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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (61 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Se dieron todavía quince minutos para regocijarse con el espectáculo del grandioso tesoro histórico que habían encontrado y para reflexionar en su cercano futuro. A partir de ahora sus nombres estarían recogidos en los libros de texto, se harían películas y escribirían innumerables artículos y reseñas sobre su hazaña, no podrían quitarse de encima a los periodistas ni aunque se escondieran en la última isla de la tierra. Marie disfrutaba con la idea de ser una celebridad, a John no le gustaba tanto.

—Bueno, ahora tendremos que sacarla —propuso Marie.

—Sí —admitió John—, pero no podremos hacerlo con los varales, son demasiado largos y no pasarán por los túneles. Ayúdame a sacarlos, con cuidado.

Cogieron un listón, cada uno por un extremo, y lo deslizaron a través de las anillas. El larguero de madera revestida de oro no ofreció ninguna resistencia. Lo depositaron en el suelo con suma delicadeza y después repitieron con su hermano gemelo la misma operación.

—¿Tú crees que podremos con ella? —expresó Marie preocupada, reparando en la maciza apariencia del cofre.

—Creo que sí —aseguró el inglés—, no está hecha de oro puro, solo es madera de acacia recubierta de una delgada plancha de metal. En la Biblia siempre era transportada por dos personas, máximo cuatro, durante largas distancias.

—Pero sin las barras nos será muy incómodo moverla —insistió la arqueóloga—, quizá deberíamos llamar a Osama.

—La agarraremos de las anillas y pararemos cada 10 metros para descansar, no tenemos ninguna prisa —solventó John—. No creo que Osama quiera bajar aquí, esta mañana estaba bastante remiso a ello.

—¿Estás seguro? —preguntó Marie con extrañeza.

—No, no estoy seguro, pero creo que lo de la máscara rota era una burda excusa, y tampoco me preguntes por qué no ha querido ayudarnos.

—La verdad es que Osama lleva un par de días bastante intolerante y rígido, tal vez se ha enfadado con nosotros por lo que le ha pasado a su compatriota Alí.

—Ya, o tal vez el lobo se ha despojado de su piel de cordero al ver tan cerca su presa —aseveró John echando un vistazo reflejo al Arca.

El detective dedicó unos minutos a asegurarse de que ningún nuevo mecanismo oculto se dispararía en cuanto alzasen el Arca del altar. No veía nada extraño.

—Marie —avisó—, voy a levantarla de un lado para calcular su peso, si pasa algo ponte la careta inmediatamente.

John agarró dos de las anillas con ambas manos y levantó ligera y cuidadosamente el Arca hasta inclinarla ostensiblemente. No paso nada. Después repitió la misma acción con las otras dos argollas.

—Debe pesar menos de 40 kilos, quizá 35 —anunció—, creo que podremos transportarla sin problemas hasta el exterior.

—Conforme, pues manos a la obra —dijo Marie remangándose la camisa.

Izaron el objeto del altar y lo depositaron en el suelo con gran esfuerzo. Al hacerlo, Marie tocó con su cuerpo en uno de los cuernos que sobresalían de las esquinas y empezó a dolerse por ello.

—¿Estás bien Marie? —preguntó preocupado John.

—Sí, solamente ha sido un golpe en las costillas —dijo la francesa frotándose con la palma de la mano la zona del impacto.

El inglés dejó que la arqueóloga se recuperase durante unos minutos, tiempo que aprovechó para completar el mapa del yacimiento, siempre procuraba acabar las cosas que empezaba. Sacó el manido papel de su bolsillo y trazó el esquema del último corredor y la última habitación de la tumba de Sheshonk. Contempló el resultado durante un instante a la luz de la linterna. Nunca había visto una tumba tan embrollada, aunque vista en perspectiva resultaba bastante armoniosa, incluso bella y, por momentos, magnífica. Nadie podía haber sospechado la colosal estructura que escondía la pequeña e insignificante elevación pedregosa donde estaba excavada.

Mientras John dibujaba su plano, Marie, en arqueada posición, se fijó en que en la parte superior del arcón, justo donde casi tocaban las cuatro alas extendidas de los querubines orantes, en pleno centro del propiciatorio, había un pequeño orificio.

—Aquí hay un agujero —descubrió a su compañero.

John lo observó un momento enfocando con su linterna, pero no pudo vislumbrar nada a través del mismo; aunque, por su profundidad, parecía horadar toda la tapa del Arca.

—No se ve nada y no sé cuál puede ser su utilidad, ya lo examinaremos mejor en el exterior ¿Estás lista para otro desplazamiento?

Marie asintió con la cabeza y se agacharon para atenazar de nuevo las anillas y acarrear el pesado baúl hacía el exterior de la cámara dorada. John se puso delante y Marie agarró los asideros de detrás. Contemplaron fugazmente los brillos del pasado antes que la oscuridad del pasadizo serpentino les tragara de nuevo.

A John, desde que examinó la perforación de la tapa del Arca en la que había reparado Marie, le estaban viniendo a la cabeza confusos pasajes de la Biblia donde se explicaba que a veces la voz de Dios, cuando se ponía en contacto con su pueblo elegido, parecía provenir del interior del propiciatorio. Claro que, el gran peso que aguantaba y el largo e incómodo zigzag del corredor tampoco le dejaban tener una visión clara de las imágenes que le asaltaban en ese preciso instante. Sin embargo, Marie lo estaba pasando peor que él.

—¡Para un poco! —suplicó la francesa.

—Tienes razón, hemos hecho más de quince metros en este viaje, mejor que no nos agotemos, tenemos toda la mañana para sacar el Arca.

Recorrieron lentamente el pasillo de las serpientes enfrentadas a los gatos y afrontaron el túnel horizontal de 30 metros que habían cavado en la trampa de tierra. Después salvaron el difícil recodo que les introducía en el corredor inclinado. Allí hicieron otra merecida pausa para descansar.

—Mejor que ahora me ponga yo detrás —sugirió John—, para que pueda sujetar el Arca y que no se deslice.

—Bien, intercambiaremos posiciones —consintió la fatigada francesa desde el suelo donde se había postrado para recobrar alientos y energías.

—Subiremos los escalones uno a uno —siguió proponiendo el inglés—, a golpes de riñón y parando repetidamente en cada peldaño, procurando que el Arca no tropiece en ninguna de las vigas que sostienen el andamiaje. ¿Has entendido?

—Sí, sí, uno a uno, con los riñones y parando —dijo Marie repitiendo inconexamente las palabras de su más entero compañero.

John concedió a la arqueóloga varios minutos más para que se recuperara totalmente y así afrontar con más garantías una ascensión que se barruntaba complicada. No obstante, enseguida pillaron el ritmo, sólo un par de veces el arcón hizo el amago de resbalar a través de la escalonada rampa, John tuvo que usar toda su fuerza para pararle en su caída pero, aparte del lógico cansancio, no sufrieron ningún percance digno de ser reseñado.

En cuanto llegaron a la galería de la procesión acuática y asentaron el Arca en el piso del pasillo, Marie se derrumbó de pura debilidad. John no tardó mucho en imitarla. Así estuvieron cerca de media hora, sin decir nada, sin mirarse, cada uno tratando de recuperar el aliento por su cuenta.

John, sin ningún miramiento por el valioso objeto, para la siguiente etapa del viaje pensó en utilizar la carretilla con la que los jóvenes Ramzy y Husayn habían cargado, por los 35 metros de pintado corredor, los capazos de tierra que sacaban de la trampa de arena de Nefiris.

Pidió ayuda a Marie para subir el Arca a tan poco digno medio de transporte y el detective metido a carretillero la trasladó como si de un vulgar mueble de ocasión se tratara. Marie, que nada tuvo que objetar ante tamaño sacrilegio, le ayudó a sujetar la preciada pieza para que no resbalara de su inestable disposición.

En los dos siguientes tramos de escalera volvieron a soportarla usando las asas y, por fin, salieron al exterior con ella a través de la última escalinata que conducía a la superficie.

Osama les esperaba allí, entre los toldos que cubrían la puerta de la tumba, de pie, con las manos a la espalda en arrogante actitud, vestido con el uniforme militar egipcio de faena del ejército de tierra, ataviado con los colores amarillentos, grises y pardos especialmente diseñados para mimetizarse perfectamente con el desierto que cubría casi la totalidad de su nación.

Los arqueólogos le vieron levemente y se extrañaron de la inusual indumentaria, pero tan extenuados estaban que no quisieron pensar en lo que significaba.

—Así que lo habéis conseguido —declaró el teniente con voz seria, inapropiada para una felicitación.

—Sí, aquí está el Arca, ¿puedes darnos agua? —instó Marie muerta de sed y de fatiga.

Osama hizo un gesto con la cabeza y, al rato, les alargó una cantimplora a cada uno sin aparentemente haberlas ido a buscar, sin moverse de su sitio, todavía erguido como un poste.

Poco a poco, bajo la atenta vigilancia del militar, Marie y John recobraron el ritmo normal de su respiración.

En cuanto les vio más recuperados Osama volvió a dirigirse a ellos.

—Tengo malas noticias —expuso grave y seco—. El Arca no saldrá por ahora de Egipto, su viaje a Centroeuropa se pospone hasta que la examinemos detenidamente.

—¿Qué? —preguntó Marie aún no muy consciente del inesperado escenario que se había dibujado en su ausencia.

—Que yo me llevo el Arca y que vosotros os quedáis aquí hasta nueva orden — contestó expeditivamente el militar.

—¿Qué? —repitió Marie sin darse por enterada, aunque a medida que llegaba a procesar las duras palabras de Osama un montón de imprecaciones acudían prestas a su garganta—. ¡No puedes hacer eso! ¡Maldito militar de mierda! ¡Tú no me das órdenes! ¿Quién te has creído que eres? ¡El Arca es un vestigio arqueológico y pertenece a la ciencia!

Osama aguantaba estoicamente el pataleo de Marie, John se limitaba a observar, sabía que poco podían hacer porque ya había entrevisto a través de las lonas, que medio tapaban desde allí la vista del campamento, a algunos soldados egipcios con el fusil ametrallador colgado en bandolera y con la mano amenazadoramente cerca del gatillo.

El teniente arrancó por completo el toldo que cubría el acceso a la tumba y ahora se distinguió claramente la decena de militares, fuertemente pertrechados y con cara de desear pasar a la acción, que aguardaban fuera cualquier nimia orden del oficial Osama Osman. Hasta Marie tuvo que darse por enterada del cambio radical en las circunstancias, de la cruda amenaza que se cernía en el ambiente. Por eso enmudeció de repente.

—Dime Osama —terció John después de un rato de afónica tensión—, el cambio de planes ha acontecido por la sospecha de que el Arca es un arma, ¿verdad?

—Bueno, ya sabes cómo funciona esto —afirmó Osama apelando a la condición de agente de seguridad del inglés.

—Lo que me faltaba por oír —refunfuñó Marie en segundo plano—, la típica camaradería masculino-castrense.

—Venga Osama —intentó convencerle John—, sabes que todas esas teorías que inventé son conjeturas arqueológicas, meras hipótesis de trabajo y, lo más seguro, de todo punto inciertas, no hemos encontrado ningún tipo de arma química allá abajo y ya nos hemos llevado el Arca.

—Ya, pues tus teorías inventadas y descabelladas parece que sí han sido tomadas en serio por algunos —desveló Osama—. No hay nada que hacer, tengo instrucciones para llevarme el Arca inmediatamente y, también, de dejaros aquí bajo vigilancia. Dado los nervios de nuestra común amiga será mejor que entréis por donde habéis salido.

—¿Qué? —volvió a la carga Marie— ¡Animal! ¿Vas a encerrarnos en la tumba? ¡Estás loco! ¡Te voy a demandar! ¡Quiero hablar inmediatamente con el embajador francés en El Cairo!

Marie no estaba dispuesta a volver a meterse de buen grado en el nicho de Sheshonk; y los expectantes soldados, por las voces y chillidos que profería la francesa contra su oficial, empezaban a mostrarse claramente nerviosos.

Osama, con talante relajado pero firme, lanzó una leve orden al infante que tenía más cerca. El joven cargó su fúsil de asalto semiautomático, apuntó al cielo y disparó una ráfaga de siete u ocho tiros que sonaron como truenos cercanos. El teniente no podía ir más en serio, hasta Marie lo tenía ahora meridianamente claro.

—¡Adentro! —repitió enérgicamente.

Esta vez los derrotados arqueólogos no opusieron ninguna pega, ningún inconveniente, Marie incluso se apresuró a bajar.

—Coged las cantimploras y esperad ahí dentro —decretó el incontestable militar— . Dejaré un pelotón de hombres aquí fuera vigilando, así que no intentéis salir.

Los arqueólogos se acomodaron dentro de las entrañas del mausoleo de Sheshonk, mirando como tapiaban sus esperanzas, enterrados en vida con la pesada losa que había ocultado el atajo que daba acceso a las catacumbas del faraón. Marie y John se resignaron y se sentaron como pudieron en el frío y polvoriento suelo del pasillo.

—Dentro de un par de horas os traerán algo de comer, hasta entonces manteneros tranquilos, no os va a pasar nada —les consoló el teniente mientras se escapaba la luz del sol por la postrera rendija.

Fue lo último que oyeron los europeos de los ruidos del mundo.

Todo había salido bien para Osama, había cumplido con la misión y la confianza que había puesto Yusuf en él no se había visto defraudada. Mandó trasladar el Arca al centro del campamento, ordenando tajantemente a sus hombres que no la tocaran más de lo necesario.

Cuatro de los soldados se colgaron el arma a la espalda y levantaron el macizo arcón para dejarlo a apenas cinco metros del camión. El sol incidió de lleno en las doradas paredes del Arca emitiendo un brillo que parecía luchar con el mismísimo dios Ra por la posesión de ese trozo de desierto.

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