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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (5 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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Había dejado para el final la decoración sobre la gran chimenea de mármol: una panoplia con pistolas de duelo y floretes. Se acercó a ella, observando las armas blancas con ojos de experto. Se trataba de dos excelentes piezas, de empuñadura francesa la una e italiana la otra, con guarniciones damasquinadas. Las encontró en buen estado, sin rastro de herrumbre en el metal, aunque las pequeñas melladuras de las respectivas hojas indicaban que habían sido muy utilizadas.

Escuchó unos pasos a su espalda y se volvió despacio, con un saludo cortés a flor de labios. Adela de Otero distaba de ser como la había imaginado.

—Buenas tardes, señor Astarloa. Le agradezco mucho que haya acudido a la cita de una desconocida.

Había un agradable tono, suavemente ronco, en su voz, modulada por un casi imperceptible acento extranjero, imposible de identificar. El maestro de esgrima se inclinó sobre la mano que se le ofrecía, y la rozó con los labios. Era fina, con el meñique graciosamente curvado hacia el interior; la piel tenía un agradable tono moreno y fresco. Llevaba las uñas demasiado cortas, casi como las de un hombre, sin barniz ni pintura alguna. El único adorno en ellas era un anillo, un delgado aro de plata.

Levantó el rostro y miró los ojos. Eran grandes, de color violeta con pequeñas irisaciones doradas que parecían aumentar de tamaño cuando recibían directamente la luz. El cabello era negro, abundante, recogido sobre la nuca con un pasador de nácar en forma de cabeza de águila. Para tratarse de una mujer, su estatura era elevada; cosa de un par de pulgadas menos que don Jaime. Sus proporciones podían considerarse regulares, tal vez algo más delgada que el tipo de mujer al uso, con una cintura que no precisaba recurrir al corsé para ser estrecha y elegante. Vestía falda negra, sin adornos, y blusa de seda cruda con pechera de encaje. Había un ligerísimo toque masculino en ella, quizás acentuado por una pequeña cicatriz en la comisura derecha de la boca que imprimía en ésta una permanente y enigmática sonrisa. Se encontraba en esa edad difícil de precisar cuando de una mujer se trata, entre los veinte y los treinta años. Pensó el maestro de esgrima que aquel hermoso rostro lo habría empujado, sin duda, a ciertas locuras en su remota juventud.

Ella lo invitó a tomar asiento y ambos se instalaron frente a frente, junto a una mesita baja situada ante el amplio mirador.

—¿Café, señor Astarloa?

Asintió, complacido. Sin que mediase llamada alguna, la doncella entró silenciosamente con una bandeja de plata sobre la que tintineaba un delicado juego de porcelana. La misma dueña de la casa cogió la cafetera para llenar dos tazas y entregó después la suya a don Jaime. Aguardó a que éste bebiese el primer sorbo, mientras parecía estudiar a su invitado. Entonces entró directamente en materia.

—Quiero aprender la estocada de los doscientos escudos.

El maestro de esgrima se quedó con el plato y la taza en las manos, moviendo desconcertado la cucharilla. Creía no haber entendido bien.

—¿Perdón?

Ella mojó los labios en el café, y después lo miró con absoluto aplomo.

—Me he informado debidamente —dijo con naturalidad— y sé que es el mejor maestro de armas de Madrid. El último de los clásicos, aseguran. Sé también que posee el secreto de una célebre estocada, creada por usted mismo, que enseña a los discípulos interesados en ella al precio de mil doscientos reales. El costo es elevado, sin duda; pero puedo pagarlo. Deseo contratar sus servicios.

Jaime Astarloa protestó débilmente, sin salir de su asombro.

—Disculpe, señora mía. Esto… Creo que es un tanto irregular. El secreto de esa estocada me pertenece, en efecto, y la enseño por la cantidad que usted acaba de mencionar. Pero le ruego que comprenda. Yo… bueno, la esgrima… Nunca una mujer. Quiero decir que…

Los ojos violeta lo miraron de arriba abajo. La cicatriz acentuaba la sonrisa enigmática.

—Sé lo que quiere decir —Adela de Otero dejó pausadamente la taza vacía sobre la mesita y juntó las yemas de los dedos, como si se dispusiera a orar—. Pero que yo sea una mujer no creo que venga al caso. Para tranquilizarlo sobre mi capacidad, si es lo que le preocupa, le diré que poseo las nociones adecuadas del arte que usted practica.

—No se trata de eso —el maestro de armas se removió inquieto en el asiento, pasándose un dedo por el cuello de la camisa. Empezaba a sentir demasiado calor—. Lo que intento explicarle es que una mujer como alumna de esgrima… Le ruego me disculpe. Se trata de algo inusual.

—¿Intenta decirme que no estaría bien visto?

La miró de hito en hito, con la taza de café casi intacta entre las manos. Aquella permanente y atractiva sonrisa le causaba una incómoda desazón.

—Le suplico me excuse, señora; pero ésa es una de las razones. Me resultaría imposible, y reitero mis disculpas. Jamás me había visto en semejante situación.

—¿Teme por su prestigio, maestro?

Había una socarrona nota de provocación en el fondo de la pregunta. Don Jaime depositó cuidadosamente la taza sobre la mesa.

—No es corriente, señora mía. No es la costumbre. Quizás en el extranjero, pero no aquí. No yo, al menos. Quizás alguien más… flexible.

—Quiero poseer el secreto de esa estocada. Y además, usted es el mejor.

Don Jaime sonrió benévolo ante el halago.

—Sí. Es posible que sea el mejor, como usted me hace el honor de afirmar. Pero también soy ya demasiado viejo para cambiar de hábitos. Tengo cincuenta y seis años, y hace más de treinta que ejerzo mi oficio. Los clientes que pasaron por mis galerías han sido siempre, exclusivamente, varones.

—Los tiempos cambian, señor mío.

El maestro de esgrima suspiró con tristeza.

—Eso es muy cierto. Y ¿sabe una cosa?… Puede que cambien demasiado rápidamente para mi gusto. Permítame, por tanto, que siga fiel a mis viejas mantas. Constituyen, créame, el único patrimonio de que dispongo.

Ella lo miró en silencio, moviendo despacio la cabeza como si sopesara sus argumentos. Después se levantó para dirigirse hacia la panoplia de la chimenea.

—Dicen que su estocada es imposible de parar.

Don Jaime esbozó una sonrisa modesta.

—Exageran, señora. Una vez conocida, pararla es de lo más sencillo. La estocada imparable no he logrado descubrirla todavía.

—¿Y sus honorarios son doscientos escudos?

Volvió a suspirar el maestro de armas. El capricho singular de aquella dama lo estaba colocando en una situación incómoda.

—Le suplico que no insista, señora.

Ella le daba la espalda, acariciando con los dedos la empuñadura de un florete.

—Me gustaría saber lo que cobra por sus servicios ordinarios.

Don Jaime se puso lentamente en pie.

—Entre sesenta y cien reales al mes por alumno, lo que incluye cuatro lecciones por semana. Y ahora, si me disculpa…

—Si me enseña la estocada de los doscientos escudos, le pagaré dos mil cuatrocientos reales.

Parpadeó, aturdido. Aquella suma ascendía a cuatrocientos escudos, el doble de lo que percibía por enseñar la estocada cuando encontraba clientes interesados en ella, lo que no era habitual. También suponía el equivalente a tres meses de trabajo.

—Quizá no haya caído usted en la cuenta de que me está ofendiendo, señora.

Ella se volvió con brusquedad y Jaime Astarloa vislumbró durante una fracción de segundo un relámpago de cólera en los ojos violeta. Muy a su pesar, pensó que no era tanto desatino imaginarla con un florete en la mano.

—¿Se le antoja poco dinero? —preguntó ella, insolente.

El maestro de esgrima se irguió con una pálida sonrisa. De haber escuchado aquel comentario en boca de un hombre, éste habría recibido a las pocas horas la visita de sus padrinos. Sin embargo, Adela de Otero era mujer, y demasiado hermosa por añadidura. Deploró una vez más verse envuelto en aquella penosa escena.

—Mi querida señora —dijo serenamente, con una helada cortesía—. Esa estocada por la que tanto se interesa, tiene el precio exacto del valor que le atribuyo; ni un ochavo más. Por otra parte, sólo decido enseñarla a quien lo estimo conveniente, derecho éste que pienso seguir conservando con sumo celo. Jamás me pasó por la cabeza especular con ella, y mucho menos discutir ese precio como un vulgar mercader. Buenas tardes.

Recogió chistera, guantes y bastón de manos de la doncella y bajó las escaleras con aire taciturno. Desde el segundo piso llegaban hasta él las notas de la Polonesa de Chopin, arrancadas al piano por unas manos que golpeaban el teclado con furiosa determinación.

Parada en cuarta. Bien. Parada en tercia. Bien. Semicírculo. Otra vez, por favor. Así. En marcha y avance. Bien. En retirada y rompiendo distancia. A mí. Enganche en cuarta, eso es. Tiempo en cuarta. Bien. Parada en cuarta baja. Excelente, don Fulano. Paquito tiene condiciones. Tiempo y disciplina, ya sabe
.

Pasaron varios días. Prim seguía al caer y la reina doña Isabel iniciaba viaje para tomar baños de mar en Lequeitio, muy recomendados por los médicos para atenuar la enfermedad de la piel que padecía desde niña. La acompañaban su confesor y el rey consorte, con nutrido bagaje de moscones, duquesas, correveidiles, personal de servicio y la habitual cuerda de elementos de la Real Casa. Don Francisco de Asís humedecía las puntillas haciendo mohínes de pasta flora sobre el hombro de su fiel secretario Meneses, y Marfori, ministro de Ultramar, chuleaba a todo el mundo luciendo orgullosamente sus espolones, ganados a pulso con proezas de alcoba, de pollo real a la moda.

A uno y otro lado de los Pirineos, emigrados y generales conspiraban sin el menor rebozo, enarbolando unos y otros sus nunca colmadas aspiraciones. Los diputados —viajeros en un tren de tercera— habían aprobado el último presupuesto del Ministerio de la Guerra, a sabiendas de que la mayor parte de éste se destinaba al inútil intento de calmar la ambición de espadones de cuartel, que tasaban su lealtad a la Corona en ascensos y prebendas, acostándose moderados y despertándose liberales según las vicisitudes del escalafón. Mientras tanto, Madrid pasaba las tardes sentado a la sombra, hojeando periódicos clandestinos con el botijo al alcance de la mano. Por las esquinas, los vendedores voceaban sus mercancías. Horchata de chufa. A la rica horchata de chufa.

El marqués de los Alumbres se negaba a irse de veraneo y seguía manteniendo con Jaime Astarloa el ya viejo rito del florete y la copa de jerez. En el café Progreso se proclamaban por boca de Agapito Cárceles las excelencias de la república federal, mientras Antonio Carreño, más templado, hacía signos masónicos y se tiraba a fondo por la unitaria, aunque sin descartar una monarquía constitucional como Dios manda. Don Lucas clamaba al cielo cada tarde y el profesor de música acariciaba el mármol del velador, mirando por la ventana con ojos dulces y tristes. En cuanto al maestro de esgrima, no podía apartar de su mente la imagen de Adela de Otero.

Fue al tercer día cuando llamaron a la puerta. Jaime Astarloa había regresado del paseo matinal, y se aseaba un poco antes de bajar a comer a su fonda de la calle Mayor. En mangas de camisa, mientras se frotaba el rostro y las manos con agua de colonia para aliviar el calor, escuchó la campanilla y se detuvo, sorprendido; no esperaba a nadie. Pasó rápidamente un peine por sus cabellos y se puso un viejo batín de seda, recuerdo de tiempos mejores, cuya manga izquierda hacia tiempo que necesitaba un buen zurcido. Salió del dormitorio, cruzó el pequeño salón que también le servía de despacho, y al abrir la puerta se encontró frente a Adela de Otero.

—Buenos días, señor Astarloa. ¿Puedo entrar?

Había un punto de humildad en su voz. Llevaba un vestido de paseo color azul celeste, ampliamente escotado, con encajes blancos en puños, cuello y ruedo de la falda. Se cubría con una parcela de paja fina, adornada con un ramillete de violetas a juego con sus ojos. En las manos, cubiertas por guantes calados del mismo encaje que los adornos del vestido, sostenía una diminuta sombrilla azul. Estaba mucho más hermosa que en su elegante salón de la calle Riaño.

Titubeó un instante el maestro de esgrima, desconcertado por la inesperada aparición.

—Naturalmente, señora —dijo, todavía sin reponerse de su asombro—. Quiero decir que… Por supuesto, claro. Hágame el honor.

Hizo un gesto invitándola a entrar, aunque la presencia de la joven, tras el áspero desenlace de la conversación mantenida días atrás, le causaba cierto embarazo. Como si adivinase su estado de ánimo, ella le dedicó una prudente sonrisa.

—Gracias por recibirme, don Jaime —los ojos violeta lo miraron desde el fondo de sus largas pestañas, acrecentando la inquietud del maestro de esgrima—. Temía que… Sin embargo, no esperaba menos de usted. Celebro no haberme equivocado.

Jaime Astarloa tardó unos segundos en comprender que ella había temido que le cerrase la puerta en las narices, y ese pensamiento lo sobresaltó; él era, ante todo, un caballero. Por otra parte, la joven había pronunciado su nombre de pila por primera vez, y eso no contribuyó a serenar el estado de ánimo del viejo maestro, que recurrió a su habitual cortesía para ocultar la turbación.

—Permítame, señora.

La invitó con un gesto galante a cruzar el pequeño vestíbulo y dirigirse al salón. Adela de Otero se detuvo en el centro de la habitación abigarrada y oscura, observando con curiosidad los objetos que constituían la historia de Jaime Astarloa. Con la mayor desenvoltura pasó un dedo sobre el lomo de algunos de los muchos libros alineados en las polvorientas estanterías de roble: una docena de viejos tratados de esgrima, folletines encuadernados de Dumas, Víctor Hugo, Balzac… Había también unas
Vidas paralelas
, un Homero muy usado, el
Enrique de Ofterdingen
de Novalis, varios títulos de Chateaubriand y Vigny, así como diversos tomos de
Memorias
y tratados técnicos de análisis sobre las campañas militares del Primer Imperio; en su mayor parte estaban escritos en francés. Don Jaime se disculpó un instante y, pasando al dormitorio, cambió el batín por una levita, anudándose con toda la rapidez de que fue capaz una corbata en torno al cuello de la camisa. Cuando retornó al salón, la joven contemplaba un viejo óleo oscurecido por los años, colgado de la pared entre antiguas espadas y dagas herrumbrosas.

—¿Algún familiar? —preguntó ella, señalando el rostro joven, delgado y severo que los contemplaba desde el marco. El personaje vestía a la usanza de principios de siglo, y sus ojos claros contemplaban el mundo como si hubiese algo en él que no terminaba por convencerlo del todo. La frente amplia y el aire de digna austeridad que se desprendía de sus facciones le daban un acusado parecido con Jaime Astarloa.

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