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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El maestro de esgrima (6 page)

BOOK: El maestro de esgrima
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—Era mi padre.

Adela de Otero dirigió alternativamente la mirada desde el retrato a don Jaime, y de él nuevamente al retrato, como si desease confirmar la veracidad de sus palabras. Pareció satisfecha.

—Un hombre guapo —dijo con su agradable modulación ligeramente ronca—. ¿Qué edad tenía cuando se hizo la pintura?

—Lo ignoro. Murió a los treinta y un años, dos meses antes de que yo naciera, peleando contra las tropas de Napoleón.

—¿Fue militar? —la joven parecía sinceramente interesada por la historia.

—No. Era un hidalgo aragonés, uno de esos hombres de nuca erguida a quienes irritaba sobremanera que se les dijera haz esto o aquello… Se echó al monte con una partida de jacetanos y estuvo matando franceses hasta que lo mataron a él —la voz del maestro de esgrima se conmovió con un lejano estremecimiento de orgullo—. Cuentan que murió solo, acosado como un perro, insultando en excelente francés a los soldados que lo cercaban con sus bayonetas.

Ella permaneció todavía un momento con los ojos clavados en el retrato, del que no los había apartado mientras escuchaba. Se mordía un poco el labio inferior, pensativa, mientras en la comisura de la boca seguía indeleble la enigmática sonrisa de su pequeña cicatriz. Después se volvió lentamente hacia el viejo maestro de armas.

—Sé que mi presencia aquí lo incomoda, don Jaime.

Rehuyó él sus ojos, sin saber qué responder. Adela de Otero se quitó la pamela, dejándola con la sombrilla sobre la mesa de despacho cubierta de papeles en desorden. Llevaba el cabello recogido en la nuca, como durante su primer encuentro. Jaime Astarloa pensó que el vestido azul ponía una insólita nota de color en la austera decoración del estudio.

—¿Puedo sentarme? —encanto y seducción. Era evidente que no se trataba de la primera vez que ella recurría a aquellas armas—. Vine dando un paseo, y este calor me tiene sofocada.

Murmuró el maestro una atropellada excusa por su torpeza, invitándola a descansar en un sillón de cuero gastado y cuarteado por el uso. Acercó para sí un escabel, colocándose a distancia razonable, envarado y circunspecto. Carraspeó, resuelto a no dejarse arrastrar a un terreno cuyos peligros intuía.

—Usted dirá, señora de Otero.

El tono frío y cortés acentuó la sonrisa de la bella desconocida. Porque, aunque sabía su nombre, pensó don Jaime, todo cuanto rodeaba a aquella mujer parecía velado por el misterio. Muy a su pesar, sintió como lo que en principio había sido tan sólo un chispazo de curiosidad crecía ahora en su interior, ganando terreno con rapidez. Hizo un esfuerzo por dominar sus sentimientos, aguardando una respuesta. Ella no habló de inmediato, sino que tomó su tiempo con una tranquilidad que al maestro de esgrima le parecía exasperante. Los ojos violeta vagaban por la habitación, como si esperasen descubrir en ella indicios para valorar al hombre que tenían ante sí. Aprovechó don Jaime para estudiar aquellas facciones que tanto le habían ocupado el pensamiento en los últimos días. La boca era carnosa y bien dibujada, como corte de cuchillo en una fruta de pulpa roja y apetecible. Pensó una vez más que la cicatriz de la comisura, lejos de afearla, le daba un especial atractivo, sugiriendo ecos de oscura violencia.

Desde que ella apareció en la puerta, Jaime Astarloa se había preparado para, fueran cuales fuesen sus argumentos, reafirmarse en la negativa inicial. Nunca una mujer. Esperaba ruegos, elocuencia femenina, intervención de sutiles ardides propios del bello sexo, apelación a determinados sentimientos… Nada de eso resultaría, se prometió a sí mismo. Con veinte años menos, quizás se habría mostrado más interesadamente flexible, subyugado tal vez por la incontestable fascinación que la dama suscitaba. Pero ya era demasiado viejo para que tales circunstancias alterasen su ánimo. Nada esperaba obtener de aquella hermosa solicitante; a sus años, las emociones que en él despertaba su proximidad podían ser en algún momento turbadoras, pero eran sin duda controlables. Jaime Astarloa había resuelto reiterarse educado pero inconmovible ante lo que le parecía un pueril capricho femenino; pero no esperaba en absoluto escuchar la pregunta que vino a continuación:

—¿Cómo respondería usted, don Jaime, si durante un asalto su oponente le hiciese un doble ataque en tercia?

El maestro de esgrima creyó haber oído mal. Hizo un gesto hacia adelante, como para pedir excusas, y se detuvo a la mitad, sorprendido y confuso. Se pasó una mano por la frente, apoyó las manos sobre las rodillas y se quedó mirando a Adela de Otero como si exigiese una explicación. Aquello era ridículo.

—¿Perdón?

Ella lo miraba, divertida, con una chispa de malicia en los ojos. Su voz sonó con desconcertante firmeza.

—Me gustaría conocer su autorizada opinión, don Jaime.

Suspiró el maestro, removiéndose en el escabel. Todo resultaba endiabladamente insólito.

—¿Realmente le interesa?

—Por supuesto.

Se llevó don Jaime el puño a la boca para ahogar una tosecita.

—Bueno… No sé hasta qué punto… Quiero decir que bien, naturalmente, si cree que el tema… ¿Doble en tercia, dijo? —al fin y al cabo era una pregunta como otra cualquiera; aunque extraña, viniendo de ella. O quizás no tan extraña, después de todo—. Bien, pues supongo que si mi contrario fingiera tirar en tercia, yo opondría media estocada. ¿Comprende? Es bastante elemental.

—¿Y si a su media estocada él respondiese desenganchando y tirando inmediatamente en cuarta?

El maestro miró a la joven, esta vez con visible estupor. Ella había expuesto la secuencia correcta.

—En tal caso —dijo— pararía en cuarta, tirando de inmediato en cuarta —esta vez no añadió el ¿comprende? Estaba claro que Adela de Otero comprendía—. Es la única respuesta posible.

Ella echó hacia atrás la cabeza con inesperada alegría, como si fuese a lanzar una carcajada, pero se limitó a sonreír silenciosamente. Después lo miró con una encantadora mueca.

—¿Pretende decepcionarme, don Jaime? ¿O probarme…? Usted sabe perfectamente que esa no es la única respuesta posible. Ni siquiera es seguro que sea la mejor.

El maestro no podía ocultar su turbación. Jamás hubiera imaginado aquella conversación. Algo le decía que se estaba adentrando en terreno desconocido, pero sintió al mismo tiempo afirmarse en él un irresistible impulso de curiosidad profesional. Así que resolvió bajar un poco la guardia; lo necesario para seguir el juego y ver en qué paraba todo aquello.

—¿Sugiere acaso alguna alternativa, señora mía? —preguntó, con el escepticismo justo para no ser descortés. La joven movió la cabeza afirmativamente, con cierta vehemencia, y en sus ojos brilló un relámpago de excitación que dio mucho que pensar a Jaime Astarloa.

—Sugiero al menos dos —respondió con una seguridad en la que no había presunción—. Podría parar como usted en cuarta, pero cortando sobre la punta del florete enemigo y tirándole después una estocada en cuarta sobre el brazo. ¿Le parece correcto?

Don Jaime hubo de reconocer, muy a su pesar, que aquello no sólo era correcto, sino brillante.

—Pero habló usted de otra opción —dijo.

—Así es —Adela de Otero hablaba moviendo la mano derecha como si reprodujera los gestos del florete—. Parar en cuarta y devolver una flanconada. Estará de acuerdo conmigo en que cualquier golpe es siempre más rápido y eficaz si se hace en la misma dirección que la parada. Ambos deben formar un solo movimiento.

—La flanconada no es de fácil ejecución —ahora don Jaime estaba realmente interesado—. ¿Dónde la aprendió?

—En Italia.

—¿Quién fue su maestro de armas?

—Su nombre no viene al caso —la sonrisa de la joven suavizaba su negativa—. Limitémonos a decir que estaba considerado entre los mejores de Europa. Él me enseñó las nueve estocadas, sus diversas combinaciones y cómo pararlas. Era un hombre paciente —subrayó el adjetivo con una mirada llena de intención— y no consideraba una deshonra enseñar su arte a una mujer.

Don Jaime prefirió pasar por alto la alusión.

—¿Cuál es el principal riesgo de ejecutar la flanconada? —preguntó mirándola a los ojos.

—Recibir una contraria en segunda.

—¿Cómo se evita?

—Inclinando la propia estocada hacia abajo.

—¿Cómo se para una flanconada?

—Con segunda y cuarta baja. Esto parece un examen, don Jaime.


Es
un examen, señora de Otero.

Quedaron ambos mirándose en silencio, con aire tan fatigado como si realmente hubiesen estado cruzando los floretes. El maestro observó detenidamente a la joven, fijándose por primera vez en su muñeca derecha, fuerte sin perder por ello la gracia femenina. La expresión de sus ojos, los gestos efectuados mientras describía los movimientos de esgrima, eran elocuentes. Jaime Astarloa sabía, por oficio, reconocer los signos que delataban buenas condiciones para un tirador. Se dirigió un mudo reproche por haber permitido que sus prejuicios lo cegaran de aquel modo.

Naturalmente, hasta entonces todo se había desarrollado en el ámbito de la pura teoría; y el viejo maestro de armas comprendió que ahora necesitaba comprobar la aplicación práctica. Tocado. Aquella endiablada joven estaba a punto de conseguir lo imposible: despertar en él, después de treinta años de profesión, la necesidad de ver tirar esgrima a una mujer. A ella.

Adela de Otero lo miraba con gravedad, aguardando el veredicto. Carraspeó don Jaime:

—He de confesar con toda honradez que estoy sorprendido.

La joven no respondió, ni hizo gesto alguno. Permaneció impasible, como si la sorpresa del maestro fuese algo con lo que ella contaba de antemano, pero que no constituía el motivo de su presencia allí.

Jaime Astarloa había tomado una decisión, aunque en su fuero interno prefiriese no cuestionar, por el momento, la facilidad con que rendía la plaza.

—La espero mañana a las cinco de la tarde. Si la prueba resulta satisfactoria, fijaremos fecha para la estocada de los doscientos escudos. Procure venir… —señaló el vestido mientras experimentaba un incómodo acceso de pudor—. Quiero decir que intente equiparse de modo apropiado.

Esperaba una exclamación de alegría, batir de palmas o algo por el estilo; cualquiera de las habituales manifestaciones a que tan inclinada solía mostrarse la naturaleza femenina. Pero quedó decepcionado. Adela de Otero se limitó a mirarlo fijamente, en silencio, con una expresión tan enigmática que, sin acertar a explicarse la causa, hizo correr por el cuerpo del maestro de esgrima un absurdo escalofrío.

La luz del quinqué de petróleo hacía oscilar las sombras en la habitación. Jaime Astarloa alargó la mano para accionar el mecanismo de la mecha, elevándola un poco hasta que aumentó la claridad. Trazó otras dos líneas con lápiz sobre la hoja de papel, formando el vértice de un ángulo, y los extremos los remató con un arco. Setenta y cinco grados, más o menos. Aquél era el margen en que debía moverse el florete. Anotó la cifra y suspiró. Media estocada en cuarta sin desenganchar; quizás fuera ese el camino. Y después, ¿qué?… El contrario cruzaría en cuarta, lógicamente. ¿De veras lo haría? Bueno, sobraban maneras de forzarlo. Después habría que volver inmediatamente en cuarta, quizás con media estocada, con un falso ataque sin desenganchar… No. Era demasiado evidente. Dejó el lápiz sobre la mesa e imitó el movimiento del florete con la mano, contemplando la sombra en la pared. Con desaliento pensó que era absurdo; que siempre terminaba en movimientos clásicos, conocidos, que podían ser previstos y esquivados por el adversario. La estocada perfecta era otra cosa. Debía ser algo certero y rápido como un rayo, inesperado, imposible de parar. Pero ¿qué?

En las estanterías, la luz de petróleo arrancaba suaves reflejos dorados a los lomos de los libros. El péndulo del reloj de pared oscilaba con monotonía; su suave tictac era el único sonido que llenaba la habitación cuando el lápiz no corría sobre el papel. Dio unos golpecitos sobre la mesa, respiró hondo y miró por la ventana abierta. Los tejados de Madrid no eran más que sombras confusas, apenas insinuadas por la débil claridad de un ápice de luna, fino como una hebra de plata.

Había que descartar el arranque en cuarta. Cogió otra vez el lápiz, mordisqueado por un extremo, y trazó nuevas líneas y arcos. Quizás oponiendo una contraparada de tercia, uñas abajo y apoyando el cuerpo en la cadera izquierda… Era arriesgado, pues se exponía el ejecutante a recibir una estocada en pleno rostro. La solución, por tanto, consistía en echar hacia atrás la cabeza desenganchando en tercia… ¿Cuándo tirar? Por supuesto, en el instante en que el adversario levantase el pie, a fondo en tercia o cuarta sobre el brazo. Tamborileó con los dedos sobre el papel, exasperado. Aquello no llevaba a ninguna parte; la respuesta a ambos movimientos estaba en cualquier tratado de esgrima. ¿Qué otra cosa podía hacerse después de desenganchar en tercia? Trazó nuevas líneas y arcos, anotó grados, consultó notas y libros que tenía dispuestos sobre la mesa. Ninguna de las opciones le pareció adecuada; todas estaban lejos de proporcionar la base que necesitaba para su estocada.

Se levantó con brusquedad, echó hacia atrás el asiento, y cogió el quinqué para alumbrarse con él hasta la galería de esgrima. Lo puso en el suelo junto a uno de los espejos, se quitó el batín y empuñó un florete. Iluminándolo desde abajo, la luz dibujaba siniestras sombras en su rostro, como en el de un aparecido. Marcó varios movimientos en dirección a su propia imagen. Contraparada de tercia. Desenganche. Contraparada. Desenganche. Por tres veces llegó a tocar con el botón de la punta el reflejo gemelo de éste, que se movía de forma simultánea en la superficie del espejo. Contraparada. Desenganche. Quizás dos falsos ataques seguidos, sí, pero después, ¿qué?… Apretó los dientes con ira. ¡Tenía que haber un camino!

En la distancia, el reloj de Correos dio tres campanadas. El maestro de esgrima se detuvo, exhalando el aire de los pulmones. Todo aquello era endiabladamente absurdo. Ni siquiera Lucien de Montespan lo había conseguido:

—La estocada perfecta no existe,
mon cher
—solía decir el maestro de maestros cuando le planteaban la cuestión—. O, para ser exactos, existen muchas. Todo golpe que logra su objetivo es perfecto, pero nada más. Cualquier estocada puede pararse mediante el movimiento oportuno. Así, un asalto entre dos esgrimistas avezados podría prolongarse eternamente… Lo que ocurre es que el Destino, aficionado a sazonar las cosas con lo imprevisto, termina decidiendo que aquello debe tener un fin, y hace que uno de los dos adversarios, tarde o temprano, cometa un error. La cuestión reside, por tanto, en concentrarse teniendo a raya al Destino, aunque sólo sea durante el tiempo preciso para que el error lo cometa el otro. Lo demás son quimeras.

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