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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (65 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Los comandos hebreos debían estar descendiendo de su atroz máquina voladora en ese mismo momento, pero les costaría encontrar la disimulada entrada por entre el murallón de toldos que formaban el acotado semicírculo de las instalaciones.

Marie no tenía ni idea de lo que intentaba hacer John, pero le ayudó a introducirse dentro del Arca, que aún permanecía en el centro del cercado, y a cerrar la tapa; después, se escondió dentro del compartimento de carga del camión. Nunca había estado tan asustada, ni siquiera cuando había sufrido en sus carnes las trampas de Sheshonk y Nefiris.

El ruido producido por las aspas del helicóptero cesó poco a poco. Nuevamente el silencio se apoderó del lugar, esa noche no corría una brizna de viento.

Unos cinco hombres, todos uniformados en riguroso negro, accedieron cautos al interior del campamento. Enseguida se desperdigaron alrededor del Arca, inspeccionándolo todo con movimientos certeros, rápidos, como ejecutando una estudiada coreografía. Centraron su atención en el interior de las tiendas, todas vacías; y, sobre todo, en los cadáveres de soldados egipcios que alfombraban la zona, todavía revelando las muecas de agonía y terror con las que los había sorprendido la muerte. De tanto en tanto cruzaban entre ellos miradas de extrañeza y turbación, pero no rompieron su mutismo ni el sigilo con el que se deslizaban.

Gradualmente fueron levantando las manos hacia una figura que se mantenía a la expectativa y que estaba escoltada por otro hombre que se mantenían unos metros por detrás. Éste último, también de negro, era el único que no estaba armado y parecía bastante menos expeditivo y resuelto que el resto del grupo.

Cuando todos los soldados terminaron de examinar y reconocer el lugar, el oficial que los mandaba, el mismo que se había mantenido a prudente distancia, se acercó hasta el Arca y la enfocó con una linterna que estaba fijada encima de su hombro, formando indisoluble parte del acorazado uniforme que vestía.

Se giró para llamar con un gesto al tímido e inerme individuo que permanecía detrás de él. Éste se acercó curioso y reverente hacia el lugar donde descansaba el Arca, su expresión era la de alguien que no podía creer en lo que veía, inconscientemente no hacía más que parpadear y bizquear, componiendo los más extravagantes ceños de incredulidad. Era un rabino judío de mediana edad, especialista en el estudio de las Escrituras y profesor de historia antigua de la Universidad de Jerusalén. Se le notaba a kilómetros que no estaba muy familiarizado con la parafernalia militarista exhibida por sus compatriotas.

John oyó, desde su escondite, cómo el oficial, con voz queda, se dirigía a él en hebreo por su título religioso. El sacerdote debía haber sido arrastrado hasta allí para verificar la autenticidad del Arca.

El inglés no se había metido en el incierto y comprometido sitio desde donde ahora escuchaba la conversación de los dos israelíes sin tener un propósito determinado, aunque el suyo era un plan descabellado, insensato, desquiciado.

No era que su mente trabajase rápido y que, cuando escuchó el aleteo de la aeronave, pensase en un procedimiento de acción en milésimas de segundo; lo que había ocurrido es que, desde que leyó la Biblia por primera vez, siempre había estado jugando con una banal y frívola idea, una ocurrencia que prácticamente había olvidado después de tantos años, pero que le volvió a la cabeza en el preciso instante en el que Marie le descubrió el agujero que se encontraba practicado en la parte superior del propiciatorio, en la tapa que cerraba por arriba el receptáculo del Arca, la anómala abertura efectuada justo entre los dos querubines.

El Arca era tenida por los judíos como el bendito Oráculo de Yahvéh, el lugar sagrado donde los sumos sacerdotes de la religión rabínica se entrevistaban con su Dios. John iba a intentar aprovechar esa característica de altavoz divino para su propio beneficio. La medida era desesperada, pero su situación también lo era.

John advirtió como el rabino, algo deslumbrado por tan magno descubrimiento, indicaba al oficial que podía ser el Arca verdadera, que coincidía con las descripciones del Pentateuco, aunque faltaban los dos varales que servían para transportarla. También manifestó su desconcierto al descubrir los textos de los Diez Mandamientos grabados en la superficie del arcón, aunque el circunspecto soldado no parecía muy interesado en este último dato.

El militar israelí no tenía ninguna intención de ponerse a buscar las barras que le faltaban al Arca, estaban en territorio enemigo y podían ser descubiertos en cualquier momento. Si eso ocurría serían ejecutados como espías o encarcelados para el resto de su vida, no portaban documento o insignia alguna que indicase que pertenecían al ejército hebreo. Además, estaba el problema del incidente diplomático que ocasionaría su caso. El riesgo que corrían era casi insoportable.

Ordenó a cuatro de sus hombres que se acercasen para transportar el Arca hasta el ahora quieto helicóptero y poder salir de allí cuanto antes.

John notó el ajetreo desde su escondite y sintió como algunas manos ya tanteaban el peso del arcón. Fue el momento de ejecutar la que debía ser la mejor actuación de su vida.

Encendió el foco que portaba y una poderosa luz blanca atravesó el orificio practicado en la tapa del propiciatorio, ésta se reflejó con potencia inusitada en las cuatro alas de los ángeles, hasta descomponerse en brillantes rayos color oro que iluminaban el rostro del temeroso rabino y de los alucinados soldados que rodeaban el Arca. Entonces, con su mejor hebreo, usando fórmulas y construcciones verbales del idioma que se hablaba en tiempos de Moisés, el recogido en los Libros más antiguos de la Biblia, aunque procurando que fuese perfectamente entendido por los presentes, exclamó con poderosa voz:

Yo soy Yahvéh Sebaot, vuestro Dios, el Dios de Israel, del pueblo que yo elegí para mi gloria; desde encima del propiciatorio, entre los dos querubines colocados sobre el Arca del Testimonio, os comunicaré cuanto haya de ordenar para los hijos de Israel.

Ésta es el Arca de mi fuerza, Oráculo Divino, Gloria de Yahvéh, Justicia de Dios. Venís a mí impuros, intentando tocar un objeto que os está prohibido en día prohibido. Mi ira se ha encendido, pavor y espanto caerán sobre todos vosotros. Habéis olvidado mis palabras, las leyes que di a vuestro padre Moisés: no tendréis ningún testimonio material de mí, ni siquiera este Arca de tiempos ancianos; no os postraréis ante ningún objeto fabricado por los hombres; no os realizaréis imagen tallada, ni figura alguna de cuanto hay arriba en los cielos, o abajo en la tierra, o en las aguas bajo la tierra.

Abominación de la desolación será el uso de este Arca para idolatrarla. Vosotros adorasteis el Arca en los tiempos pretéritos como si yo estuviese dentro de ella, no tendréis objeto o edificio donde yo viva en idolatría. Venerad mis Mandamientos y mi Ley, no las tablas donde están escritos o el arcón donde se guardan.

Os quité el Arca de la vista y os la volveré a quitar. El Testimonio de mi Omnipotencia quedará aquí, sepultado en el desierto de donde os saqué en los tiempos de la Alianza, donde nadie pueda mancillarlo.

¡Huid! O entregaré vuestras ciudades y pueblos al anatema, vuestras tierras a vuestros enemigos, vuestro país a los impíos. Borraré vuestro recuerdo de en medio de los hombres.

¡Huid! O azufre y fuego del cielo caerán sobre vuestras cabezas. Veis a vuestro alrededor la prueba de mi poder. La ira de Yahvéh habita en densa nube. ¡Huid! O acabaré con vosotros igual que he hecho con los que ahora os rodean y que en este momento comen el polvo de la tierra.

¡Marchad! El que no lo haga morirá sin remedio devorado por mi cólera. ¡Os lo ordena Yahvéh, vuestro Dios!

La voz de John había resultado amplificada por el eco que producía la caja del Arca. Salía por el agujero resonante y clamorosa. El rabino reconoció los pasajes de la Escritura con los que estaba elaborado el improvisado discurso y su miedo no le hizo dudar, ni por un momento, que era el mismísimo Dios quien les hablaba. Un temor reverencial, un pánico atávico se apoderó momentáneamente de todos los presentes, también de los soldados, que entendieron perfectamente las estentóreas y amenazantes palabras.

Al primer "huid", el sacerdote agarró de un brazo al oficial hebreo y trató de arrastrarle de allí. En el segundo, el militar, no sabiendo qué hacer ante una situación tan inesperada, dio un paso atrás, acción imitada inmediatamente por sus subordinados. Al tercer "huid", el rabino ya corría alocadamente hacia el helicóptero. En la última imprecación, John aplicó un filtro rojo a la poderosa linterna que manejaba, la tonalidad ardiente, sangrienta, reflejada en las alas de los querubines acabó de sobrecoger a los vacilantes y expectantes soldados, su ojos estaban tan dilatados como encogido tenían el estomago.

El oficial israelí sabía que tenía que reaccionar o corría el riesgo de que su pelotón se desbandase y se marchase huyendo tan deprisa como había escapado el rabí, ya alguno había retrocedido más de la cuenta. Levantó el antebrazo en una orden inequívoca de reagrupamiento. Los soldados, tras un instante de titubeo, obedecieron finalmente a su superior.

A pesar del gesto de afirmación de su mando, el militar seguía perplejo, no porque creyese realmente que el mismísimo dios se encontraba allí mismo, dentro del Arca, aquello era tan imposible que ni siquiera se lo planteó después de superado el primer momento de sorpresa. Desconfiaba porque pensaba que esa voz tan metálica e irreal que habían escuchado no podía encerrar más que una trampa, una añagaza para hacerles creer que había alguien allí escondido, para hacerles abrir la tapa del arcón. Seguramente, discurría, la voz sería una grabación y, en cuanto moviesen el Arca, una bomba o algún veneno se dispararía y les haría morir como habían muerto los soldados egipcios que llenaban la explanada.

Todavía mantenía el puño en alto, inmóvil como una estatua. No sabía qué hacer.

De repente, algo silbó en el aire. Algo que hizo que todos los presentes miraran hacia arriba.

Una explosión, sorda, pero amplificada por la calma del desierto, sacudió los ya arrugados nervios de los soldados. Un resplandor rojizo iluminaba el cielo descendiendo pausadamente. Era una bengala.

Pronto siguieron otros dos fogonazos y un inconfundible y lejano tableteo de armas automáticas que, sin embargo, no llegaban a herir las lonas del campamento.

Fue suficiente para que el oficial tomase una decisión, su primera prioridad era no dejarse capturar, esas eran las instrucciones que le habían dado. Hizo girar su antebrazo rápidamente y todo el comando se retiró apresuradamente hacia el helicóptero.

El aparato empezó a mover sus hélices pesadamente, aunque cada vez más deprisa, levantando la arena dormida y lanzándola con rabia contra el cercado de lonas del campamento.

Marie que, aun encerrada, había escuchado toda la insensata soflama de John, no pudo resistir más tiempo dentro del camión sin hacer nada. Los nervios no la dejaban parar, si alguien hubiese entrado en el vehículo le habría sido imposible hacerse la muerta como le había pedido John, nunca había estado más viva que en este momento.

Abrió la puerta, sólo una rendija. Al no ver a nadie asomó la cabeza y observó los postreros resplandores de las últimas bengalas, si bien pronto el cielo se iluminó de nuevo, esta vez con una brillante luz blanca. Las ráfagas de ametralladora seguían repiqueteando a lo lejos, aunque desde el entramado de telas no se podía ver quién efectuaba los disparos.

La francesa esperó a que despegase el helicóptero para salir totalmente de su escondite, no quería que la viesen. En cuanto la máquina se elevó corrió a sacar a John del Arca.

—¿Qué? ¿Ha funcionado? —preguntó el inglés nada más ver la grave y desencajada cara de Marie.

—Pero, ¿tú eres tonto? —bramó la doctora mientras ayudaba a salir a su compañero— ¿Cómo se te ocurrió tamaña estupidez? ¡Te has hecho pasar por Dios! ¿Te crees que alguien se va a creer a estas alturas que Yahvéh va a bajar a la tierra para hablar con él?

—Bueno, antes se lo creían —se defendió.

—¡Ya! ¡Antes! ¡Hace 3.000 años!

—¿Qué ha ocurrido entonces? —interrogó un John desconcertado al ver la luz de las bengalas y oír los disparos.

—¡No lo sé! ¡Debe ser el ejército egipcio, seguro que han detectado el helicóptero en sus rádares o, tal vez, esos soldados ya se dirigían para acá al no tener noticias de sus compañeros!

Marie señaló y miró involuntariamente, mientras pronunciaba la última frase, al arqueado cadáver que se encontraba a sus mismos pies. Era Alí, ahora visible por la artificial iluminación. Enseguida dirigió la vista a otro sitio para evitar la náusea.

—¡Tenemos que salir de aquí! —espetó mientras ajustaba otra vez la tapa del Arca— ¡Y nos llevamos esto! ¡Trae un coche John!

El arqueólogo no trató de discutir con Marie, todavía estaba un poco mareado y confundido a causa del prolongado intervalo que había pasado enclaustrado en el Arca. Se le habían entumecido todas las articulaciones de las piernas al tenerlas tanto tiempo flexionadas en forzada postura. Por si fuera poco, se le habían clavado por diversas partes del cuerpo algunos fragmentos de los recipientes de barro en los que Nefiris había armado la trampa del aire y que todavía se encontraban en el interior del Arca. Además, las detonaciones y bengalas le aturdían.

Cogió un todoterreno, el que más cerca estaba y lo aproximó al Arca. Se bajó y ayudó a Marie a meter el objeto en el compartimento de carga del coche. Disimularon apresuradamente el Arca con unas mantas.

Mientras realizaban esta operación, un nuevo sonido les secuestro la atención. Un silbido cada vez más agudo rompió el aire, vieron al momento una luz anaranjada salir casi rectilínea desde la posición desde la que sonaban los disparos.

—¡Es un misil! —afirmó John con alarma.

Fue decirlo y una terrible explosión los sacudió. Vieron el resplandor una décima de segundo antes de sentir el estruendo, justo detrás de la colina. Sin duda el helicóptero israelita había sido alcanzado por el cohete. Los tiros cesaron de repente y fueron sustituidos por lejanos gritos de júbilo.

—¡Espera un momento! —dijo John mientras se subía al techo del coche para salvar la muralla de lonas y hacerse una idea clara de la situación.

—¿Qué es lo que ves? —le pregunto la francesa mientras seguía tapando el Arca con mantas y asegurándola con cuerdas.

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