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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (70 page)

BOOK: La mano de Fátima
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Al cabo de un rato logró reponerse. Aquélla era su última oportunidad.

—Los hombres del marqués —susurró para sí.

No habían tardado demasiado en volver a la venta; tampoco la habían abandonado con palas y útiles, creyó recordar. El cadáver del monfí no podía estar lejos. Recorrió los alrededores de la posada con la mirada, ¿dónde lo habrían enterrado? Mientras trataba de revivir la escena, alzó la vista al sol ardiente, como si éste pudiera ayudarle ¿Dónde…?

—¿Estáis seguros de que nadie lo encontrará? —Las palabras del lacayo del marqués a la vuelta de los enterradores resonaron en sus oídos como si las estuviese diciendo allí y ahora. Entonces no les había prestado atención—. Ya sabéis que Su Excelencia desea que ese cadáver desaparezca; nadie debe saber que no fue el monfí…

—No temáis —contestaron los soldados con despreocupación—. Allí donde lo hemos dejado…

¡Dejado! ¡Habían dicho dejado! Los soldados no gustaban de trabajar, ¿para qué esforzarse? Caminó los alrededores de la venta fijándose en matorrales y rastrojos. No, ahí no podía ser. Examinó los árboles y sus raíces, recordando aquellos de las Alpujarras en cuyos huecos llegaba a caber un hombre a caballo. Pateó algún que otro montículo de tierra seca y hasta escarbó con una pequeña pala que llevaba en el hatillo en un túmulo que le pareció apropiado. El sol había superado con creces el mediodía y caía con fuerza; Aisha sudaba. Al final se topó con una acequia seca e inutilizada. Observó su recorrido y detuvo la mirada allí donde el canalillo se unía con otro. El paso estaba cegado con piedras. No lo dudó. Se apresuró, y sólo tuvo que apartar unas cuantas rocas y escarbar en la tierra que había por debajo: el olor putrefacto del cadáver la golpeó. ¡Allí estaba el monfí!

Aisha se secó el sudor que corría por su rostro, se irguió y miró a su alrededor. Nada se movía a aquellas horas de calor, después de comer. Continuó desenterrando el cadáver hasta que Ubaid se le apareció, reconocible, con el corazón que le había arrancado Brahim dispuesto sobre su estómago. Lo miró largo rato. Luego extrajo del hatillo la delicada toca blanca bordada de Fátima, la besó con tristeza y la ensució con tierra seca. La había encontrado al día siguiente del secuestro, olvidada en la rapiña de sus vecinos cristianos tras un tiesto roto, y la guardó para dársela a Hernando, pero por no entristecerle no había llegado a hacerlo. Se arrodilló junto a los restos de Ubaid y se la ató al cuello. Se levantó y volvió a examinar el entorno: el silencio sólo se veía turbado por el zumbar de los insectos que ahora se lanzaban sobre el cuerpo del monfí. To davía le quedaba lo más importante. El camino de las Ventas estaba cerca. Agarró el cadáver de las axilas y empezó a tirar de él, de espaldas; decidió hacerlo por la acequia que llevaba al camino. El corazón del monfí cayó a tierra. Aisha tardó un buen rato: cada pocos pasos tenía que detenerse a descansar y comprobar que nadie merodeaba, pero al fin lo consiguió. Hizo un último esfuerzo y lo arrastró hasta la vera del camino. Cuando lo soltó, notó tremendos pinchazos de dolor en todos sus músculos. Dejó escapar una lágrima ante la toca atada al cuello del monfí y se apostó a cierta distancia, escondida tras unos árboles, a la espera de que alguien encontrara el cadáver. Cuando el calor remitió, Aisha vio cómo una partida de mercaderes se detenía junto a Ubaid. Entonces salió de entre los árboles y se encaminó de vuelta a Córdoba.

—Dicen que han encontrado el cadáver del Manco de Sierra Morena, Ubaid, en el camino de las Ventas, cerca de la venta del Montón de Tierra —comentó a uno de los guardias de la puerta del Colodro—. ¿Sabéis algo de eso?

El hombre no se dignó en contestar a una morisca, pero Aisha torció el gesto en una triste sonrisa al verlo correr en busca de su sargento. Instantes después, un grupo de soldados partía a galope tendido hacia la venta.

Hernando se extrañó del gentío que se acumulaba en los alrededores de la puerta del Colodro. Dudó incluso en utilizar aquel acceso, pero ¿qué le importaba ya lo que sucediera? Había sido otra jornada infructuosa de gritos, amenazas e insultos a la nada que se abría entre los cerros de la sierra. Incluso había tenido que huir cuando se topó con los alanos de una partida de caza que perseguía a un oso. Espoleó a Azirat hacia la multitud y mientras se acercaba, vislumbró gran número de guardias y soldados entre la gente, así como nobles ricamente ataviados; incluso le pareció reconocer al corregidor andando arriba y abajo.

Iba a dejar a un lado al grueso de la gente y abrirse paso entre los curiosos que se hallaban algo más apartados para lograr cruzar la puerta cuando, desde el caballo, por encima de las cabezas de los demás, vio el cadáver de un hombre atado a un palo hundido en el suelo, al modo en que la Santa Hermandad ejecutaba a los delincuentes que capturaba fuera de la ciudad. Un escalofrío recorrió su columna dorsal. Aquel cadáver… Era manco. No necesitó acercarse, sólo aguzar la vista, quizá tan sólo oler el aire que le rodeaba. ¡Ubaid!

Tiró de las riendas de Azirat y sin prestar atención a la gente que discutía si aquél era o no el temido monfí de Sierra Morena, con la mirada clavada en el arriero de Narila, se dirigió al poste.

—¿Adónde te crees que vas a caballo? —le detuvo un soldado al tiempo que hombres y mujeres tenían que apartarse a su ciego caminar.

Hernando echó pie a tierra y entregó las riendas al soldado, que las cogió perplejo. Avanzó, ahora ya entre nobles y mercaderes hasta plantarse ante el cadáver de Ubaid. La Hermandad, aun muerto, aun en la duda sobre su identidad, le había acribillado a saetas.

De repente la gente le hizo sitio. Don Diego López de Haro, presente, les había instado a separarse con un gesto de su mano.

—¿Es el monfí? —preguntó al morisco tras acercarse a él—. Tú lo conocías. ¿Es el asesino de tu esposa y de tus hijos?

Hernando asintió en silencio.

Un murmullo corrió entre las filas de gente.

—Ya no podrá cometer más delitos —aseguró el alcaide de la Hermandad.

Hernando continuó en silencio, con la mirada clavada en la toca de Fátima que rodeaba el cuello del monfí.

—Ve a tu casa, muchacho —le aconsejó el caballerizo real—. Descansa.

—La toca —logró articular Hernando—. Era… era de mi esposa.

Fue el propio alcaide de la Hermandad el que se acercó a Ubaid y desató con cuidado la prenda, que luego le entregó.

Pese a la suciedad, Hernando creyó notar la suavidad de la tela, cayó de rodillas al suelo y lloró con la toca pegada al rostro. Fue un llanto diferente a cuantos le habían asaltado hasta entonces: liberador. Ubaid había muerto, quizá no a sus manos, pero bienaventurado fuera quien había puesto fin a su miserable vida.

Aisha no encontró la tranquilidad que perseguía cuando, escondida entre la gente, vio cómo Hernando, con la toca asida con fuerza en una mano, cogía con la otra las riendas de Azirat que le entregó el guardia. Le había visto llegar y había sufrido un pinchazo de dolor en lo más profundo de su ser a cada paso con los que su hijo se acercaba al poste. Trató de imaginar qué era lo que sucedía frente al cadáver, y como si Dios se lo hubiera transmitido, estalló en llanto en el justo momento en que éste acarició la toca.

«Yo te cuidaré, hijo», sollozó al verle cruzar la puerta del Colodro a pie, tirando del caballo.

Y a partir de aquel día, Hernando se dejó cuidar. La obsesión de anteriores jornadas dejó paso a la melancolía y a la tristeza. ¿Para qué iba a buscar los cuerpos de su familia después de tantos días? Si habían sido abandonados en la sierra, ya habrían sido devorados por las alimañas. Lo había comprobado durante sus cabalgadas por aquellos bosques: nada se despreciaba; miles de animales estaban al acecho del más mínimo de los errores, del más nimio de los alimentos, para lanzarse sobre él. Con todo, continuó acudiendo a los poyos del convento de San Pablo.

A los pocos días del hallazgo del cadáver de Ubaid, Hernando recibió recado de don Diego para que se reintegrase a su puesto de trabajo; pese a que la yeguada estaba en Sevilla, todavía quedaban potros en las cuadras.

Aisha creyó percibir en su hijo un cambio de actitud al retornar a casa después de atender a los animales y la esperanza renació en ella. Pero no podía prever cuán alejados estaban sus deseos de la realidad.

42

—Tienes que entregar tu caballo al conde de Espiel —le ordenó don Diego López de Haro una mañana, nada más llegar a las cuadras. Hernando sacudió la cabeza como si quisiera alejar de sí aquellas palabras—. El rey se lo ha regalado —tuvo no obstante que escuchar de boca del caballerizo.

—Pero… Yo… Azirat… —Su intento de protesta quedó en absurdas gesticulaciones con las manos.

—Sé lo que has trabajado ese animal y también sé que, pese a su capa, es uno de los mejores productos que han nacido en estas cuadras. Te permitiré elegir otro, incluso aunque no sea uno de los de desecho, siempre que tampoco sea de los destinados al rey…

—¡Yo quiero ése! Quiero a Azirat. ¡Es mío…!

Al instante lamentó sus palabras. Don Diego se puso en tensión, frunció el ceño y dejó transcurrir unos instantes antes de contestar:

—No es tuyo ni lo será nunca, y poco importa lo que tú quieras o puedas querer. Sabías cuál era el trato cuando optaste por cobrar parte de tu salario mediante un caballo: siempre estaría a disposición del rey. El conde ha conseguido que don Felipe le distinga con ese caballo, que por lo visto ha pedido expresamente. Hay que cumplir los deseos de Su Majestad.

—¡Lo destrozará! ¡No sabe montar ni correr toros!

Don Diego era consciente de ello. El mismo Hernando le había oído decirlo, le había visto burlarse del obeso conde de Espiel, siempre apoltronado en la montura como si estuviera en un sillón…

—No eres tú quién para juzgar cómo monta o deja de montar un noble —le contestó sin embargo el caballerizo con brusquedad—. En uno solo de sus borceguíes lleva más honor y servicios prestados a estos reinos de los que jamás prestará toda tu comunidad. Cuida tu lengua.

El morisco dejó caer los brazos a los costados y se deshinchó frente al caballerizo.

—¿Puedo…? —titubeó. ¿Qué quería? ¿Qué quería pedirle?—. ¿Podría montarlo por última vez? —Don Diego dudó—. Quizá… No sé… si merezco esa gracia. Me gustaría notarlo bajo mis piernas una vez más, excelencia. Es sólo una última cabalgada. Vos sois un gran jinete. Vos conocéis cuántas y qué graves han sido mis recientes desgracias…

«Trae mala suerte cambiar el nombre de origen de un caballo.» ¡Qué razón había tenido Abbas al advertírselo!, pensó mientras apretaba la cincha de la montura. El recuerdo del herrador le causó inquietud. Después de lo del Lomo del Grullo se vieron en las cuadras, pero no se hablaron; ni siquiera se saludaron. ¡Era incapaz de perdonarle! Saltó sobre Azirat, que se movió inquieto ante la violencia con la que el jinete se acomodó en la montura: tenía a Abbas en su mente, la ira le atenazaba. ¡Azirat lo sabía! Sabía que algo malo sucedía; lo presintió al solo contacto con su jinete mediante ese sexto sentido propio de los nobles brutos, y ahora mordía incesantemente el freno, como si quisiera comunicarse con su jinete a través de aquellos constantes y tan inusuales tirones en las riendas.

Hernando le palmeó el cuello y Azirat respondió sacudiéndolo y resoplando, todo bajo la atenta mirada de don Diego, que se mantenía en pie en la gran plaza abierta de las caballerizas tapándose la boca con los dedos de su mano, el pulgar por debajo del mentón, quizá replanteándose su decisión. Hernando no le dio tiempo y abandonó las cuadras a medio galope, haciendo una leve inclinación de cabeza al pasar por delante del caballerizo.

¡Y ahora le quitaban a Azirat! ¿Qué pecado habría cometido? ¿Por qué Dios le castigaba de aquella manera? En poco más de un año había perdido a casi todos sus seres queridos: Hamid, Karim, Fátima y los niños… El morisco se llevó la manga de la marlota a los ojos; Azirat caminaba al paso, libre. ¡Ahora su caballo! Abbas, otro de sus amigos… ¡Había incumplido sus promesas!

Y ahora el conde de Espiel había conseguido que el rey le regalase su caballo. No le había resultado difícil al noble. Desde Sevilla, donde se separó de la yeguada para dirigirse a las marismas, mandó a su secretario a tierras portuguesas con la petición de que el rey le hiciera la merced de regalarle aquel caballo colorado que caracoleaba y galopaba soberbio en el camino de Córdoba a Sevilla. Y el rey accedió gustoso a la solicitud de un aristócrata que no hacía más que pedirle un simple desecho de sus cuadras. Recordó el primer encuentro con Espiel, aquel en que el noble había citado al morlaco con tanta torpeza que la cogida del caballo resultaba inevitable. Lo había visto correr toros en otras ocasiones, siempre con similares resultados, más o menos desafortunados para los caballos. Azirat sintió el temblor en las piernas de su jinete y retrotó, inquieto. Hernando también había presenciado los juegos de cañas en la plaza de la Corredera y comprobado que mientras los demás nobles, al son de la música de atabales y trompetas, se exhibían con presteza y gallardía en simulado combate, y lanzaban y detenían con sus adargas las teóricamente inofensivas cañas, el conde ya tenía problemas desde el mismo inicio del espectáculo, puesto que descompensaba el equipo con el que por sorteo le tocaba participar. El pueblo abucheaba a la cuadrilla con la que participaba el noble cuando para cubrir la distancia que tenía que recorrer la lanza, se acercaba a la contraria más de lo que las reglas de la caballería y la cortesía permitían.

¿Por qué habría elegido el conde a Azirat si no se trataba más que de un desecho? ¿Por él? ¿Por los sucesos de la primera corrida de toros? En verdad, era cruel y vengativo. Lo llegó incluso a escuchar de boca de quien esa misma mañana le amonestara por poner en entredicho las cualidades que como jinete tenía el conde de Espiel. Había sido hacía cerca de ocho años.

—¿Sabéis cuál es la última del conde de Espiel? —preguntó don Diego a un grupo de nobles que cabalgaban junto a él probando los caballos del rey, Hernando y los lacayos del caballerizo con ellos.

—Cuenta, cuenta —le apremió uno de los caballeros ya con la sonrisa en la boca.

—Pues resulta que desde hace un par de semanas el médico le ha obligado a guardar cama por tercianas, y aburrido por no poder montar o salir de caza, ha ideado la forma de hacerlo desde el lecho…

—¿Dispara saetas a los pajarillos por la ventana? —bromeó otro de los nobles.

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