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Authors: Desmond Morris

El Mono Desnudo (30 page)

BOOK: El Mono Desnudo
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Cuantos más puntos de éstos puede sumar una especie, más alto es el lugar que ocupa en la lista. Los no mamíferos obtienen una pobre puntuación debido a que son muy débiles en estos aspectos. Entre las aves ocupan lugar destacado el pingüino (0,8 por ciento) y el loro (0,2 por ciento). El pingüino consigue el número uno porque es la más vertical de todas ellas. El loro se posa también más verticalmente que la mayoría de los pájaros y tiene otras ventajas especiales. La forma de su pico hace que su cara sea muy plana para un pájaro. También come de una manera extraña; se lleva la comida a la boca con la pata, en vez de agachar la cabeza, y además, sabe imitar nuestras vocalizaciones. Desgraciadamente para su popularidad, adopta una postura más horizontal cuando camina, lo que le hace perder puntos frente a la andadura vertical del pingüino.

Por lo que se refiere a los mamíferos predilectos, conviene observar varios puntos especiales. Por ejemplo, ¿por qué es el león el único de los grandes félidos que figura en la lista? La respuesta es, al parecer, que sólo él (el macho) posee una abundante melena alrededor de la cabeza. Esto produce el efecto de aplanar su cara (como vemos en los dibujos de leones realizados por los niños) y ayuda a sumar puntos para su especie.

Como hemos visto en capítulos anteriores, las expresiones faciales tienen, en nuestra especie, particular importancia como formas visuales básicas de comunicación. Sólo en unos pocos grupos han evolucionado en forma compleja: primates superiores, caballos, perros y gatos. No es casual que cinco de los diez animales predilectos pertenezcan a estos grupos. Los cambios en la expresión facial revelan cambios de humor, lo que da pie a un valioso lazo entre el animal y nosotros mismos, aunque no siempre sea exactamente comprendida la significación correcta de tales expresiones.

En lo que atañe a la habilidad manipuladora, el panda y el elefante constituyen casos únicos. En el primero, el hueso de la muñeca ha evolucionado de forma que le permite asir las finas cañas de bambú de que se alimenta. En ningún otro ser del reino animal se encuentra una estructura de esta clase. Ella confiere al panda de pies planos la posibilidad de asir pequeños objetos y llevárselos a la boca, mientras se encuentra sentado en posición erguida. Desde el punto de vista antropomórfico, esto es un buen tanto a su favor; el elefante es también capaz de «manipular» objetos pequeños con la trompa —otra estructura única— y llevárselos a la boca.

La posición vertical, tan característica de nuestra especie, confiere a cualquier otro animal que pueda adoptarla una ventaja antropomórfica inmediata. Los primates que ocupan los primeros lugares de la lista, así como los osos y el panda, se sientan verticalmente en muchas ocasiones. A veces, pueden incluso mantenerse en posición vertical o dar algunos pasos vacilantes en esta posición, todo lo cual contribuye a su excelente puntuación. La jirafa permanece, en cierto sentido y debido a las peculiares proporciones de su cuerpo, en actitud continuamente vertical. El perro, que logra su alta clasificación antropomórfica gracias a su comportamiento social, siempre nos ha desilusionado por su posición. Esta es inflexiblemente horizontal. Resistiéndonos a aceptar la derrota en este punto, pusimos a contribución nuestro ingenio y pronto resolvimos el problema: enseñamos al perro a erguirse para pedir. En nuestro afán de antropomorfizar a la pobre criatura, fuimos aún más lejos: como nosotros no tenemos rabo, le cortamos el suyo. Y, como tenemos la cara plana, empleamos la cría selectiva para reducir la estructura ósea en la región del morro. Como resultado de ello, muchas razas de perro tienen la cara anormalmente chata. Nuestros deseos antropomórficos son tan exigentes que tienen que ser satisfechos, aunque sea a expensas de la eficacia dental del animal. Pero debemos recordar que este acercamiento a los animales es puramente egoísta. No miramos a los animales como a tales, sino como reflejos de nosotros mismos, y, si el espejo los deforma excesivamente, le damos una nueva curvatura o lo tiramos.

Hasta ahora, hemos considerado las preferencias animales de los niños entre los cuatro y catorce años de edad. Si clasificamos las respuestas, agrupándolas según la edad de sus autores, se ponen de manifiesto ciertas tendencias notablemente consistentes. Con referencia a ciertos animales, se observa un continuo descenso de las preferencias en relación con el aumento de la edad de los niños. En lo que atañe a otros, se produce un aumento igualmente continuo.

Lo más curioso es que estas tendencias dependen, marcadamente, de un rasgo particular de los animales preferidos: a saber, del tamaño de su cuerpo. Los niños pequeños prefieren los animales grandes, y los niños mayores prefieren los animales pequeños. Para convencernos de ello, tomemos las cifras correspondientes a los dos animales más grandes de nuestra lista de diez, el elefante y la jirafa, y a los dos más pequeños, el gálago y el perro. El elefante, que en la clasificación general alcanza un 6 por ciento, llega a un 15 por ciento en la votación de los niños de cuatro años, bajando poco a poco hasta un 3 por ciento en la de los chicos de catorce. La jirafa experimenta un descenso parecido en su popularidad, desde el 10 al 1 por ciento. En cambio, el gálago empieza sólo con un 4,5 por ciento en los niños de cuatro años, y se eleva gradualmente hasta alcanzar un 11 por ciento en los muchachos de catorce. El perro pasa del 0,6 al 6,5 por ciento. Los animales de tamaño mediano, entre los diez predilectos, no experimentan oscilaciones tan marcadas.

Estas observaciones pueden reducirse, por lo que hasta ahora sabemos, a dos principios. La primera ley de simpatía animal declara que: «La popularidad de un animal está en relación directa con el número de rasgos antropomórficos que posee.» La segunda establece que: «La edad del niño es inversamente proporcional al tamaño del animal que aquél prefiere.»

¿Cómo podemos explicar esta segunda ley? Si recordamos que la preferencia se basa en una educación simbólica, la explicación más sencilla es que los niños pequeños ven en los animales a unos sustitutos de los padres, mientras que los niños mayores ven en ellos a unos sustitutos de los hijos. No basta con que el animal nos recuerde nuestra propia especie, sino que debe recordarnos también una categoría especial dentro de aquélla. Cuando el niño es muy pequeño, sus padres son figuras protectoras de la máxima importancia. Dominan la conciencia del niño. Son animales grandes y benévolos, y por esto los animales grandes y de benévolo aspecto son identificados fácilmente con las figuras paternas. A medida que crece, el niño empieza a afirmarse y a competir con sus padres. Se ve dominando la situación; pero es difícil dominar a un elefante o a una jirafa. El animal predilecto tiene que menguar de tamaño hasta hacerse más manejable. El niño, por un fenómeno de extraña precocidad, se convierte en padre. Y el animal se convierte en el símbolo de su hijo. El verdadero hijo es demasiado joven para ser su padre de verdad; por consiguiente, se hace padre simbólico. La propiedad del animal adquiere importancia, y el cariño que se le otorga toma la forma de «paternalismo infantil». No es por mero accidente que el gálago haya tomado en Inglaterra el nombre popular de
bushbaby
, al poder convertirse en un animalito doméstico exótico. (Los padres deberían saber que el afán de mimar a los animales no se manifiesta hasta muy avanzada la infancia. Es un grave error regalar animalitos a los niños muy pequeños, que los consideran como objetos de exploración destructora o como alimañas.)

Hay una singular excepción a la segunda ley de simpatía animal, y es la referente al caballo. La reacción provocada por este animal es extraña en dos sentidos. Si la analizamos en relación con la edad del niño, vemos que su popularidad crece poco a poco con el aumento de aquélla y desciende después con igual regularidad. El punto más alto coincide con la irrupción de la pubertad. Si la analizamos en relación con el sexo, observamos que es tres veces más popular entre las niñas que entre los niños. Ninguna otra simpatía animal muestra nada parecido a esta diferencia de sexo. Es evidente que, en la reacción provocada por el caballo, hay algo que se sale de lo corriente y que requiere una consideración especial.

A este respecto, la única característica del caballo que interesa es que puede ser montado y dirigido. Esto no se aplica a ninguno de los diez animales predilectos. Si conjugamos esta observación con las circunstancias de que su máxima popularidad coincide con la pubertad y de que existe una gran diferencia entre la simpatía que suscita en los diferentes sexos, se impone la conclusión de que la reacción ante el caballo tiene que involucrar un poderoso elemento sexual. Si formulamos una ecuación simbólica entre el hecho de montar un caballo y el acto sexual, puede parecer sorprendente que el animal tenga un mayor atractivo para las niñas. Pero el caballo es un animal vigoroso, musculoso y dominante, y, por consiguiente, le cabe bien el papel de macho. Examinado objetivamente, el acto de cabalgar consiste en una larga serie de movimientos rítmicos, con las piernas muy separadas y en íntimo contacto con el cuerpo del animal. Su atractivo para las niñas parece resultado de la combinación de su masculinidad y de la naturaleza de la posición adoptada y de las acciones realizadas sobre su lomo. (Hay que hacer hincapié en que nos referimos a la población infantil en su conjunto. Un niño de cada once prefería el caballo. Los que los poseen tardan muy poco en saber las variadísimas satisfacciones que lleva aneja esta actividad. Si como consecuencia de ello se aficionan a la equitación, esto no es necesariamente significativo desde el punto de vista que estamos debatiendo.) Nos queda explicar la mengua de la popularidad del caballo entre los púberes. Con el creciente desarrollo sexual, cabría esperar un aumento, y no un descenso, en aquella popularidad. Podemos hallar la solución si comparamos la gráfica del amor al caballo con la curva de los juegos sexuales de los niños. Ambas coinciden de manera notable. Parece ser que, con el desarrollo de la conciencia sexual y el característico sentido de reserva que envuelve los sentimientos sexuales de los adolescentes, la reacción provocada por el caballo pierde intensidad al disminuir los «retozos» del juego sexual abierto. Es significativo que el atractivo de los monos pierde también terreno en esta coyuntura. Muchos monos poseen órganos sexuales particularmente descarados, con grandes y rosados abultamientos. Esto, para el niño pequeño, no significa nada, y los otros rasgos antropomórficos acusados pueden actuar sin trabas. En cambio, para los chicos mayores, los conspicuos órganos genitales son motivo de vergüenza, y, como consecuencia, desciende la popularidad de estos animales.

Así está, pues, la cosa en lo que atañe a los «amores» de los niños para con los animales. En cuanto a los adultos, las reacciones se hacen más variadas y refinadas, si bien persiste el antropomorfismo básico; pero, en realidad, y siempre que se comprenda claramente que las reacciones simbólicas de esta clase no nos dicen nada sobre la verdadera naturaleza de los diferentes animales afectados, no produce grandes daños y proporciona un valioso desahogo subsidiario a los sentimientos emocionales.

Antes de estudiar el reverso de la medalla —los «odios» a ciertos animales—, debemos responder a una crítica. Podría argüirse que los resultados estudiados más arriba tienen una significación puramente cultural y carecen de importancia para nuestra especie, considerada en su conjunto. Esto es cierto en lo que concierne a la identidad exacta de los animales. Para reaccionar ante un panda, es evidentemente necesario tener conocimiento de su existencia. No existe una reacción innata frente al panda. Pero la cuestión no es ésta. La elección del panda puede estar culturalmente determinada, pero las
razones
por las que es elegido responden a un proceso más profundo y biológico. Si repitiéramos la investigación en un grupo cultural distinto, las especies predilectas podrían ser diferentes, pero serían igualmente escogidas de acuerdo con nuestras necesidades simbólicas fundamentales. La primera y la segunda ley de simpatía animal seguirán en vigor.

Pasando ahora a los «odios» animales, podemos someter las cifras a un análisis parecido. Los diez animales más odiados son los siguientes: 1. Serpiente (27 por ciento). 2. Araña (9,5 por ciento). 3. Cocodrilo (4,5 por ciento). 4. León (4,5 por ciento). 5. Rata (4 por ciento). 6. Mofeta (3 por ciento). 7. Gorila (3 por ciento). 8. Rinoceronte (3 por ciento). 9. Hipopótamo (2,5 por ciento). 10. Tigre (2,5 por ciento).

Estos animales tienen en común un importante rasgo: son peligrosos. El cocodrilo, el león y el tigre son carnívoros asesinos. El gorila, el rinoceronte y el hipopótamo pueden matar con facilidad si se les provoca. La mofeta realiza una forma violenta de guerra química. La rata es una alimaña que propaga epidemias. Y hay serpientes y arañas venenosas.

La mayoría de estas criaturas carecen también sensiblemente de los rasgos antropomórficos que caracterizan a los diez animales predilectos. El león y el gorila son dos casos excepcionales. El león es el único que aparece en ambas listas de diez. La ambivalencia de la reacción ante esta especie se debe a la combinación, exclusiva de este animal, entre sus atractivos rasgos antropomórficos y su violento comportamiento rapaz. El gorila está fuertemente dotado de caracteres antropomórficos, pero desgraciadamente para él, su estructura facial parece indicar que se halla constantemente de un humor agresivo y amenazador. Esto es, simplemente, consecuencia accidental de su estructura ósea, y no guarda relación alguna con su verdadera (y más bien benigna) personalidad pero, combinado con su enorme fuerza física, le convierte inmediatamente en el símbolo perfecto de la fuerza salvaje de bruto.

La circunstancia más curiosa de esta lista de antipatías es el masivo sufragio que obtiene la serpiente y la araña. Esto no puede explicarse únicamente por su carácter de especies peligrosas. Otras fuerzas están en juego. El análisis de las razones dadas para odiar a estas especies revela que las serpientes provocan repulsión porque son «viscosas y sucias», y las arañas, porque son «peludas y se arrastran». Esto puede significar, o bien que estos animales tienen una acentuada significación simbólica de alguna clase, o bien que existe en nosotros una poderosa tendencia innata a huir a estos animales.

Durante largo tiempo, la serpiente ha sido considerada como un símbolo fálico. Y, como es un falo venenoso, se pensó que representaba el sexo importuno, cosa que podría explicar en parte su impopularidad. Pero hay algo más. Si, entre los niños de edades comprendidas entre los cuatro y los catorce años, examinamos los diferentes grados de odio a la serpiente, descubrimos que el punto culminante de la impopularidad se produce pronto, mucho antes de que el niño llegue a la pubertad. Ya a los cuatro años, aquel grado es muy elevado —alrededor de un 30 por ciento—, pero sigue subiendo acentuadamente hasta alcanzar el máximo a los seis. Entonces se inicia un suave descenso hasta llegar, a los catorce años, a menos del 20 por ciento. Hay poca diferencia entre ambos sexos, aunque, a edades correlativas, la reacción de las niñas es un poco más fuerte que la de los muchachos. La llegada de la pubertad parece no influir en las reacciones de ambos sexos.

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