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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Frío como el acero (2 page)

BOOK: Frío como el acero
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—Ya conseguiremos hacer entrar en vereda a esta gente —añadió el hombre del DHS.

—No sé si viviré para verlo, señor —dijo Finn.

—Puedes volver en el avión a Washington con nosotros. Nos espera un Falcon de la agencia.

—Gracias, pero tengo que visitar a alguien aquí. Volveré mañana.

—De acuerdo. Hasta la próxima.

Los hombres se marcharon. Finn alquiló un coche y se dirigió a las afueras de Detroit. Paró en un centro comercial. Sacó de la mochila un mapa y un expediente con foto incluida en la que se veía a un hombre de sesenta y tres años, calvo, con varios tatuajes y que respondía al nombre de Dan Ross.

No era su verdadero nombre, pero él tampoco se llamaba Harry Finn.

3

Artritis. Y encima el dichoso lupus. Formaban un dúo encantador, perfectamente sincronizados para convertir su vida en un tormento punzante. Le crujían todos los huesos y los tendones le chirriaban. Sentía cada movimiento como la coz de una mula en el vientre, y aun así no paraba, porque si lo hacía sería para siempre. Engulló un par de pastillas potentes que se suponía no debía tomar y se encasquetó una gorra de béisbol en la cabeza calva y pálida, con la visera bien pegada a los ojos, gafas de sol incluidas. No le gustaba que la gente supiera qué estaba mirando, y tampoco quería que la gente le viera bien.

Se acomodó en el coche y se dirigió a la tienda. Durante el trayecto las medicinas surtieron efecto y se sintió bien; por lo menos se sentiría así un par de horas.

—Gracias, señor Ross —dijo el dependiente fijándose en el nombre de la tarjeta de crédito antes de devolvérsela junto con sus compras—. Que pase un buen día.

—Yo ya no tengo buenos días —repuso Dan Ross—. Tengo los días contados, eso es todo.

El dependiente lanzó una mirada a la gorra que le cubría la calva.

—No es cáncer —apuntó Ross—. A lo mejor sería preferible. Más rápido, no sé si me entiende.

El dependiente, que tenía poco más de veinte años y por ello se consideraba inmortal, no parecía entender nada. Le dedicó un curioso asentimiento y se dispuso a atender a otro cliente.

Ross salió de la tienda y se planteó qué hacer a continuación. No tenía problemas económicos. El Tío Sam se ocupaba de él en su achacosa jubilación. La pensión era de primera, el seguro médico completo; eso sí que se les daba bien a los federales, pero pocas cosas más, según él. Ahora sólo tenía tiempo. Era su principal preocupación. ¿Ahora qué? ¿A casa a no hacer nada? ¿O a almorzar en el
deli
local, donde podría llenarse el estómago, mirar la ESPN y coquetear con las guapas camareras que apenas le darían la hora? Qué lejos quedaba la época en que las féminas le daban mucho más que la hora.

No podía decirse que aquello fuera una gran vida. Estaba pensándolo mientras con la mirada recorría discretamente todos los puntos. Aún no había superado el impulso de comprobar si le seguían. Uno se vuelve así cuando siempre hay gente que quiere matarle. Cielos, pero entonces sí que disfrutaba. Era mucho mejor que el dilema de ir al restaurante o a casa cada puto día de su miserable existencia, considerada sus años «dorados». Hacía treinta años o más, estaba en un país distinto cada mes. Cada mes durante la temporada alta, al menos. Siempre decía que había visto el mundo desde el ala de un avión, armado con una oración y el arma que tocara. Se permitió una sonrisa nostálgica. Eso era cuanto le quedaba: recuerdos. Y el dichoso lupus. «Supongo que al fin y al cabo Dios existe.» Menuda mierda descubrirlo ahora.

Desgraciadamente para Ross, aunque sus dotes de observación seguían siendo buenas, ya no eran infalibles. Harry Finn estaba más abajo sentado en el coche de alquiler observando al inimitable señor Ross. «¿Adónde vas, Danny? ¿A casa o al restaurante? ¿Al restaurante o a casa? Mira que has caído bajo.» Los días que Finn había observado ese debate interno, Dan se había decidido por el restaurante tres de cada cuatro veces. Esa estadística volvió a cumplirse cuando Dan se giró y caminó calle abajo hasta el Edsel Deli, local de éxito desde 1954, según rezaba el cartel de la puerta, lo cual le otorgaba mucha más fama que el deprimente coche que había inspirado su nombre.

Ross pasaría por lo menos una hora allí dentro comiendo y observando los movimientos de la guapa camarera. Luego tardaría unos veinte minutos en volver a casa en coche. Al llegar se sentaría en el patio, leería el periódico y entonces sería la hora de entrar, echarse la siesta, preparar una cena modesta, mirar la tele, jugar al solitario junto a la mesita de la ventana delantera con la lámpara encendida y luego dar por concluida la jornada. A las nueve de la noche Dan Ross apagaba las luces del pequeño búngalo y se quedaba dormido y se despertaba al día siguiente para hacer otra vez lo mismo. Finn fue repasando mentalmente esas costumbres en la repetitiva vida del viejo.

En cuanto hubo localizado a Ross en esa ciudad, realizó varios viajes para familiarizarse con la rutina del hombre. Esa vigilancia le había permitido urdir el plan perfecto para llevar a cabo su misión.

Unos cinco minutos antes de que Ross saliera del Edsel, Finn bajó del coche, cruzó la calle, miró por la ventana del restaurante y localizó a Ross en su mesa habitual del fondo, repasando la cuenta que acababan de entregarle. Finn caminó tranquilamente por la calle hasta el coche de Ross. Al cabo de dos minutos ya había regresado a su coche alquilado. Tres minutos después, Ross salió del restaurante, fue calle abajo lentamente, subió a su coche y se marchó.

Finn se alejó en la dirección contraria.

Aquella tarde Ross repitió su habitual letanía de trivialidades. Finalmente, se sirvió tres dedos de Johnnie Walker Black que, haciendo caso omiso de las advertencias de los prospectos, combinó con una mezcla potente de analgésicos. Acababa de llegar a la cama cuando le sobrevino la parálisis. Al comienzo supuso que era por la medicación y de hecho agradeció esa sensación de entumecimiento. Pero, ya tumbado en la cama, le entró un poco de pánico al pensar que quizá se debiera a que el lupus había pasado a una etapa superior, más agresiva. Cuando empezó a tener dificultades para respirar, se dio cuenta de que era algo distinto. ¿Un ataque al corazón? Pero ¿dónde estaba la presión en el pecho, el dolor punzante en el brazo izquierdo? ¿Una embolia? No tenía dificultades para pensar ni para hablar.

Pronunció unas cuantas palabras con toda claridad. No tenía la impresión de que se le hubiera torcido la cara. No había notado ningún dolor con anterioridad, pero en ese momento no sentía las extremidades, nada de nada. Recorrió el brazo con la mirada hasta llegar a la mano izquierda. Intentó frotarse los dedos, pero no les llegó la orden del cerebro.

Sin embargo, hacía un rato había notado algo en los dedos. Algo viscoso, como la vaselina. Por mucho que se frotara no llegaba a deshacerse de aquella sustancia. Se había lavado las manos al llegar a casa y le había ido bien. Ya no se notaba los dedos pegajosos. No sabía si era por el jabón y el agua o porque la sustancia se había evaporado.

Entonces el peso de la realidad cayó sobre él como una losa: «O absorbido. Absorbido por mi cuerpo.» ¿Dónde se le habían humedecido los dedos? Se esforzó por recordar. Por la mañana no. Ni en la tienda. Tampoco en el restaurante. ¿Después? Quizás. Al subir al coche. ¡La manija de la portezuela! Si hubiera sido capaz de incorporarse, habría saltado con un «eureka». Pero era incapaz. Apenas podía respirar. Lo único que brotaba de su boca era una especie de resuello corto. Habían untado la manija con algo que ahora le estaba matando. Miró el teléfono en la mesita de noche. Se encontraba a poco más de medio metro, pero bien podría haber estado en China, porque no le servía de nada.

La silueta apareció en la oscuridad junto a su cama. El hombre iba al descubierto; Ross le vio los rasgos incluso a la tenue luz. Era joven y de aspecto normal. Ross había visto miles de caras como aquélla y no les había prestado demasiada atención. Su trabajo no tenía nada de normal, sino que se consideraba extraordinario. No le entraba en la cabeza que un hombre como ése hubiera conseguido matarle.

Cuando la respiración de Ross se tornó más dificultosa, el hombre sacó algo del bolsillo y se lo tendió. Era una foto, pero Ross no logró identificar a la persona de la instantánea. Harry Finn se percató de ello y encendió un pequeño boli-linterna para iluminar la foto. Ross la recorrió con la mirada. Siguió sin reconocer a la persona hasta que Finn dijo su nombre.

—Ahora ya lo sabes —añadió con toda tranquilidad—. Ahora ya lo sabes.

Guardó la foto y permaneció quieto y en silencio contemplando a Ross mientras la parálisis iba propagándose. Siguió así hasta que el hombre exhaló un último suspiro irregular y las pupilas se le volvieron vidriosas.

Al cabo de dos minutos Harry Finn caminaba por el bosque lindante con la parte posterior de la casa de Ross. A la mañana siguiente subió a un avión, esta vez en la cabina principal. Aterrizó, fue en coche a su casa, besó a su mujer, jugó con el perro y recogió a los niños del colegio. Esa noche salieron todos a cenar para celebrar que en la escuela habían elegido a la benjamina de la familia, Susie, de ocho años, para hacer de árbol parlante en una obra de teatro.

Aproximadamente a las doce de la noche, Harry Finn bajó a la cocina, donde el fiel
George
se levantó de su lecho para saludarlo. Sentado en la cocina y mientras acariciaba al perro, Finn tachó mentalmente a Dan Ross de su lista.

Se centró en el siguiente nombre, Carter Gray, ex jefe del imperio de inteligencia de Estados Unidos.

4

Annabelle Conroy estiró sus largas piernas y observó el paso del paisaje por la ventanilla del tren Amtrak Acela en que viajaba. Casi nunca tomaba el tren; su medio de transporte habitual solía ir a 39.000 pies de altitud, donde engullía cacahuetes, bebía cócteles aguados de siete dólares y soñaba con la siguiente estafa. Ese día viajaba en tren porque su compañero, Milton Farb, no estaba dispuesto a subir en ningún medio de transporte que se elevase del suelo.

—El avión es el medio de transporte más seguro —le había informado ella.

—No si vas en un avión que está cayendo en picado. Entonces las posibilidades de morir son básicamente del cien por cien. Y no me gustan esas probabilidades.

Annabelle había llegado a la conclusión de que discutir con genios resultaba demasiado duro. De todos modos, Milton, el hombre con memoria fotográfica y un talento incipiente para mentir con brillantez, había realizado un buen trabajo. Se habían marchado de Boston tras acometer con éxito su misión. El artículo volvía a estar donde debía y a nadie se le había ocurrido llamar a la policía. En el mundo de los grandes golpes de Annabelle, aquello era sinónimo de perfección.

Media hora después, mientras el único tren de alta velocidad de Amtrak bajaba por la costa Este y llegaba a la estación, Annabelle miró por la ventanilla y se estremeció sin querer cuando el conductor anunció que estaban llegando a Newark, Nueva Jersey. Aquél era el territorio de Jerry Bagger, aunque, por suerte, el tren Acela no paraba en Atlantic City, sede del imperio del desquiciado magnate de los casinos. Si así fuera, Annabelle no habría viajado en él.

No obstante, era suficientemente lista como para saber que Jerry Bagger tenía sobrados motivos para salir de Atlantic City e ir a buscarla a dondequiera que estuviera. Cuando alguien estafaba a un tío como Bagger cuarenta millones de dólares, suponer que haría todo lo posible por despellejar lenta y dolorosamente a su estafador no resultaba nada descabellado.

Miró a Milton, que aparentaba unos veinte años gracias a su rostro juvenil y el pelo largo. En realidad se acercaba a los cincuenta. Estaba con su ordenador, haciendo algo que ni Annabelle ni nadie de un nivel inferior al de genio sería capaz de comprender.

Aburrida, se puso en pie, fue al vagón-cafetería y pidió una cerveza y una bolsa de patatas fritas. Luego echó un vistazo a un ejemplar del
New York Times
que habían dejado en una mesa. Se sentó en un taburete y, mientras tomaba la cerveza y comía las patatas, hojeó el periódico buscando alguna noticia que pudiera brindarle una idea para su siguiente aventura. En cuanto volviera a Washington, tenía que tomar varias decisiones, principalmente si quedarse donde estaba o huir del país. Sabía la respuesta. Una isla perdida del sur del Pacífico era el lugar más seguro para ella en esos momentos, el lugar donde esperar que pasara el tsunami
Jerry
. Bagger tenía unos sesenta y cinco años y la estafa que había perpetrado contra él seguro que le había subido la tensión arterial de forma considerable. Con un poco de suerte, pronto estiraría la pata por culpa de un ataque al corazón y ella quedaría impune. Sin embargo, no era seguro. Con Jerry siempre había que pensar que se tenían todas las de perder.

No debería haber sido una decisión difícil y, sin embargo, lo era. Había conocido y entablado una buena amistad, o lo más parecido para alguien como ella, con un grupo de excéntricos que se hacían llamar el Camel Club. Sonrió para sus adentros mientras pensaba en el cuarteto, uno de cuyos miembros se llamaba Caleb Shaw y trabajaba en la Biblioteca del Congreso. Según ella, guardaba un gran parecido con el león cobarde de
El mago de Oz
. Entonces se le apagó la sonrisa. Oliver Stone, el cabecilla de la pequeña banda de malhechores era muy distinto. Seguramente había tenido un pasado horroroso, suponía Annabelle, una historia que incluso superaba a la de ella por inusual y extraordinaria, lo cual no era moco de pavo. No sabía si sería capaz de despedirse de Oliver Stone. Dudaba volver a encontrarse jamás con alguien como él.

Se fijó en un joven que pasaba por allí que no intentó disimular su admiración por su cuerpo alto y curvilíneo, larga melena rubia y rostro de treinta y seis años que, si no hacía volver la cabeza a todos los hombres, poco le faltaba. Eso a pesar de la pequeña cicatriz en forma de anzuelo que tenía debajo del ojo, gentileza de su padre, Paddy Conroy, el mejor artista del timo de su generación y el peor padre del mundo, por lo menos en opinión de su única hija.

—Hola— dijo el joven. Con su cuerpo delgado, el pelo alborotado y ropa cara diseñada para parecer barata y cutre, parecía sacado de un anuncio de Abercrombie & Fitch. Enseguida lo catalogó como estudiante de una universidad prestigiosa con mucho más dinero de lo que resulta saludable y la insufrible actitud altanera que se deriva de tales circunstancias.

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