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Authors: Ildefonso Falcones

La mano de Fátima (71 page)

BOOK: La mano de Fátima
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—¡Quia! —exclamó don Diego, sin poder evitar que la risa aflorase ya a sus labios—. A todo aquel sirviente que comete alguna falta, ¡y son muchas las que cometen los criados del conde!, le ata un cojín a las posaderas y le obliga a correr y saltar por el dormitorio hasta que él, armado con su saeta en la cama, logra acertarle en el culo.

Las carcajadas habían estallado en el grupo de jinetes. Incluso Hernando sonrió entonces al imaginar al conde en camisa de dormir, obeso y sudoroso, nervioso y excitado, tratando de hacer puntería con su ballesta a un sirviente que no cesaba de saltar por encima de sillas y muebles con un cojín atado al culo, pero borró su sonrisa tan pronto como su mirada se cruzó con la de José Velasco que, como sirviente que era de don Diego, se revolvía inquieto sobre la montura.

—Dicen… —balbuceó don Diego entre carcajada y carcajada—, dicen que se ha convertido en el más estricto de los mayordomos de su propia casa y que en todo momento… —el caballerizo real tuvo que dejar de hablar hasta que logró erguirse, con la mano en el estómago— pregunta por las labores de todos los sirvientes y esclavos y las posibles faltas que pudieran haber cometido para que se los suelten en el dormitorio como liebres.

—¿Y la condesa? —logró articular entre risotadas uno de los acompañantes.

—¡Uh! ¡Preocupadísima! —Don Diego volvió a doblarse de la risa—. Les ha sustituido a los desgraciados los cojines de seda por cojines de algodón, algo más compactos, para no quedarse sin servicio… y sin ajuar.

Las risas volvieron a estallar en el grupo de jinetes.

¡Aquél era el hombre que iba a montar a su caballo!, pensó Hernando con las carcajadas de los nobles resonando en sus oídos.

Azuzó a Azirat con un simple chasqueo de su lengua y el caballo salió al galope. Hacía un magnífico día otoñal. ¡Podía escapar! Podía galopar hasta llegar… ¿adónde? ¿Y su madre? Ya sólo se tenían el uno al otro. Llevaba media legua a un galope relajado, sin rumbo fijo, cuando notó que Azirat se ponía en tensión: a su derecha se abría una dehesa en la que pastaban toros bravos. El caballo parecía desear jugar con ellos, como tantas otras veces.

No se lo pensó dos veces. Acortó las riendas, bajó los talones y apretó las rodillas para afianzarse en la montura. Entró en la dehesa y durante un buen rato volvió a tocar el cielo. Gritó y rió caracoleando frente a las astas de los morlacos, llegando a permitirse el rozar los cuernos con sus dedos en los quiebros, Azirat ágil y veloz, dulce al freno, entregado a sus piernas y a sus movimientos como no lo había estado nunca. ¡Era el mejor! A pesar de su color rojo, era el mejor caballo de los centenares que habían pasado por las cuadras del rey. Y aquel magnífico ejemplar iba a caer en manos del peor y más soberbio jinete de toda Andalucía.

En un determinado momento, Azirat se paró, enfrentado a un inmenso toro negro zaino; los dos tanteándose en la distancia, el toro humillando y el caballo manoteando sobre el sitio.

Entonces Hernando creyó escuchar los silbidos y abucheos de las gentes hacia el conde de Espiel, en la plaza de la Corredera.

El caballo cabeceaba y pateaba, como si él mismo citara a su enemigo. Era extraño, pensó Hernando. Sentía la acelerada respiración de Azirat en sus piernas.

De repente, el toro embistió enfurecido y Hernando tiró de las riendas y presionó los flancos de Azirat para que estuviese presto a requebrar, pero notó que el caballo no respondía. En sólo un suspiro, los abucheos que todavía resonaban en su cabeza se convirtieron en aplausos y vítores nacidos de gente alguna y cuando ya alcanzaba a ver los ojos coléricos del negro zaino, soltó las riendas de Azirat para que éste marcase su destino. Entonces el caballo se alzó de manos y ofreció su pecho a las astas del toro.

El impacto fue mortal y Hernando salió despedido a varios pasos de distancia al tiempo que el morlaco, en lugar de ensañarse con el caballo ya tendido en tierra, se retiraba orgulloso, en homenaje, quizá por la ley que rige la vida de los animales, a aquel de los suyos que había decidido no huir ante su envite.

Más tarde, José Velasco, a quien don Diego ordenó que siguiera y vigilara al morisco con discreción, aseguraría, jurando y perjurando ante todo aquel que quisiera escucharle, que fue el propio caballo el que, como si lo desease, se había entregado a una muerte segura después de burlar con una elegancia y un arte nunca vistos a cuantos toros se había enfrentado durante esa mañana de otoño.

Pero los juramentos del lacayo, fantasías donde las hubiere al decir de quienes prestaron atención a su historia, no fueron suficientes para que un magullado Hernando evitara la detención y encarcelamiento que de inmediato y de acuerdo con la jurisdicción que le competía, ordenó don Diego López de Haro, burlado en su buena fe por conceder al morisco aquel deseo que le había suplicado. Al desengaño del caballerizo, se sumó la preocupación por la segura y predecible violenta respuesta del conde de Espiel ante la muerte de su caballo.

—Has tenido la posibilidad de medrar y la has desaprovechado —le dijo el caballerizo delante de los trabajadores de las cuadras, Abbas entre ellos, cuando Hernando fue materialmente transportado por José Velasco desde la dehesa—. No puedo hacer nada por ti. Quedarás a disposición de la justicia y de lo que contigo quiera hacer el conde de Espiel, propietario del caballo que has malogrado.

Pero Hernando no escuchaba; tampoco reaccionó ante las palabras de don Diego: se hallaba absorto en la magia de aquel momento en que Azirat cobró voluntad propia y decidió por su cuenta. ¡Ningún caballo de los que había montado llegó nunca a hacer algo parecido!

—Llevadlo a la cárcel —ordenó a sus lacayos—. Yo, don Diego López de Haro, caballerizo de Su Majestad don Felipe II, así lo ordeno.

Hernando ladeó la cabeza hacia el noble. ¡Cárcel! ¿Lo habría previsto Azirat? Quizá debería haber muerto él también, pensó mientras caminaba por el Campo Real, frente al alcázar de los reyes cristianos, donde la Inquisición, escoltado por José Velasco y un par de hombres más. No tenía nada por lo que vivir. Sólo su madre, pensó con tristeza. Se dirigían a la calle de la cárcel, y Hernando lo hacía renqueante y dolorido, agarrado del brazo por José, todavía confundido entre lo que había presenciado en la dehesa y los lógicos razonamientos de quienes escucharon sus explicaciones y se negaron a creerlas. ¡Pero él lo había visto! José y Hernando se miraron y una mueca ininteligible apareció en los labios del lacayo. Cruzaron bajo el puente de la catedral y ascendieron en silencio por la calle de los Arquillos, la mezquita a su derecha. La gente con la que se cruzaban miraba con curiosidad a la comitiva.

Sólo Dios podía haber guiado los pasos de Azirat, igual que hacía con todos los creyentes, concluyó Hernando. Pero si él había salido ileso, ¿de qué servía el sacrificio del caballo? ¿Para terminar en la cárcel a disposición del hombre por cuya causa había entregado su vida Azirat? «El diablo jamás entrará en una tienda habitada por un caballo árabe», escribió el Profeta para elevar a los nobles brutos a defensores de los creyentes. ¿Qué pretendía decirle Dios a través de Azirat? José Velasco tiró de su brazo ante la duda que llevó a Hernando a detener sus pasos. ¿Cuál era el mensaje divino que podía esconderse en lo sucedido esa mañana?, continuó preguntándose.

—¡Camina! —ordenó uno de los hombres al tiempo que le empujaba por detrás.

Sintió el empujón sobre su espalda como uno de los golpes más fuertes que nunca hubiera recibido. ¡Azirat no podía pretender que él terminase encarcelado! Pero ¿cómo podía librarse de la prisión? No podría correr más que algunos pasos y los hombres iban armados mientras que él…

—¡Obedece! —Un nuevo empujón estuvo a punto de lanzarle al suelo.

José Velasco soltó su brazo y lo miró extrañado.

—Hernando, no me lo pongas más difícil —le rogó.

La puerta de los Deanes, que daba al huerto de la mezquita, se hallaba a sólo un par de pasos de donde se encontraban. El morisco la miró. También lo hizo José Velasco.

—No intentes… —trató de advertirle el lacayo.

Pero Hernando, pese al dolor que sentía en todo su cuerpo, corría ya hacia la mezquita.

Traspasó la puerta de los Deanes en el momento en que los tres hombres se abalanzaban sobre él; todos cayeron en el interior del huerto de naranjos de la catedral. Hernando luchó y pateó por librarse de ellos, pero sus músculos ya no respondían. Rodeados por la gente que se hallaba en el huerto, José Velasco logró inmovilizarlo al tiempo que sus compañeros, ya en pie, lo agarraban de tobillos y muñecas para extraerlo del huerto como si de un fardo se tratase.

—¡Grítalo! —le apremió un hombre que observaba la escena.

¿Qué…?, pensó Hernando.

—¡Dilo! —le conminó otro.

¿Qué tenía que decir?

Los hombres del caballerizo ya le habían alzado del suelo y Hernando colgaba igual que un animal.

—¡Sagrado! —escuchó de voz de una mujer.

—¡Sagrado! —gritó el morisco, recordando entonces cuántas veces había escuchado esa súplica en sus estancias en la catedral—. ¡Me acojo a sagrado!

En el linde interior de la puerta de los Deanes, los hombres que le acarreaban dudaron, pero inmediatamente hicieron ademán de sacarlo de la catedral.

—¿Qué pretendéis? —Un sacerdote se interpuso en su camino—. ¿Acaso no habéis oído que este hombre se ha acogido a sagrado? ¡Soltadle bajo pena de excomunión ipso facto! —Hernando notó cómo aflojaba la presión en sus manos y pies.

—Este hombre… —intentó explicar José Velasco.

—¡Es sacrilegio violar la inmunidad y el derecho de asilo de un lugar sagrado! —insistió el sacerdote interrumpiéndolo con brusquedad.

El lacayo hizo un gesto a los hombres que le acompañaban y éstos soltaron a Hernando, que quedó a los pies de todos ellos.

—No estarás mucho tiempo retraído en la catedral —le espetó José Velasco, temeroso ya del castigo que le impondría su señor por haber permitido que el detenido escapase—. Dentro de treinta días te echarán de aquí.

—Eso lo tendrá que decidir el provisor eclesiástico —volvió a interrumpirle el sacerdote. José y sus hombres, ambos con igual rostro de preocupación que el lacayo, fruncieron el ceño—. Y tú —añadió entonces, dirigiéndose a Hernando—, ve en busca del vicario a comunicarle las circunstancias que te han llevado a pretender este derecho.

43

Algunos hombres aplaudieron la actuación del sacerdote mientras Hernando trataba de levantarse dolorido; si ya lo estaba antes, ahora, después de pelear con José y sus acompañantes, y del tremendo golpe recibido en los riñones al caer al suelo, casi se veía incapaz de moverse. Un rubio de pelo rizado y ojos azules como los suyos se acercó a ayudarle.

—¡Silencio! —gritó entonces el sacerdote—. Aquel que alborote perderá el derecho de asilo y será expulsado del templo.

Los aplausos cesaron de inmediato, pero las chanzas y burlas hacia los hombres del caballerizo real que habían tenido que ceder al sagrado estallaron tan pronto como el sacerdote estuvo a la suficiente distancia como para no oírlas o, por lo menos, para no molestarse en regresar a fin de amonestar de nuevo al numeroso grupo de delincuentes y desgraciados que se hallaban asilados en la catedral para escapar de la justicia seglar. Y así fue, puesto que el sacerdote, sin ni siquiera volverse, negó cansinamente con la cabeza al escuchar las carcajadas que estallaron a sus espaldas.

—Me llamo Pérez —dijo el rubio que le había ayudado a levantarse, al tiempo que le ofrecía su mano.

—Pero lo llamamos «el Buceador» —terció otro hombre que se les unió y que mostraba el torso casi descubierto, pese al frío de octubre.

—Hernando —se presentó él.

—Pedro —dijo a su vez el del torso descubierto.

—Vamos a ver al vicario —le conminó el Buceador.

—No hace falta que me acompañes —lo excusó el morisco.

—No te preocupes —insistió el rubio que ya se dirigía hacia el interior de la catedral—, aquí no tenemos nada que hacer: no nos permiten ni jugar a los naipes. Ni siquiera podemos aplaudir, como habrás comprobado. —Hernando trató de darle alcance pero trastabilló por el dolor. Pérez le esperó y ambos se introdujeron en el templo—. Se peleó con el vicario —le explicó el rubio haciendo un gesto hacia el que se llamaba Pedro, que permaneció en el huerto—. Parece ser que ha tenido un problema con un collar muy valioso —explicó cuando ya deambulaban entre las columnas de la antigua mezquita—, pero no quiere contárnoslo en detalle; por lo visto tampoco quiso explicárselo al vicario.

La sacristía, como bien sabía Hernando, se hallaba adosada al muro sur de la catedral, junto al tesoro, en una capilla entre el
mihrab
y la biblioteca, que aún seguía en obras para convertirse en sagrario mayor. Pérez se extrañó ante la sonrisa con la que don Juan, el vicario, recibió al nuevo retraído después de que, desde el quicio de la puerta, humildemente, pidieran permiso para entrar.

—El conde de Espiel es un mal enemigo —afirmó don Juan tras la explicación que le ofreció el morisco. Pérez escuchó con atención la historia mientras el vicario tomaba notas en unos legajos—. Le pasaré estos datos al provisor a ver qué es lo que decide acerca de tu situación. En breve espero poder decirte algo… y siento lo de tu familia —añadió cuando los dos retraídos ya abandonaban la sacristía.

—¿Por qué te conoce? —le preguntó su compañero tan pronto como se encontraron fuera de ella—. ¿Es tu amigo? ¿Cómo…?

—Vamos a la biblioteca —le interrumpió Hernando.

Don Julián trajinaba con los últimos tomos que restaban en la biblioteca. La nueva librería, junto a la puerta de San Miguel, era de menor tamaño y la mayoría de los libros y rollos terminaban en la biblioteca particular del obispo, allí donde también se escondían coranes y profecías árabes.

—¿Permiso? —preguntó Hernando desde la reja que ahora separaba andamios y operarios del resto de la mezquita.

—¿También conoces al bibliotecario? —le susurró el sorprendido Buceador ante la sonrisa con que don Julián recibía al morisco; una sonrisa que poseía un deje de tristeza desde la desaparición de Fátima y sus hijos.

Pasearon por entre el millar de columnas de la mezquita con el Buceador tras ellos, y Hernando tuvo que repetir la misma historia que hacía unos instantes acababa de contar al vicario.

—¡El conde de Espiel! —suspiró don Julián sumándose a los malos augurios del vicario—. En cualquier caso, el provisor estará a tu favor: los de Espiel fueron una de las familias nobles que más tenazmente se opusieron a la construcción de la nueva catedral hasta que el emperador Carlos I autorizó su construcción y, con las nuevas obras, los Espiel perdieron su capilla. Luego, en desplante hacia el cabildo catedralicio, financiaron otra iglesia en la que consiguieron el patronato de su capilla mayor. Desde entonces no hay buenas relaciones entre el conde y el obispo.

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