamada de Doc, perdieron su rigidez. Avanzó en silencio hacia el toldo y lo alzó.

Estaba junto a la caja de caudales, con las luces encendidas, cuando entraron.

El cristal de la ventana quedó arrancado por completo de su marco. Yacía en trozos relucientes sobre la lujosa alfombra.

El mensaje reluciente que fue escrito allí, parecía estar destruido para siempre.

—Alguien estuvo acechándome—dijo, en tono impasible—. Evidentemente no pudieron conseguir la puntería deseada. Cuando apagamos la luz para mirar el escrito de la ventana, creyeron que abandonábamos el edificio. En consecuencia, dispararon dos tiros al azar.

—La próxima vez, ¿qué te parece si ponemos cristal irrompible en estas ventanas? —sugirió Renny; el humorismo de su voz contradecía su aspecto serio.

—Seguramente —respondió Doc—. ¡La próxima vez! ¡Estamos en el piso ochenta y seis y es muy corriente que le tiroteen a uno aquí!

Ham interpuso su resoplido sarcástico. Moviéndose rápido y nervioso, logró introducir su brazo delgado por el agujero que la bala hizo en la pared de ladrillo.

—¡Aunque pusieses ventanas a prueba de balas, deberías tener mucho cuidado al situarte delante de ellas!—dijo con sequedad.

Doc estudiaba el agujero de la puerta de la caja de caudales, observando especialmente el ángulo por donde entró la poderosa bala.

La bala, casi intacta, permanecía incrustada en la pared posterior de la caja.

Los músculos de su brazo en tensión rasgaron de repente la manga de su chaqueta.

Contemplando con tristeza la manga rota, sacó el brazo de la caja de caudales. La bala yacía en la palma de su mano.

Renny no pudo parecer más asombrado que si un diablo con rabo hubiese surgido del interior de la caja. La expresión de su rostro era ridícula.

Doc pesó la bala en la palma de su mano. Tenía los párpados entornados.

Parecía dar a su maravilloso cerebro toda la posibilidad de trabajar y en efecto lo hacía.

Calculaba el peso de la bala casi con tanta exactitud como si la pesara en una balanza de precisión.

—Trescientos gramos —declaró—. Eso indica que se trata de un rifle Nitro-Express del calibre 577. Probablemente el arma que disparó aquel tiro era de dos cañones.

—¿Cómo haces ese cálculo? —preguntó Ham, con toda probabilidad el más astuto de los cinco amigos, aunque el cerebro de Doc le superaba.

—No hubo más que dos disparos —aclaró Doc—. Además, los cartuchos de este enorme tamaño se disparan generalmente con rifles gigantes, de dos cañones.

—¿Qué hacemos aquí parados —exclamó Monk—. ¡El tirador quizás escape mientras perdemos el tiempo charlando!

—Probablemente ya huyó, puesto que no logré localizarlo con los anteojos —replicó Doc—. ¡Pero, desde luego, vamos a movernos y pronto!

Con cuatro frases lacónicas dirigidas a Renny, Long Tom, Johnny y Monk, respectivamente, Doc dio todas las órdenes necesarias.

No explicó con detalle lo que debían hacer. Era innecesario. Simplemente les daba una idea de lo que deseaba y ellos se ponían manos a la obra y lo realizaban en breve tiempo.

Los amigos de Doc eran hombres inteligentes.

Renny, el ingeniero, cogió una regla del cajón de la mesa, un compás, papel y un trozo de cordel.

Buscó matemáticamente el ángulo por donde atravesó la bala la puerta interior de la caja de caudales, calculando de manera experta la ligera desviación producida por la ventana.

En menos de un minuto alineó el cordel desde la caja a un lugar en medio de la ventana, siguiendo la trayectoria de la bala.

—¡Date prisa, Long Tom! —exclamó, impaciente.

—¡Aguarda un momento! —se quejó el interpelado. Trabajaba con tanta rapidez como el ingeniero.

Long Tom penetró, veloz en la biblioteca y en el laboratorio, recogiendo diversos artículos de material eléctrico.

Con un par de potentes bombillas, un pedazo de hojalata y un espejo de bolsillo que pidió prestado a Monk, montó un aparato para proyectar un destello de luz fino, pero muy potente. Añadió el cristal de aumento de Johnny antes de conseguir el efecto deseado.

Apuntando su destello da luz por el cordel de Renny, localizó de esta manera en la masa oscura del rascacielos el lugar de donde partieron los tiros.

Entre tanto, Johnny, con manos y ojo expertos a fuerza de años de reunir trozos de alfarería de ruinas antiguas y los huesos de monstruos prehistóricos, lograba componer el cristal de la ventana roto en mil pedazos.

Una operación que habría tomado a un profano horas. Johnny la realizó en escasos minutos.

Enfocó el aparato de la luz negra sobre el cristal. El mensaje surgió en un azul reluciente. ¡Intacto!

Monk regresó del laboratorio. En las manazas velludas que colgaban por debajo de las rodillas, llevaba varias botellas herméticamente cerradas.

Contenían un líquido de un color vago.

De la riqueza de fórmulas químicas guardadas en su cerebro, Monk compuso un gas para combatir a sus enemigos, y lograr acorralar al que disparó aquellos tiros.

Era un gas que paralizaría al instante al que lo inhalara, pero de efectos temporales y nada nocivos.

Se congregaron en torno a la mesa sobre la cual Johnny reunió los fragmentos de cristal.

Todos, menos Renny, que seguía calculando los ángulos. Y cuando Doc enfocó la luz sobre el cristal, leyeron el mensaje escrito:

«Papeles importantes detrás del ladrillo rojo.»

Antes de que comprendiesen el mensaje, Renny gritó su descubrimiento.

—Tiraron desde la torre de observación del rascacielos en construcción —gritó— y el tirador debe estar allí arriba, todavía.

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