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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Una campaña civil (70 page)

BOOK: Una campaña civil
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Ella le sonrió, estúpida, bellísimamente.
Sí, oh, sí
.

—¿Quieres que te eche una mano? —se ofreció Ivan.

—Cállate, Ivan —dijo Miles por encima del hombro. Buscó el asiento más cercano—. ¿Te importa? —le susurró.

—Creo que es la costumbre.

Su sonrisa se hizo más amplia y él se subió al bando, la rodeó con sus brazos y le dio un beso sonoro y posesivo. Ella lo abrazó a su vez, con la misma fuerza, temblando un poco.

—Mío para mí. Sí —le susurró ella ferozmente al oído.

Él se bajó del banco, pero no le soltó la mano.

Nikki, que casi tenía su misma altura, lo miró a los ojos.

—Vas a hacer feliz a mi madre, ¿verdad?

—Puedes estar seguro de que lo intentaré, Nikki.

Asintió seriamente, con todo su corazón. Gravemente, Nikki asintió a su vez, como diciendo
trato hecho
.

Olivia, Tatya, y la hermana de René llegaron entonces, abriéndose paso entre la multitud que ya se marchaba, para saltar sobre René y Dono. Jadeando tras ella venía un hombre vestido con librea carmín y verde. Se detuvo en seco, contempló desazonado la cámara y gimió:

—¡Demasiado tarde!

—¿Quién es ése? —le susurró Ekaterin a Miles.

—El conde Vormuir. Parece que se ha perdido la sesión.

El conde Vormuir se marchó hacia su escaño al otro lado de la cámara. El conde Dono lo observó con una sonrisa.

Ivan se acercó a Dono y dijo en voz baja:

—Muy bien, tengo que saberlo. ¿Cómo engañaste a Vormuir?

—¿Yo? No he tenido nada que ver. Sin embargo, por si quieres saberlo, creo que se ha pasado la noche reconciliándose con su condesa.

—¿Toda la noche? ¿A su edad?

—Bueno, ella recibió la ayuda de un agradable afrodisíaco betano. Creo que puede aumentar la atención de un hombre durante
horas
. Tampoco tiene efectos secundarios desagradables. Ahora que te estás haciendo viejo, Ivan, tal vez quieras probarlo.

—¿Tienes más?

—Yo no. Habla con Helga Vormuir.

Miles se volvió hacia Hugo y Vassily, la sonrisa un poco ensombrecida. Ekaterin le apretó la mano con más fuerza y él le devolvió el apretón.

—Buenos días, caballeros. Me alegro de que pudieran ser testigos de esta histórica sesión. ¿Quieren por favor almorzar con nosotros en la mansión Vorkosigan? Estoy seguro de que tenemos algunos asuntos que discutir en privado.

Vassily parecía dispuesto a quedarse permanentemente aturdido, pero consiguió asentir y murmurar gracias. Hugo miró las manos enlazadas de Miles y Ekaterin, y acabó por sonreír.

—Tal vez sea una buena idea, lord Vorkosigan. Ya que parece que vamos a ser parientes. Creo que ese compromiso ha tenido testigos suficientes para ser firme…

Miles enganchó la mano de Ekaterin en su brazo, y se la acercó.

—En eso confío.

El lord Guardián del Círculo de Oradores se acercó al grupo.

—Miles, Gregor desea verle, y a esta dama, antes de que se marchen —hizo un gesto sonriente hacia Ekaterin—. Dijo algo sobre una tarea como Auditor…

—Ah.

Sin soltarle la mano, Miles condujo a Ekaterin hacia el palco, donde Gregor trataba con varios hombres que aprovechaban el momento para recabar su imperial atención sobre algún asunto propio. Él los despidió y se volvió hacia Miles y Ekaterin, bajando del palco.

—Señora Vorsoisson —la saludó—. ¿Cree que necesitará más ayuda para tratar con su, er, problemilla doméstico?

Ella le sonrió agradecida.

—No, señor. Creo que Miles y yo podremos arreglárnoslas a partir de aquí, ahora que el desafortunado aspecto político ha sido eliminado.

—Tenía esa impresión. Enhorabuena a ambos —su boca era solemne, pero sus ojos bailaban—. Ah —llamó a un secretario, que sacó de un sobre un documento de aspecto oficial, dos páginas de caligrafía sellada y lacrada—. Toma, Miles… veo que Vormuir ha llegado por fin. Lo dejo en tus manos.

Miles repasó las páginas y sonrió.

—Como acordamos. Será un placer, Señor.

Gregor les sonrió a ambos y escapó de sus cortesanos perdiéndose tras la puerta privada.

Miles volvió a poner en orden las páginas y se dirigió al escaño de Vormuir.

—Algo para usted, conde. Mi Señor Imperial ha considerado tu petición para ser confirmado en la tutela de todas sus encantadoras hijas. Aquí se garantiza.

—¡Ja! —exclamó Vormuir, triunfante, arrancando los documentos de las manos de Miles—. ¡Qué decía yo! Incluso los abogados imperiales han tenido que ceder a los lazos de sangre, ¿eh? ¡Bien! ¡Bien!

—Disfrute —sonrió Miles y se marchó rápidamente con Ekaterin.

—Pero, Miles —susurró ella—, ¿significa eso que Vormuir gana? ¿Va a continuar con esa horrible cadena de montaje suya?

—Con ciertas condiciones. Aprieta el paso… no querremos estar aquí todavía cuando llegue a la página dos…

Miles condujo a sus invitados a almorzar al gran salón, mientras murmuraba a través del comunicador de muñeca para que Pym trajera el coche. Los Virreyes se excusaron, diciendo que ya irían más tarde, después de hablar con Gregor.

Todos se detuvieron, sorprendidos, cuando desde el interior de la cámara se oyó un súbito aullido de angustia.

—¡Dotes!
¡Dotes!
Ciento dieciocho
dotes

—Roic —dijo Mark torvamente—, ¿por qué están estos intrusos todavía vivos?

—No podemos ir por ahí disparando a los visitantes casuales, milord —intentó excusarse Roic.

—¿Por qué no?

—¡No estamos en la Era del Aislamiento! Además, milord —Roic indicó a los aturdidos escobarianos—, parece que tienen una orden en regla.

El escobariano más pequeño, que había dicho que era el Oficial de Libertad Condicional Gustioz, alzó un fajo de papeles pegajosos como prueba y lo sacudió, esparciendo unas últimas gotas blancas. Mark dio un paso atrás y, con cuidado, se limpió la mancha de la pechera de su traje negro. Los tres hombres parecían haberse bañado en una piscina de yogur. Al estudiar a Roic, Mark recordó la leyenda de Aquiles, excepto que esta marinada de manteca de cucaracha parecía extenderse a ambos talones.

—Ya veremos.

Si habían lastimado a Kareen… Mark se volvió y llamó a la puerta del laboratorio.

—¿Kareen? ¿Martya? ¿Estáis ahí dentro?

—¿Mark? ¿Eres tú? —sonó la voz de Martya—. ¡Por fin!

Mark estudió los desperfectos de la puerta, frunció el ceño y entornó los ojos. Gustioz retrocedió un poco, y Muno inhaló y se tensó. Dentro del laboratorio oyeron el ruido como de grandes objetos al ser apartados de la puerta. Después de otro momento, el cerrojo chasqueó y la puerta se abrió de golpe. Martya asomó la cabeza.

—¡Gracias al cielo!

Ansiosamente, Mark entró a ver a Kareen. Ella casi cayó en sus brazos, y luego los dos se lo pensaron mejor. Aunque no tan manchada como los hombres, su pelo, chaqueta, camisa y pantalones estaban cubiertos de manteca de cucaracha. Se inclinó, con cuidado, para saludarlo con un beso tranquilizador.

—¿Te han hecho daño, amor? —preguntó Mark.

—No —respondió ella, sin aliento—. Estamos bien. ¡Pero Mark, quieren llevarse a Enrique! ¡Todo el negocio se irá al garete sin él!

Enrique, muy acorralado y pegajoso, asintió, asustado.

—Sh, sh. Yo resolveré las cosas.

Ella se pasó una mano por el pelo, donde la mitad de sus rizos rubios estaban de punta a causa de la manteca de cucaracha, mientras respiraba entrecortadamente. Mark había pasado casi toda la mañana haciendo mentalmente las asociaciones más obscenas que le sugería el envasado del producto lácteo. Había mantenido la mente en la tarea prometiéndose solamente una siesta por la tarde, en compañía, cuando llegara a casa. Lo tenía todo planeado. El escenario romántico no incluía a los escobarianos. Maldición, si tuviera a Kareen y una docena de frascos de mantequilla, encontraría cosas más interesantes que hacer que frotársela en el pelo… Y eso haría, pero primero tenía que deshacerse de aquellos malditos escobarianos entrometidos.

Salió al pasillo y les dijo.

—Bien, no pueden llevárselo. En primer lugar, pagué su fianza.

—Lord Vorkosigan… —empezó a decir el airado Gustioz.

—Lord Mark —le corrigió Mark al instante.

—Lo que sea. Las Cortes Escobarianas no permiten, como usted parece pensar, el comercio de esclavos. En Escobar, una fianza es garantía de aparecer ante el tribunal, no una especie de transacción de carne humana.

—Lo es de donde yo soy —murmuró Mark.

—Es jacksoniano —explicó Martya—. No barrayarés. No se alarme. Lo tiene superado, casi.

Posesión era nueve décimos de… algo. Hasta estar seguro de poder recuperar a Enrique, Mark estaba obligado a perderlo de vista. Tenía que haber algún medio para bloquear legalmente aquella extradición. A Miles le gustaría saberlo… pero Miles había dejado bien claro lo que pensaba de las cucarachas mantequeras. No era un buen consejero. Pero la condesa había comprado acciones…

—¡Mamá! —dijo Mark—. Sí. Quiero que al menos espere a que venga mi madre y pueda hablar con usted.

—La Virreina es una dama muy famosa —dijo Gustioz, cauto—, y me sentiría muy honrado de conocerla, en otra ocasión. Tenemos que tomar una lanzadera orbital.

—Parten a cada hora. Puede tomar la siguiente. —Mark apostaba a que los escobarianos preferían no encontrarse con los Virreyes. ¿Cuánto tiempo llevaban vigilando la mansión Vorkosigan, para aprovechar el momento en que no hubiera nadie?

Mark descubrió que de algún modo (probablemente porque Gustioz y Muno eran buenos en su trabajo), la conversación se dirigía lenta e inexorablemente al pasillo. Fueron dejando un rastro de baba tras ellos, como si un rebaño de monstruosos caracoles paseara por la mansión Vorkosigan.

—Debo examinar su documentación.

—Mi documentación está completamente en orden —declaró Gustioz, sujetando contra su pecho lo que parecía un gigantesco escupitajo de papeles mientras empezaba a subir las escaleras—. ¡Y en cualquier caso, no tiene nada que ver con usted!

—Y un cuerno que no. Yo pagué la fianza del doctor Borgos: tengo cierto interés legal. ¡Yo lo pagué!

Llegaron al comedor; Muno había conseguido pasar una mano por el brazo de Enrique. Martya tomó posesión del otro brazo del científico, por si acaso. La expresión alarmada de Enrique se duplicó.

La discusión continuó, cada vez a mayor volumen, a través de varias antesalas. En el salón de entrada, Mark se detuvo. Se plantó ante Enrique y la puerta, con las piernas abiertas y expresión de bulldog, y rugió:

—¡Si lleva detrás de Enrique dos malditos meses, Gustioz, media hora más no importará! ¡Esperará!

—¡Si se atreve a impedirme que cumpla mi deber, encontraré algún modo de acusarlo, se lo garantizo! —replicó Gustioz—. ¡No me importa de quién sea pariente!

—¡Díselo, Mark! —gritó Kareen.

Enrique y Martya añadieron sus voces al clamor. Muno agarró con más fuerza a su prisionero y miró a Roic con cautela, pero a Kareen y a Martya más cautelosamente todavía. Mientras el ruborizado Gustioz siguiera gritando, razonó Mark, lo tendría bloqueado; cuando tomara aire y se lanzara hacia delante, todo pasaría a ser un encuentro físico, y Mark no estaba seguro de estar al control entonces. En algún lugar de la cabeza de Mark, Asesino gimió y rascó como un lobo impaciente.

Gustioz tomó aire, pero de pronto dejó de gritar. Mark se tensó, mareado por la pérdida de centro/yo/seguridad mientras el
Otro
empezaba a salir a la superficie.

Todos dejaron de tartamudear también. De hecho, el ruido se apagó como si alguien hubiera cortado la conexión. Un soplo de aire cálido de verano puso de punto los pelos de la nuca de Mark cuando las dobles puertas se abrieron de par en par tras él. Se giró sobre sus talones.

En la puerta, un gran contingente de personas se detuvo, asombrado. Miles, resplandeciente con la librea de la Casa Vorkosigan, estaba en el centro con Ekaterin Vorsoisson del brazo. Nikki y la profesora Vorthys flanqueaban a la pareja a un lado. Al otro, dos hombres que Mark no conocía, un teniente con su uniforme verde y un tipo grandullón vestido de paisano, contemplaban a los contendientes empapados en manteca con los ojos como platos. Pym se asomó por encima de la cabeza de Miles.

—¿Quién es ése? —susurró Gustioz, inquieto. Y no había ninguna duda de a quién se refería.

Kareen exclamó entre dientes:

—Lord Miles Vorkosigan. ¡El
Auditor Imperial
lord Vorkosigan! ¡Ahora sí que la ha hecho!

La mirada de Miles recorrió lentamente el grupo: Mark, Kareen y Martya, los desconocidos escobarianos, Enrique (dio un pequeño respingo) y, de arriba y abajo, la considerable extensión del soldado Roic. Después de un largo, largísimo momento, Miles consiguió desencajar los dientes.

—Soldado Roic, parece que ha olvidado su uniforme.

Roic se puso firmes y tragó saliva.

—Yo… estaba fuera de servicio, milord.

Miles dio un paso al frente: Mark deseó saber cómo demonios lo hacía Miles, pero Gustioz y Muno automáticamente se pusieron firmes también. Muno, sin embargo, no soltó a Enrique.

Miles hizo un gesto a Mark.

—Éste es mi hermano, lord Mark. Y Kareen Koudelka, y su hermana Martya. El doctor Enrique Borgos, de Escobar, es, um, invitado de mi hermano —indicó al grupo de personas que le seguían—. El teniente Vassily Vorsoisson. Hugo Vorvayne, el
hermano
de Ekaterin —su énfasis suministró el contexto:
será mejor que esto no sea la cagada que parece
. Kareen dio un respingo.

—Ya conoces a todos los demás. Me temo que no conozco a estos dos caballeros. ¿Son visitantes que por ventura se marchan ya, Mark? —sugirió Miles amablemente.

La presa se rompió; media docena de personas empezaron a explicar, quejarse, excusarse, suplicar, preguntar, acusar y defenderse mutuamente. Miles escuchó durante un par de minutos (Mark recordó incómodamente la manera tan sorprendentemente sencilla en que su hermano-progenitor manejaba los múltiples inputs de un casco de mando en el combate) y luego, por fin, alzó una mano. Milagrosamente, consiguió que se hiciera el silencio, apagando unas cuantas palabras de Martya.

—Vamos a ver si lo he entendido bien —murmuró—. Ustedes dos, caballeros —indicó a los escobarianos que se secaban lentamente—, desean llevarse al doctor Borgos y encerrarlo. ¿Para siempre?

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