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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (4 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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Don Lucas bostezaba ostensiblemente, más por fastidiar a su amigo que por otra cosa. Dos señoras de buen ver pasaron por la calle, junto a la ventana del café, echando sin detenerse una ojeada al interior. Se inclinaron cortésmente todos los contertulios salvo Cárceles, concentrado en su declamación:

«… Detén un poco el paso, peregrino,

que allí reposa ya, gracias al Cielo,

el héroe de más rumbo y menos pelo

que gobernó la España a lo argelino…»

Un voceador ambulante iba por la calle ofreciendo pirulíes de La Habana, volviéndose de vez en cuando para espantar a un par de chicuelos descamisados que lo seguían mirando codiciosos su mercancía. Un grupo de estudiantes entró en el café a tomar un refresco. Llevaban periódicos en la mano y discutían animadamente sobre la última actuación callejera de la Guardia Civil, a la que aludían jocosamente como Guardia Cerril. Algunos se detuvieron, divertidos, para escuchar a Cárceles recitando la elegía fúnebre del duque de Valencia:

«… Guerrero sin combates, mas con suerte,

fue la lujuria su adorada diosa

y entre gula y lujuria halló la muerte.

Si hacer quieres por él alguna cosa,

levanta el calañés, escupe fuerte,

reza un responso y cágate en la fosa.»

Los jóvenes vitorearon a Cárceles y éste saludó, emocionado por la favorable reacción del improvisado auditorio. Se dieron un par de vivas a la democracia y el periodista fue invitado a una ronda. Don Lucas se retorcía el bigote, ebrio de santa ira. El gato se enroscaba a sus pies, legañoso y patético, como queriendo brindarle su miserable consuelo.

El ruido de los floretes resonaba en la galería.


Atención a ese compás… Así, muy bien. En cuarta. Bien. En tercia. Bien. Primera. Bien. Ahora dos en primera, así… Calma. Atrás cubriendo, eso es. Atención ahora. Sobre las armas. A mí. No importa, repítalo. A mí. Oblígueme a parar en primera dos veces. Bien. ¡Firme ahí! Evite. Así. ¡Derecho ahora! ¡A fondo!… Bien. Tocado. Excelente, don Álvaro
.

Jaime Astarloa puso el florete bajo su brazo izquierdo, se quitó la careta y tomó aliento. Alvarito Salanova se frotaba las muñecas; su voz insegura, de adolescente, sonó tras la rejilla metálica que le cubría el rostro.

—¿Qué tal estuve, maestro?

El profesor de esgrima sonrió, aprobador.

—Bastante bien, señor mío. Bastante bien —indicó con un gesto el florete que el joven sostenía en la mano derecha—. Sigue usted, sin embargo, dejándose ganar los tercios del arma con cierta facilidad. Si vuelve a verse en ese apuro no dude en romper distancia, retrocediendo un paso.

—Sí, maestro.

Se volvió con Jaime hacia los otros discípulos que, equipados y con la careta bajo el brazo, habían presenciado el asalto:

—Dejarse ganar los tercios es quedar a merced del adversario… ¿Estamos todos de acuerdo?

Tres voces juveniles corearon una respuesta afirmativa. Como Alvarito Salanova, tenían entre catorce y diecisiete años. Dos eran hermanos, los Cazorla, rubios y extraordinariamente parecidos, hijos de militar. El otro era un joven de tez enrojecida por infinidad de pequeños granitos que le daban un desagradable aspecto. Se llamaba Manuel de Soto, era hijo del conde de Sueca, y el maestro había abandonado hacía tiempo la esperanza de convertirlo en un esgrimista razonable; poseía un temperamento demasiado nervioso, y en cuanto cruzaba cuatro veces el florete se armaba un lío de mil demonios. En cuanto al pollo Salanova, un mozarrón moreno y apuesto, de muy buena familia, era sin duda el mejor. En otro tiempo, con la preparación y la disciplina adecuadas, habría brillado en los salones como tirador de raza; pero a tales alturas del siglo, pensaba don Jaime con amargura, sus dotes pronto quedarían anuladas por el entorno, donde otro tipo de diversiones encandilaba más a la juventud: viajes, equitación, caza y frivolidades sin cuento. Por desgracia, el mundo moderno ofrecía a los jóvenes demasiadas tentaciones que alejaban de sus espíritus el temple necesario para hallar plena satisfacción en un arte como la esgrima.

Llevó la mano izquierda a la punta embotonada de su florete y curvó ligeramente la hoja.

—Ahora, caballeros, me gustaría que uno de ustedes practicase un poco con don Álvaro esa parada en segunda que nos trae a todos de cabeza —decidió ser piadoso con el joven de los granos, designando al menor de los Cazorla—. Usted mismo, don Francisco.

Se adelantó el aludido, colocándose la careta. Como sus compañeros, vestía de blanco de pies a cabeza.

—En línea.

Se ajustaron las manoplas ambos jóvenes, quedando frente a frente.

—En guardia.

Saludaron levantando el florete antes de adoptar la posición clásica de combate, adelantando la pierna derecha, ligeramente flexionadas ambas, el brazo izquierdo hacia atrás, en ángulo recto con la mano abandonada, caída hacia adelante.

—Recuerden el viejo principio. Hay que sostener la empuñadura como si tuviésemos un pájaro en las manos: con la suavidad precisa para no aplastarlo, y con la firmeza suficiente para que no eche a volar… Esto va sobre todo por usted, don Francisco, que muestra una irritante tendencia a ser desarmado. ¿Comprendido?

—Sí, maestro.

—Pues no perdamos más tiempo. A su asunto, caballeros.

Sonaron suavemente las hojas de acero. El joven Cazorla inició el ataque con gracia y fortuna; era rápido de piernas y puño, moviéndose con la ingravidez de una pluma. Por su parte, Alvarito Salanova se cubría con bastante desahogo, retrocediendo un paso en lugar de saltar hacia atrás en momentos de peligro, parando de forma irreprochable cada vez que su adversario le ofrecía el movimiento. Al cabo de un rato cambiaron los papeles y le llegó a Salanova el turno de tirarse a fondo una y otra vez, para que su compañero solucionase el problema con el florete en segunda. Estuvieron así, tirando y parando, hasta que Paquito Cazorla cometió un error que le hizo bajar en exceso la guardia tras una infructuosa estocada. Con un grito de triunfo, dejándose llevar por la excitación del asalto, su oponente abandonó toda precaución para zapatearle sobre el peto dos rápidos botonazos.

Don Jaime frunció el ceño y puso fin a la lid, interponiendo su florete entre ambos jóvenes.

—Debo hacerles una reconvención, caballeros —dijo con severidad—. La esgrima es un arte, muy cierto; pero ante todo es una ciencia útil. Cuando se empuña un florete o un sable, aunque éstos lleven un botón en la punta o tengan el filo embotado, jamás se debe plantear la cuestión como un juego. Cuando sientan ustedes deseos de jugar, recurran al aro, la peonza o los soldaditos de plomo. ¿Me estoy explicando bien, señor Salanova?

El aludido hizo un brusco movimiento con la cabeza, cubierta por la careta de esgrima. Los ojos grises del maestro lo miraron con dureza.

—No he tenido el placer de escuchar su respuesta, señor Salanova —añadió, severo—. Y no estoy acostumbrado a dirigirme a personas cuyo rostro no puedo ver.

Balbució el joven una disculpa y se quitó la careta; estaba rojo como la grana y miraba, avergonzado, la punta de sus escarpines.

—Le preguntaba si me he explicado bien.

—Sí.

—No he oído su respuesta.

—Sí, maestro.

Jaime Astarloa miró al resto de sus alumnos. Los jóvenes rostros estaban a su alrededor, graves y expectantes.

—Todo el arte, toda la ciencia que intento inculcar en ustedes se resume en una sola palabra: eficacia…

Alvarito Salanova levantó los ojos y cruzó con el joven Cazorla una mirada de mal disimulado rencor. Don Jaime hablaba con el botón del florete apoyado en el suelo y las dos manos sobre el pomo de la empuñadura:

—Nuestro objetivo —añadió— no es encandilar a nadie con un airoso floreo, ni realizar discutibles hazañas como las que acaba de ofrecernos don Álvaro; hazaña que podía haberle costado muy cara en un asalto a punta desnuda… Nuestra meta es dejar fuera de combate al adversario de forma limpia, rápida y eficaz, con el menor riesgo posible por nuestra parte. Nunca dos estocadas si basta con una; en la segunda puede llegarnos una peligrosa respuesta. Nunca poses gallardas o exageradamente elegantes si desvían nuestra atención del fin supremo: evitar morir y, si es inevitable, matar al adversario. La esgrima es, ante todo, un ejercicio práctico.

—Mi padre dice que la esgrima es buena porque es higiénica —protestó comedidamente el mayor de los Cazorla—. Eso que los ingleses llaman
sport
.

Don Jaime miró a su discípulo como si acabase de escuchar una herejía.

—No dudo que su señor padre tendrá sus motivos para afirmar tal cosa. No lo dudo en absoluto. Pero yo le aseguro a usted que la esgrima es mucho más. Constituye una ciencia exacta, matemática, donde la suma de determinados factores conduce invariablemente al mismo producto: el triunfo o el fracaso, la vida o la muerte… Yo no les dedico mi tiempo para que hagan
sport
, sino para que aprendan una técnica altamente depurada que un día, a requerimiento de la patria o del honor, puede serles muy útil. Me tiene sin cuidado que ustedes sean fuertes o débiles, elegantes o desmañados, que estén tísicos o perfectamente sanos… Lo que importa es que, con florete o sable en la mano, puedan sentirse iguales o superiores a cualquier otro hombre del mundo.

—Pero existen las armas de fuego, maestro —aventuró tímidamente Manolito de Soto—. La pistola, por ejemplo: parece mucho más eficaz que el florete, e iguala a todo el mundo —se rascó la nariz—. Como la democracia.

Jaime Astarloa arrugó el entrecejo. Sus ojos grises se clavaron en el joven con inaudita frialdad.

—La pistola no es un arma, sino una impertinencia. Puestos a matarse, los hombres deben hacerlo cara a cara; no desde lejos, como infames salteadores de caminos. El arma blanca tiene una ética de la que todas las demás carecen… Y si me apuran, diría que hasta una mística. La esgrima es una mística de caballeros. Y mucho más en los tiempos que corren.

Paquito Cazorla levantó una mano con aire de duda.

—Maestro, yo leí la semana pasada en
La Ilustración
un articulo sobre esgrima… Las armas modernas la están volviendo inútil, decía poco más o menos. Y la conclusión era que sables y floretes terminarán siendo piezas de museo…

Movió don Jaime lentamente la cabeza, como si hubiera escuchado hasta la saciedad la misma canción. Contempló su propia imagen en los grandes espejos de la galería: el viejo maestro rodeado por los últimos discípulos que permanecían fieles, velando a su lado. ¿Hasta cuándo?

—Razón de peso para seguir siendo leales —respondió con tristeza, sin aclarar si se refería a la esgrima o a él mismo.

Con la careta bajo el brazo y el florete apoyado sobre el escarpín del pie derecho, Alvarito Salanova hizo una mueca escéptica:

—Tal vez algún día ya no habrá maestros de esgrima —dijo.

Hubo un largo silencio. Jaime Astarloa miraba abstraído a lo lejos, como si observara el mundo más allá de las paredes de la galería.

—Tal vez —murmuró, absorto en la contemplación de imágenes que sólo él podía ver—. Pero déjeme decirle una cosa… El día que se extinga el último maestro de armas, cuanto de noble y honroso tiene todavía la ancestral lid del hombre contra el hombre, bajará con él a la tumba… Ya sólo habrá lugar para el trabuco y la cachicuerna, la emboscada y el navajazo.

Los cuatro muchachos lo escuchaban, demasiado jóvenes para comprender. Don Jaime los miró uno por uno, deteniéndose finalmente en Alvarito Salanova.

—En realidad —las arrugas se agolpaban en torno a sus ojos sonrientes, amargos y burlones— no les envidio a ustedes las guerras que vivirán dentro de veinte o treinta años.

En ese momento llamaron a la puerta, y nada volvió a ser igual en la vida del maestro de esgrima.

CAPÍTULO SEGUNDO

Ataque falso doble

«
Los ataques falsos dobles se usan para engañar al adversario. Empiezan por un ataque simple

Subió la escalera palpando la tarjeta que llevaba en el bolsillo de su levita gris. Lo cierto es que no parecía demasiado explícita:

Doña Adela de Otero ruega al maestro de armas D. Jaime Astarloa se sirva acudir a su domicilio, calle de Riaño, 14, mañana a las siete de la tarde.

De mi consideración más distinguida

A.d.O.

Antes de salir de casa se había acicalado con esmero, resuelto a causar buena impresión en la que, sin duda, era madre de un futuro alumno. Al llegar a la puerta se arregló cuidadosamente la corbata, golpeando después la pesada aldaba de bronce que pendía en las fauces de una agresiva cabeza de león. Extrajo el reloj del bolsillo del chaleco y consultó la hora: siete menos un minuto. Aguardó, satisfecho, mientras escuchaba el sonido de unos pasos femeninos que se acercaban por un largo pasillo. Tras un rápido correr de cerrojos, el rostro agraciado de una doncella le sonrió bajo una cofia blanca. Mientras la joven se alejaba con su tarjeta de visita, entró don Jaime en un pequeño recibidor amueblado con elegancia. Las persianas estaban bajas y por las ventanas abiertas se oía el rumor de los carruajes que circulaban por la calle, dos pisos más abajo. Había testeros con plantas exóticas, un par de buenos cuadros en las paredes y sillones ricamente tapizados en terciopelo de seda carmesí. Pensó que se las iba a ver con un buen cliente, y ello le hizo sentirse optimista. No estaba de más, habida cuenta de los tiempos que corrían.

La doncella regresó al cabo de un momento para rogarle que pasara al salón tras hacerse cargo de sus guantes, bastón y chistera. La siguió por la penumbra del pasillo. La sala estaba vacía, así que cruzó las manos a la espalda e hizo un breve reconocimiento de la estancia. Deslizándose entre las cortinas semiabiertas, los últimos rayos del sol poniente agonizaban despacio sobre las discretas flores azul pálido que empapelaban las paredes. Los muebles eran de extraordinario buen gusto; sobre un sofá inglés campeaba un óleo de firma, mostrando una escena dieciochesca: una joven vestida de encajes se columpiaba en un jardín, mirando expectante por encima del hombro, como si aguardase la inminente llegada de alguien muy deseado. Había un piano con la tapa del teclado abierta y unas partituras en el atril. Se acercó a echar un vistazo:
Polonesa en
fa
sostenido menor
. Federico Chopin. Sin duda, la poseedora del piano era una dama enérgica.

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