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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (63 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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—Nos vendrán bien —zanjó la directora— Bueno, ¿cómo lo hacemos?, porque yo no tengo ni idea de bucear.

—Yo llevaré el cilindro de aire a la espalda —dijo John mientras tanteaba su peso—, me calzaré las aletas y te llevaré a ti entre los brazos. Yo seré el que nade, tú quédate quieta y déjate llevar. Si te quedas sin aire te pasaré el respirador ¿De acuerdo?

—De acuerdo —confirmó Marie con un suspiro.

Aunque la arqueóloga había visto, por el plano de John, que la distancia que tendrían que recorrer sumergidos no era excesiva, ahora que se acercaba el momento estaba empezando a ponerse algo nerviosa.

—¡Ah! Se me olvidaba —añadió el inglés—. Tendrás que llevar el martillo neumático, puede que lo necesitemos para romper el techo de la trampa de las lentes.

—¿Este cacharro funciona también fuera del agua? —preguntó Marie mientras miraba el estrafalario artefacto.

—Debería funcionar —dijo John no muy seguro de la rápida afirmación que había adelantado.

El inglés se quitó las botas y se ajustó las aletas, aunque no estaba dispuesto, si es que salían de allí, a atravesar el desierto con los pies de pato. Ató su calzado a la botella de aire comprimido y se sumergió en el agua. Notó un frío que le atenazó las articulaciones, ahora no llevaba la protección del traje de goma, aunque el gélido contacto era soportable.

—Vamos, sumérgete —animó a su compañera.

—Allá voy —dijo Marie mientras se introducía en el líquido.

—¿Estás lista?

—Sí, pero está fría —evidenció tiritando la francesa.

—Ya, un poco —admitió el submarinista—. Tendremos que nadar sin ningún tipo de luz, puedes dejar aquí las linternas, no valen para el agua y si se mojan quedarán inservibles. Coge aire y, ya sabes, si quieres respirar hazme una seña con el pulgar levantado y te pasaré el respirador, aunque no creo que llegues a necesitarlo, el trayecto es corto.

Marie no tuvo tiempo de pensarlo, en cuanto se llenó los pulmones John la dio la vuelta hasta ponerla boca abajo y se la llevó arrastrando hacia las oscuros abismos del laberinto de Sheshonk y Nefiris.

Ni ella ni John cayeron en la cuenta que, en la negrura de las aguas, el activo submarinista no podría ver ningún signo visual que realizase su pasiva carga para evidenciar que se estaba asfixiando.

La francesa llegó al nivel del pozo cuando estaba a punto de soltar el martillo neumático y pellizcar a su compañero para que le proporcionase el ansiado aire que le exigían sus pulmones. Pero no hizo falta, ya habían salido otra vez al aire, aunque se encontraban dentro de un profundo y negro agujero.

—¿Estás bien? —dijo John quitándose el respirador de la boca y restregándose el agua de los ojos, no había podido evitar abrirlos, aunque ni antes ni ahora, ni bajo el agua ni sobre ella, conseguía ver nada.

Marie jadeaba.

—Sí, sí —dijo por fin para volver a intentar acaparar todo el oxígeno que pudiera haber en la constreñida cisterna.

—Ata el martillo a la cuerda y agárrate a ella, yo trataré de subir hasta la grúa.

John parecía muy seguro de lo que decía para no alarmar en exceso a Marie; sin embargo, no sabía si sería capaz de encaramarse por el resbaladizo cordel. Si no recordaba mal debía haber diez metros hasta la parte de arriba. Aun así, quemó todas sus naves, se desprendió del pesado cilindro de aire, no sin antes recuperar sus botas, y también de las aletas, que fueron a parar a lo más profundo de la sima. Desde donde estaban ya sólo quedaba un camino, el difícil ascenso.

El inglés era plenamente consciente de que lo mejor para realizar cualquier proeza física es saber dosificar las fuerzas. Ya antes había subido por cuerdas durante su instrucción como policía, el gran problema era no escurrirse y, para ello, cada vez que usaba los brazos para ascender medio metro, enredaba sus pies en el cabo y se apoyaba en ellos para descansar los músculos de sus extremidades superiores mínimamente.

La maroma estaba algo húmeda, pero no mojada. Con mucho esfuerzo se fue acercando a la grúa, todavía reciamente fijada al pavimento de la plataforma que se abría al agujero lleno de agua. En cuanto asió la prolongación del elevador soltó la cuerda y, balanceándose, usó las piernas para encaramarse por completo a la masa de hierro. Ya apenas le costó deslizarse hasta el piso del corredor.

Marie desde abajo no veía nada, solamente escuchaba de vez en vez los estertores de John, producidos en su denodada lucha contra la gravedad.

—¿Has llegado ya? —preguntó cuando dejó de percibir los bufidos del escalador.

—Sí —contestó John con una voz algo debilitada—. Agárrate a la cuerda, voy a subirte.

El inglés manipuló los controles de la grúa para subir a Marie y, con ella, el martillo percutor y sus botas. Aunque mojadas se las puso, no estaba dispuesto a pisar el deslizante y desagradable pavimento con los pies desnudos.

Lo siguiente era derrumbar el segundo tabique que habían levantado los Zarif para evitar que la humedad dañara las ya muy descompuestas pinturas del corredor ascendente, el que les llevaría hasta la trampa de las lentes magnificadoras. Aun a tientas, con el martillo neumático no tuvieron problema en echar abajo la liviana construcción de ladrillo en apenas unos segundos.

Vieron una vaporosa claridad entrar a través del agujero que habían practicado, aunque débil les subió la moral. Estaban a un paso de recuperar la libertad que les había arrebatado arteramente el conspirador de Osama. No hay mayor traición que la que proviene de los que confías, pero Marie y John no pensaban ahora en ningún tipo de venganza, solamente en salir de allí. Primero la vida, después todo lo demás.

De la mano subieron la pendiente, hasta la trampa del sol, aunque ya los rayos del mortecino astro que se colaban por los agujeros de la lápida del techo, muy disminuidos por lo avanzado de la tarde, no estaban en condiciones de imponer respeto a nadie.

—Me subiré a tus hombros y romperé la piedra —consideró Marie sin parecer admitir derecho de réplica—, no debe ser muy difícil, parece un queso gruyere.

—Sí, pero ten cuidado con los trozos que desprendes, me caerán todos a mí.

Marie se sentó a horcajadas sobre el cuello del detective, pero apenas llegaba a tocar la losa, estaba demasiado alta, tuvo que ponerse de rodillas y después de pie sobre los doloridos hombros de su compañero, apoyada en la pared para no caerse. John la sujetaba de los tobillos y trataba de guardar el precario equilibrio, le chorreaba agua en la cara procedente de la todavía empapada ropa de la francesa.

Provista con la pesada e incómoda herramienta, pensada para actuar y trabajar bajo ríos y mares y no sobre la superficie de la tierra, Marie se dispuso a efectuar un primer intento de acoso y derribo. La puso vertical y la sujetó, los mecanismos de sujeción que actuaban bajo el agua de nada servían ahora, así que la aferró con toda su fuerza.

La arrancó y subió el ruidoso aparato sobre su cabeza, hasta tocar en un extremo del artificial techo de la alta habitación. Saltaron trozos de piedra en todas direcciones.

Marie agachó la cabeza, cerró los ojos y aguantó el temporal de desmenuzadas partículas haciendo fuerza, con las piernas en el cuerpo de John, con los brazos en la máquina que manejaba. Esto fue lo que provocó su caída.

Al ceder un gran trozo de piedra perdió el equilibrio, cayendo la lápida, el martillo y la propia Marie alrededor del humano poste que la sujetaba.

La francesa, al notar la inestabilidad saltó de su atalaya y cayó agarrándose de la cabeza y espalda de John para amortiguar el golpe. No se hizo nada y el boquete por el que podían escapar de una vez por todas de la tumba de Sheshonk y Nefiris ya estaba practicado.

—¿Estás bien? —consultó Marie a su dolorido compañero.

—Sí, sí, me ha entrado un poco de polvo en un ojo, nada más —afirmó el inglés.

—Bien, vámonos de aquí, estoy harta de esta tumba —manifestó la arqueóloga—, nunca creí que pudiera decir esto.

—Tú saldrás si yo te levanto sobre mis hombros, pero luego no podrás conmigo — objetó John viendo lo alto que quedaba el orificio que había abierto Marie.

—Espera un momento.

Marie, sin adelantar ninguna explicación de sus intenciones, se deslizó por el corredor descendente que llevaba a la trampa del agua. A la vuelta llevaba en las manos un trozo de cuerda que había recuperado del cabestrante de la grúa.

—Primero salgo yo —dijo cuando regresó—, ato la cuerda arriba y después sales tú, ¿de acuerdo?

—Nada que objetar.

Marie subió de nuevo a los hombros de John, ya con la práctica de una funambulista de circo. Éste, agarró por la suela de las botas a su pareja y con todo el ímpetu de sus bíceps la impulsó hacia arriba, como el forzudo que levanta unas pesas.

No tardaron mucho en estar los dos en la cima de la colina, pretendidamente a salvo de cualquier maquinación humana o divina, de militar o faraón. Solamente tenían que descender el altozano por la vertiente opuesta al recinto donde habían pasado los últimos once días y huir de allí sin mirar atrás. Claro que, una vez superada una dificultad, no tarda en surgir la siguiente, estaban a diez o doce kilómetros del lugar habitado más cercano y esa distancia por el desierto, sin ningún tipo de brújula, sin agua, sin comida y casi de noche podía convertirse en una marcha algo peligrosa y desesperada. Ambos lo sabían, por eso decidieron darse un tiempo para pensar su siguiente paso y aprovechar los últimos rayos del sol para terminar de secarse sus destrozadas ropas y restablecer sus maltratados cuerpos.

John se paseó por la cumbre de la pedregosa elevación y se asomó, cauto, a la ladera donde estaba levantado el campamento. Distinguió las lonas y los vehículos. Todavía estaban allí los todoterreno de los soldados recién llegados y, cosa sorprendente, también el Arca. La veía brillar nítida, inconfundible, en el centro del cercado perímetro. Llamó a Marie con un gesto silencioso.

La francesa se incorporó a medias y gateó hasta la roca donde estaba escondido el inglés.

—Ten cuidado, pueden verte —dijo cuando llegó hasta él. —El Arca está todavía allí —susurró John a su compañera.

Marie oteó por encima del risco, el Arca, refulgente, reflejaba los mortecinos rayos del sol hasta resucitarlos y darlos nueva vida.

—Qué raro —murmuró cuando volvió a ocultarse—. Osama dijo que se llevarían el Arca inmediatamente.

—Lo más raro es que no se ve a nadie por el campamento.

—No estarás insinuando que se han marchado todos y han dejado el Arca abandonada para que nosotros la recuperemos —expuso Marie perpleja.

—No lo sé, tal vez deberíamos acercarnos un poco más, hay algo extraño en el ambiente.

—A lo mejor están cenando tranquilamente en la tienda cocina —opinó Marie acordándose de su intenso apetito, no había comido nada desde hacía varias horas.

—En esa tienda no cabe tanta gente, voy a bajar un poco más—dijo John decidido.

—O quizá han descubierto nuestra huida y nos están buscando por los alrededores —conjeturó la francesa.

—Bueno, nada para salir de dudas que enfrentarte directamente a la incertidumbre —alegó John—. Tú quédate aquí, no tardaré.

—De eso nada —protestó Marie—. Yo voy contigo.

—Como quieras —consintió—. Vamos hasta ese pedrusco, allí podremos acechar desde más cerca.

No pudieron evitar que algunos guijarros de gravilla se desprendiesen colina abajo mientras se desplazaban hasta el siguiente punto de vigilancia, un peñasco situado apenas unos metros de donde habían acampado.

Fue llegar y darse cuenta de que, alrededor del Arca, una decena de cuerpos humanos yacían en total inmovilidad y con estrambóticas posturas. Casi todos ellos vestían uniformes de camuflaje que les mimetizaban perfectamente con la arena del desierto, por eso no habían podido distinguirlos desde la cima del cerro.

—¿Qué ha pasado aquí? —exteriorizó John algo aturdido.

Se miraron a los ojos con estupefacción, como para asegurarse de que los dos experimentaban la misma confusión.

Sin decir nada bajaron todo el resto de la pendiente, sin preocuparse ya por hacer ruido o porque alguien notase su presencia. John se acercó al primer soldado que encontró, le dio la vuelta y no pudo evitar sobresaltarse. El joven militar tenía las facciones desencajadas, como si todavía el pánico estuviese apoderándose de un alma que hacía tiempo le había abandonado.

John le tomó el pulso para afianzarse en la segura certeza que estaba mirando a un muerto. Las manos del cadáver, agarrotadas, se cerraban en torno al cuello y a la boca abierta llena de arena, palmario síntoma de que el fallecimiento había sido por asfixia. Fue entonces cuando a John le asaltó una sospecha, dirigió una penetrante mirada al Arca, todavía brillante, y divisó como el propiciatorio había sido desencajado y movido levemente. Habían abierto la tapa.

El inglés se acercó hasta ella, alguien se encontraba justo a los pies del arcón, supo que era Alí antes de verle la cara. Había sido él, sin duda, el que había desencadenado el desastre.

Miró el contenido del Arca, pero no había nada dentro del cofre salvo restos de un par de toscos recipientes de barro rotos. Exploró el propiciatorio por debajo, levantándolo ligeramente. La parte superior de las vasijas de terracota todavía estaba adherida a la tapa.

—Parece que al fin el dios Shu hizo su aparición —observó con tristeza Marie desde la espalda del inglés, había estado acechando toda la investigación de su compañero sin decir nada.

—Eso parece —reconoció John pensando que también les podía haber pasado lo mismo a ellos—. Fue Alí quien abrió el Arca y, al hacerlo, rompió estos dos potes de terracota que seguro contenían sustancias químicas que, en combinación con el aire, ahogaron o envenenaron a todos los que se encontraban cerca del arcón.

Los dos europeos casi ponían cuidado al respirar a la vista del panorama que se les presentaba.

—Era, sin duda, una trampa preparada por la bruja de Nefiris para los desdichados que abriesen el Arca —masculló Marie.

—Sí, y creo que pidió prestado el poder de Yahvéh para montar su trampa postrera, la del aire, el cuarto y último principio —confirmó John apesadumbrado.

Todo lo que hace el ser humano es susceptible de convertirse en arte, y Nefiris se había mostrado como una maestra consumada en la ciencia de tejer intemporales artimañas que habían terminado costando muchas vidas humanas. Era curioso que un acto realizado hace 3.000 años tuviese tan nefastas consecuencias al cabo de tan extraordinario lapso de tiempo.

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