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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (29 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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Aparte de estas formas corrientes de explotación, otras razas perrunas han sido selectivamente criadas para realizar cometidos más insólitos. Su ejemplo más extraordinario es el perro lampiño de los antiguos indios del Nuevo Mundo, raza genéticamente desprovista de pelo y con un grado de temperatura cutánea anormalmente alto, que fue empleado como forma primitiva de botella de agua caliente en los dormitorios de aquéllos.

En tiempos más recientes, el perro simbiótico se ha ganado el yantar como bestia de carga, tirando de trineos o de carretillas; como mensajero o detector de minas en tiempos de guerra; como policía, siguiendo la pista o atacando a los delincuentes; como guía, conduciendo a los ciegos, e incluso como sustituto de viajeros espaciales. Ninguna otra especie simbiótica nos ha servido de manera más compleja y variada. Incluso en la actualidad, con todos nuestros avances tecnológicos, el perro sigue siendo activamente empleado en la mayoría de sus papeles funcionales. Muchos centenares de razas que podemos distinguir actualmente son puramente ornamentales, pero está aún muy lejos el día en que no exista un perro destinado a una importante tarea.

El perro ha sido tan eficaz como compañero de caza, que se han hecho muy pocos intentos para domesticar otras especies en esta forma particular de simbiosis. Las únicas excepciones importantes son el guepardo y ciertas aves rapaces en particular el halcón; pero en ninguno de ambos casos se hizo ningún progreso en lo referente a la cría controlada, y mucho menos a la cría selectiva. Siempre se requirió el adiestramiento individual. En Asia, se ha empleado el cormorán, ave que se sumerge en el agua, como ayudante activo en la pesca. Los huevos del cormorán son empollados por gallinas domésticas. Después se adiestra a las aves jóvenes para coger los peces desde el extremo de un sedal. Los peces son recuperados en la barca, ya que los cormoranes van provistos de un collar que les impide tragarse su presa. Pero tampoco en este caso se ha hecho el menor intento de mejoramiento de la raza mediante una cría selectiva.

Otra antigua forma de explotación consiste en el empleo de pequeños carnívoros como destructores de animales dañinos. Esto sólo adquirió importancia cuando entramos en la fase agrícola de nuestra Historia. Con el almacenamiento de granos en gran escala, surgió el grave problema de los roedores y el subsiguiente empleo de animales raticidas. El gato, el hurón y la mangosta fueron las especies que vinieron en nuestra ayuda, domesticándose a las dos primeras y procediéndose a su cría selectiva.

Quizá la más importante simbiosis consistió en la utilización de ciertas especies corpulentas como animales de carga. Los caballos, los onagros (asnos salvajes de Asia), los burros (asnos salvajes de Africa), los bóvidos, incluidos el búfalo y el yak, los renos, los camellos, las llamas y los elefantes se vieron sometidos a una explotación masiva en este sentido. En la mayoría de estos casos, los tipos salvajes originales fueron «mejorados» gracias a la cuidadosa cría selectiva; el onagro y el elefante fueron excepciones a esta regla. El onagro era utilizado como bestia de carga por los antiguos sumerios, hace más de cuatro mil años, pero cayó en desuso al introducirse una especie más fácilmente controlable: el caballo. El elefante, aunque sigue empleándose como bestia de trabajo, era demasiado peligroso para el ganadero y nunca fue sometido a las presiones de la cría selectiva.

Otra categoría es la que se refiere a la domesticación de diversas especies como fuentes de producción. Los animales no son muertos; es decir, no hacen el papel de víctimas. Sólo se les arrebata una parte de lo que producen: la leche, a las vacas y a las cabras; la lana, a los corderos y a las alpacas; los huevos, a las gallinas y a las patas; la miel, a las abejas, y la seda, a los gusanos de seda.

Aparte de estas importantes categorías de compañeros de caza, destructores de ratas, bestias de carga y suministradores de productos, ciertos animales han entrado, en terrenos más raros y especializados, en relación simbiótica con nuestra especie. La paloma ha sido domesticada como mensajero. Las asombrosas facultades de estas aves para volver a su hogar han sido explotadas durante miles de años. Esta relación llegó a ser tan valiosa en tiempo de guerra, que, en épocas recientes, se inventó una contrasimbiosis en forma de halcones adiestrados para interceptar palomas mensajeras. En un campo muy diferente, los peces guerreros siameses y gallos de pelea han sido criados selectivamente, desde hace mucho tiempo, como elementos para el juego. En el reino de la medicina, el conejo de Indias y el ratón blanco han sido muy empleados en los experimentos de laboratorio.

Estos son, pues, los principales casos de simbiosis: animales obligados a asociarse de algún modo con nuestra ingeniosa especie. La ventaja que obtienen de ello es que dejan de ser enemigos nuestros. Su número ha aumentado en forma impresionante. En términos de población mundial, sus razas no pueden ser más florecientes. Pero su éxito es parcial, pues lo han pagado con su libertad de evolución. Han perdido su independencia genética, y, aunque bien alimentados y cuidados, están sometidos, en su procreación, a nuestros caprichos y fantasías.

La tercera categoría importante de animales en relación con nosotros, después de los rapaces y de los simbióticos, es la de los competidores. Cualquier especie que compita con nosotros, disputándonos comida o espacio, o se interfiera en el curso normal de nuestra vida, es despiadadamente eliminada. Huelga hacer una lista de tales especies. Virtualmente, todo animal no comestible o simbióticamente inútil es atacado y exterminado. Este proceso continúa hoy en todas las partes del mundo. En el caso de los competidores de poca importancia, éstos pueden verse ayudados por la suerte; pero los rivales serios tienen muy pocas probabilidades de sobrevivir. En tiempos remotos, nuestros más próximos parientes primates fueron nuestros rivales más temibles, y, por ello, no es de extrañar que seamos la única especie superviviente de toda la familia. Los grandes carnívoros fueron también serios competidores nuestros, y también ellos fueron eliminados en todos los lugares donde la densidad de población de nuestra especie rebasó cierto nivel. Europa, por ejemplo, se encuentra virtualmente despojada de todas las grandes formas de vida animal, salvo en lo que atañe al inmenso hervidero del mono desnudo.

En cuanto a la otra categoría importante, la de los parásitos, su futuro parece aún más tenebroso. Se intensifica la lucha, pues si somos capaces de llorar la muerte del rival atractivo que nos disputa la comida, nadie verterá una sola lágrima por la hecatombe de las pulgas. Con el progreso de la ciencia médica, la fuerza de los parásitos decrece velozmente. Y esto supone una nueva amenaza para todas las otras especies, pues al extinguirse los parásitos y mejorar nuestra salud, aumenta enormemente la velocidad de crecimiento de nuestra población y se acentúa la necesidad de eliminar a todos los competidores de importancia secundaria.

La quinta categoría importante, la de los animales rapaces, está también en decadencia. En realidad, nunca hemos sido el comestible principal para ninguna especie, y, que sepamos, jamás se ha visto nuestro número sensiblemente reducido por los animales carniceros. Pero los grandes carnívoros, como los félidos y los perros salvajes, los miembros mayores de la familia del cocodrilo, los tiburones y las más robustas aves de rapiña, nos han atacado de vez en cuando, y sus días están contados. Por curiosa ironía, el animal que ha matado más monos desnudos (a excepción de los parásitos) no puede devorar sus nutritivos cadáveres. Este enemigo mortal es la serpiente venenosa, que, como veremos, se ha convertido en las más odiada de todas las formas de vida animal.

Estas cinco categorías de relaciones interespecíficas —víctimas, simbióticos, competidores, parásitos y rapaces— son las únicas cuya existencia hemos descubierto también entre otros pares de especies. En el fondo, no somos únicos a este respecto. Llevamos las relaciones mucho más lejos que otras especies, pero subsisten los mismos tipos de relaciones. Como he dicho antes, pueden considerarse, en su conjunto, como una aproximación económica a los animales. Pero nosotros tenemos, además, otros campos especiales y propios: el científico, el estético y el simbólico.

Las actitudes científica y estética son manifestaciones de nuestro penoso impulso investigador. Nuestra curiosidad, nuestro afán de saber, nos impulsan a investigar todos los fenómenos naturales, y el mundo animal ha sido, naturalmente, objeto de mucha atención a este respecto. Para el zoólogo, todos los animales son, o deberían ser, igualmente interesantes. Para él, no hay especies buenas y malas. Las estudia todas, investigándolas por ellas mismas. La actitud estética descansa sobre la misma base de explotación, pero con diferentes puntos de referencia. Aquí, la enorme variedad de las formas animales, de sus colores, hábitos y movimientos, se estudian como objeto de belleza más que como sistemas para el análisis.

La actitud simbólica es completamente distinta. En este caso, no intervienen para nada la economía y la explotación. En cambio, si los animales se emplean como personificaciones de conceptos, si una especie tiene aspecto feroz, se convierte en el símbolo de guerra. Si parece torpe y cariñosa, se convierte en símbolo infantil. Poco importa que sea realmente feroz o cariñosa. Su verdadera naturaleza no es investigada en este caso, porque no se trata de una visión científica. El animal de aspecto bonachón puede poseer dientes afilados como hojas de afeitar y estar dotado de una cruel agresividad; pero siempre que estos atributos no sean ostensibles, y si lo sea su aspecto inofensivo, será perfectamente aceptable como símbolo ideal del niño. En el animal simbólico, no es necesario hacer justicia; basta con que parezca que se hace.

Esta actitud simbólica para con los animales fue denominada, en un principio, «antropoidomórfica». Afortunadamente, esta horrible palabra fue más tarde contraída, quedando en «antropomórfica», que, aunque todavía es bastante desagradable, es la expresión generalmente empleada en la actualidad. Se usan invariablemente en sentido despectivo por los científicos, los cuales, desde su punto de vista, tienen toda la razón en burlarse de ella. Los sabios deben conservar a toda costa su objetividad, si quieren realizar exploraciones que valgan la pena en el mundo animal. Pero esto no es tan fácil como parece.

Aparte de la deliberada decisión de emplear formas animales como ídolos, imágenes y emblemas, otras fuerzas ocultas y sutiles actúan constantemente sobre nosotros, obligándonos a ver en otras especies nuestras propias criaturas. Incluso el más refinado científico es capaz de decir: «¡Hola, chico!», cuando acaricia a su perro. Aunque sabe perfectamente que el animal no puede comprender sus palabras, no puede resistir la tentación de pronunciarlas. ¿Cuál es la naturaleza de estas presiones antropomórficas, y por qué son tan difíciles de vencer? ¿Por qué algunas criaturas nos hacen exclamar «¡Oh!», y otras nos hacen decir «¡Umm!»? Esto no es una consideración trivial. Una gran cantidad de energía interespecífica de nuestra civilización actual se encuentra en juego. Amamos y odiamos apasionadamente a los animales, y estos sentimientos no pueden explicarse únicamente sobre la base de consideraciones económicas y de exploración. Es evidente que cierta clase de reacción básica e insospechada es provocada en nuestro interior por las señales específicas que recibimos. Nos engañamos diciendo que respondemos al animal como animales que somos. Declaramos que es encantador, irresistible u horrible, pero ¿por qué nos parece así?

Para hallar la respuesta a esta pregunta debemos, ante todo, considerar algunos hechos. ¿Cuáles son, exactamente, los amores y los odios animales de nuestra civilización, y de qué modo varían con la edad y con el sexo? Para sacar conclusiones válidas en esta materia, hace falta una investigación que afectó a ochenta mil niños ingleses, entre los cuatro y los catorce años de edad. En el curso de un programa zoológico de Televisión, se les formularon dos sencillas preguntas: «¿Qué animal te gusta más?» y «¿Qué animal te disgusta más?». entre el enorme montón de respuestas recibidas, se eligieron al azar y se examinaron doce mil contestaciones.

En lo tocante a los «amores» interespecíficos, ¿cómo se distribuyen los diversos grupos de animales? Veamos las cifras: El 97,15 por ciento de los niños citaron un mamífero de alguna clase como su animal predilecto. Las aves consiguieron sólo un 1,6 por ciento; los reptiles, el 1 por ciento; los invertebrados, el 0,1 por ciento, y los anfibios, el 0,05 por ciento. Es evidente que hay algo especial en los mamíferos.

(Quizá podría objetarse que las respuestas fueron formuladas por escrito y no de palabra, y que, en ocasiones, resulta difícil identificar a los niños muy pequeños. Era bastante fácil descifrar liones, cabayos, ozos, penicanos, panderas y liopoldos, pero resultaba casi imposible saber a qué especie se referían al escribir escarabajo de ramas, gusano saltador, otamus, o bicho de la cococola. Los votos a favor de estas chocantes criaturas fueron rechazados de mala gana.)

si estrechamos ahora el campo de nuestra observación, reduciéndolo a «los diez animales preferidos», obtenemos las siguientes cifras: 1. Chimpancé (13,5%). 2. Mono (13%). 3. Caballo (9%). 4. Gálago (8%). 5. Panda (7,5%). 6. Oso (7%). 7. Elefante (6%). 8. León (5%). 9. Perro (4%). 10. Jirafa (2,5%).

Inmediatamente salta a la vista que estas preferencias no revelan fuertes influencias económicas o estéticas. La lista de las diez especies económicas más importantes sería muy diferente. Ni estos animales predilectos representan las especies más elegantes ni las más vistosamente coloreadas. Por el contrario, se encuentra en ellos una elevada proporción de formas más bien torpes, macizas y de colores poco brillantes. En cambio, abundan en ellos los rasgos antropomórficos, y son éstos los que impresionan a los niños al hacer su elección. No se trata de un fenómeno consciente. Cada una de las especies consignadas posee cierto estímulo clave, evocador de propiedades peculiares de nuestra propia especie, y esto es lo que nos hace reaccionar automáticamente, sin comprender exactamente lo que nos atrae. Los rasgos antropomórficos más significativos de los diez animales predilectos son:

1. Todos ellos tienen pelo, y no plumas o escamas. 2. Tienen silueta redondeada (chimpancé, mono, gálago, panda, oso, elefante). 3. Tienen la cara plana (chimpancé, mono, panda, oso, león). 4. Tienen expresiones faciales (chimpancé, mono, caballo, león, perro). 5. Pueden «manipular» objetos pequeños (chimpancé, mono, gálago, panda, elefante). 6. Sus posiciones son, en cierto modo y el algunos momentos, casi verticales (chimpancé, mono, gálago, panda, oso y jirafa).

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