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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Frío como el acero (3 page)

BOOK: Frío como el acero
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—Hola —respondió ella, y siguió leyendo el periódico.

—¿Adónde vas? —preguntó él al tiempo que se sentaba a su lado.

—A un sitio distinto del que vas tú.

—Pero si no sabes adónde voy —repuso él en tono juguetón.

—Ahí está la gracia, ¿no?

O no la entendió o le dio igual.

—Voy a Harvard.

—Vaya, nunca lo habría dicho.

—Pero soy de Filadelfia. De la Main Line. Mis padres tienen una finca en esa zona.

—Vaya otra vez. No está mal tener padres dueños de una finca —comentó ella sin mostrar interés alguno.

—Tampoco está mal tener padres que se pasen la mitad del año en el extranjero. Esta noche he organizado una fiestecilla allí. Va a ser un desenfreno total. ¿Te apuntas?

Annabelle notaba que el chico se la comía con los ojos. «Bueno, ya estamos otra vez.» Sabía que no debía pero, con tíos como ése, era incapaz de contenerse.

Cerró el periódico.

—No sé. Cuando dices desenfreno, ¿a qué te refieres exactamente?

—¿Cuán desenfrenada quieres que sea? —Vio que formaba la palabra «nena» con los labios pero, al parecer, se lo pensó dos veces antes de utilizarla; era demasiado pronto.

—No soporto las decepciones.

Él le tocó el brazo.

—No creo que te lleves una decepción.

Ella sonrió y le dio una palmadita en la mano.

—¿A qué te refieres entonces? ¿Alcohol y sexo?

—Eso está hecho. —Le dio un apretón en el brazo—. Oye, viajo en primera clase, ¿por qué no te vienes conmigo?

—¿Va a haber algo más aparte de alcohol y sexo?

—¿Quieres todos los detalles?

—Los pequeños detalles son los que cuentan, ¿no?

—Steve. Steve Brinkman. —Soltó una risita estudiada—. Ya sabes, de la familia Brinkman. Mi padre es el vicepresidente de uno de los mayores bancos del país.

—Que sepas, Steve, que si sólo tienes coca en la fiesta, y no me refiero al refresco de cola, me llevaré una gran decepción.

—¿Qué buscas? Seguro que puedo conseguirlo. Tengo contactos.

—Pirulas, azúcar moreno, polen, con la artillería para hacerlo bien y nada de pastel, el pastel siempre me deja fatal —añadió, refiriéndose a las drogas de mala calidad.

—Vaya, sí que estás puesta en el tema —dijo Steve mientras miraba nervioso hacia el resto de los viajeros del vagón cafetería.

—¿Has perseguido al dragón alguna vez, Steve? —preguntó.

—Pues no.

—Es una forma genial de inhalar heroína. Te da el mejor subidón del mundo, si no la palmas.

Él le apartó la mano del brazo.

—Pues no suena muy inteligente.

—¿Cuántos años tienes?

—Veinte. ¿Por qué?

—Me gustan los hombres más jovencitos. Considero que cuando un hombre llega a los dieciocho ya ha dejado atrás lo mejor de su potencia sexual. Así pues, ¿va a haber menores en esa fiesta?

Él se levantó.

—Creo que esta invitación no ha sido muy buena idea.

—Oh, no tengo manías. Pueden ser chicos o chicas. Porque cuando vas hasta el culo de metas, ¿qué más da?

—Bueno, me voy —se apresuró a decir Steve.

—Una cosa más. —Annabelle sacó la cartera y le mostró rápidamente una placa falsa al tiempo que añadía en voz baja—: ¿Reconoces la placa de la DEA, Steve? ¿La agencia antidroga?

—¡Oh, Dios mío!

—Y ahora que me has contado lo de la finca de papá y mamá Brinkman en Main Line, estoy segura de que mi equipo de asalto no tendrá problemas para encontrar el sitio. Eso si es que todavía tienes la intención de montar esa fiestecita.

—Por favor, te juro por Dios que sólo estaba… —Estiró una mano para mantenerse en pie.

Annabelle se la cogió y le apretó los dedos con fuerza.

—Vuelve a Harvard, Stevie y, cuando acabes la carrera, destrózate la vida como te dé la gana. Pero de ahora en adelante vete con cuidado con lo que le dices a las desconocidas en los trenes.

Annabelle lo vio desaparecer a toda prisa por el pasillo que conducía a la seguridad de la primera clase.

Se acabó la cerveza y ojeó distraídamente las dos últimas páginas del periódico. Entonces fue ella quien se quedó pálida.

Un estadounidense identificado provisionalmente como Anthony Wallace había sido encontrado moribundo víctima de una paliza en una mansión en la costa de Portugal. Otras tres personas habían sido asesinadas en la casa y encontradas en un tramo de difícil acceso en la costa. Todo apuntaba a que el móvil era robo. Aunque Wallace seguía con vida, estaba en coma tras sufrir lesiones cerebrales considerables y los médicos no albergaban demasiadas esperanzas.

Arrancó la noticia y se dirigió con paso vacilante a su asiento.

Jerry Bagger había encontrado a Tony, uno de sus compinches en la estafa. ¿Una mansión? Le había dicho a Tony que fuera especialmente discreto y que no hiciera ostentaciones con el dinero. Él no le había hecho caso y ahora estaba prácticamente muerto. Lo normal era que Jerry no dejara testigos.

Pero ¿qué le había sonsacado Jerry a Tony a fuerza de palizas? Sabía la respuesta: todo.

Milton dejó de teclear en el ordenador y alzó la mirada hacia ella.

—¿Estás bien?

Annabelle no respondió. Mientras el tren se dirigía a Washington, ella miraba por la ventanilla sin ver el paisaje de Jersey. Ya no se sentía segura, sólo pensaba en su muerte inminente con todo lujo de detalles, cortesía de Jerry Bagger.

5

Oliver Stone consiguió colocar la vieja lápida cubierta de musgo en posición vertical y la rodeó de tierra allanada para que se mantuviera erguida. Se puso en cuclillas y se secó la frente. A su lado, en el suelo, había dejado una radio portátil sintonizada en la emisora de noticias local. Stone necesitaba información tanto como el oxígeno. Mientras escuchaba se sobresaltó. Esa misma tarde se celebraría una ceremonia de entrega de condecoraciones en la Casa Blanca en la que nada menos que Carter Gray, recién jubilado como jefe de las agencias de inteligencia, recibiría la Medalla de la Libertad de manos del presidente, el mayor honor al que podía aspirar un civil. Gray había servido a su país de forma excepcional durante casi cuatro décadas, dijo el locutor, y citó las palabras del presidente al decir que Carter Gray era un hombre del que toda América debía estar orgullosa, un verdadero patriota al servicio de la nación.

Stone no acababa de estar de acuerdo con tal afirmación. De hecho, Carter Gray había dimitido repentinamente de su cargo como zar de los servicios de inteligencia de la nación por él.

«Si el presidente supiera que el hombre al que va a imponer la medalla estaba dispuesto a pegarle un tiro en la cabeza…», se dijo Stone. El país nunca estaría preparado para esa clase de verdades.

Consultó la hora. No cabía duda de que los muertos podían seguir existiendo un rato sin él. Al cabo de una hora, duchado y vestido con sus mejores galas, compuestas por ropa de segunda mano de una organización benéfica, salió de su casita de cuidador del cementerio de Mount Zion, parada del ferrocarril clandestino y última morada de importantes afroamericanos del siglo XIX. Stone cubrió rápidamente la distancia que separaba las afueras de Georgetown de la Casa Blanca con las grandes zancadas de su cuerpo esbelto de casi metro noventa.

A sus sesenta y un años había perdido muy poca energía y vigor. Con el pelo cano cortado al rape, parecía un instructor de marines jubilado. Seguía siendo una especie de comandante, aunque su variopinto regimiento llamado Camel Club era totalmente extraoficial. Lo formaban él y tres hombres más: Caleb Shaw, Reuben Rhodes y Milton Farb.

No obstante, Stone quizá tuviera que añadir otro nombre a la lista: Annabelle Conroy. Había estado a punto de morir con ellos en su última aventura. La verdad, Annabelle era una de las personas más despiertas, preparadas y valientes que había conocido jamás. Sin embargo, tenía la corazonada de que aquella mujer, que había ido a ocuparse de un asunto pendiente con la ayuda de Milton Farb, les dejaría pronto. Stone sabía que alguien iba a por ella, alguien a quien ella temía; en tales circunstancias a veces lo más inteligente es huir. Stone tenía ese concepto bien claro.

La Casa Blanca estaba justo delante. Nunca se le permitiría cruzar las sagradas puertas de entrada y ni siquiera tenía derecho a estar en ese lado codiciado de Pennsylvania Avenue. Lo que sí podía hacer era esperar en el Lafayette Park, situado al otro lado de la calle. Había tenido una tienda plantada allí hasta que recientemente el Servicio Secreto le había obligado a retirarla. De todos modos, la libertad de expresión seguía vigente en EE.UU. y por tanto su pancarta seguía en pie. Desplegada entre dos postes clavados en el suelo, rezaba: «Quiero la verdad.» Igual que otras cuantas personas de la ciudad, se rumoreaba. Hasta el momento, Stone no había sabido de nadie que la descubriera en la capital mundial de las ocultaciones y los engaños.

Pasó el rato charlando con un par de agentes del Servicio Secreto uniformados que conocía. Cuando las puertas de la Casa Blanca empezaron a abrirse, interrumpió la conversación y observó el sedán negro que salía. No veía a través de los cristales tintados pero, por algún motivo, sabía que Carter Gray viajaba en ese vehículo. Quizá lo había reconocido por el olor.

La corazonada se confirmó cuando el hombre bajó la ventanilla y Stone se encontró cara a cara con el ex jefe de los servicios de inteligencia, el recién galardonado con la Medalla de la Libertad y uno de sus principales enemigos.

Cuando el coche redujo la velocidad para doblar la esquina, el rostro ancho y con gafas de Gray le observó impasible. Entonces, con una sonrisa, sostuvo en la mano la medalla grande y reluciente para que Stone la viera.

Como Stone carecía de medallas, optó por hacerle un corte de mangas. La sonrisa del hombre se convirtió en gruñido y subió la ventanilla rápidamente.

Stone se volvió y regresó al cementerio, convencido de que el viaje bien había valido la pena.

Cuando el coche de Carter Gray giró en la calle Diecisiete, le siguió otro vehículo. Harry Finn había llegado a Washington aquella mañana. Él también se había enterado de que era el gran día para Gray en la Casa Blanca y, al igual que Stone, había ido a verle. Si bien éste se había aventurado allí para tener un gesto desafiante con un hombre al que odiaba, Finn había acudido para seguir urdiendo un plan para matarle.

El viaje en coche les llevó fuera de Washington D.C., a Maryland, hasta la ciudad costera de Annapolis, situada en la bahía de Chesapeake. Entre otras cosas, era famosa por los pasteles de cangrejo y por ser la sede de la Academia Naval. Hacía poco que Gray había cambiado su alejada granja en Virginia por una casa aislada en un acantilado con vistas a la bahía. Como ya no formaba parte del Gobierno, las medidas de seguridad que le rodeaban eran mucho más discretas que antes. De todos modos, como había sido director de la CIA, seguía recibiendo informes diarios. Y tenía dos agentes asignados porque su labor pasada había contrariado a unos cuantos enemigos de Estados Unidos, cuyo mayor deseo sería meterle un tiro entre ceja y ceja.

Finn sabía que matar a Gray sería mucho más difícil que cargarse a alguien como Dan Ross. Debido a lo complejo del caso, éste era uno de sus numerosos viajes de reconocimiento. En cada ocasión había empleado un vehículo distinto, alquilado con nombre falso, y se había disfrazado para que no identificaran su perfil. Además, aunque perdiera al vehículo que seguía entre el tráfico, sabía adónde se dirigía. No dejó de seguirlo hasta que el coche tomó un camino de tierra privado que conducía a la casa de Gray y los acantilados, donde diez metros más abajo las aguas de la bahía retumbaban contra las rocas.

Más tarde, encaramado a un árbol con unos prismáticos de largo alcance, Finn vio algo en la parte trasera de la casa de Gray que le permitiría matarle. Esbozó una sonrisa mientras el plan se iba dibujando rápidamente en su cabeza.

Esa noche llevó a su hija Susie a clases de natación. Sentado en las gradas y contemplando con orgullo cómo su cuerpecito se deslizaba a la perfección por la piscina, imaginó los últimos segundos de la vida de Carter Gray. Sin duda valdría la pena.

Llevó a su hija a casa, ayudó a acostarles a ella y a su hermano Patrick de diez años, discutió con su hijo adolescente y luego jugaron al baloncesto en el camino de entrada de la casa hasta que los dos acabaron sudando y riendo. Más tarde, hizo el amor con su mujer Amanda, a quien todo el mundo llamaba Mandy, e, inquieto, se despertó alrededor de la medianoche y preparó las bolsas del almuerzo de sus hijos para el día siguiente. También firmó una autorización para que el mayor, David, pudiera ir a una excursión al Capitolio y otros lugares de interés de la capital. David empezaría el instituto el curso siguiente, y Finn y Mandy le habían llevado a varias jornadas de puertas abiertas. A David le gustaban las matemáticas y las ciencias. Finn pensaba que probablemente acabaría siendo ingeniero. Él, a quien también se le daba bien la mecánica, había estado a punto de seguir ese camino antes de que su vida diera un giro. Se había alistado en la Marina y rápidamente había llegado a la élite.

Finn había pertenecido a los SEAL, con experiencia en operaciones especiales y acciones de combate. Además, tenía un excepcional conocimiento de lenguas extranjeras gracias a múltiples cursos en California, donde había pasado buena parte de su vida estudiando árabe, y luego se había familiarizado con los dialectos que no le habían enseñado en la escuela sobre el terreno en el mundo árabe. En su empleo actual viajaba a menudo, pero también pasaba mucho tiempo en casa. Casi nunca se perdía un acontecimiento deportivo o escolar. Quería que sus hijos contasen con él, con la esperanza de que ellos siguieran su ejemplo en el futuro. Consideraba que era lo mejor que un padre podía hacer.

Cuando acabó de preparar los almuerzos, se encerró en el estudio y empezó a trazar planes para Carter Gray. Por cuestiones prácticas, no pensaba imitar su enfrentamiento con Dan Ross. Sin embargo, Finn no era de los que acometía misiones imposibles. Hasta los asesinos tenían que ser flexibles; de hecho, quizás eran las personas más flexibles.

Clavó la mirada en las fotos de sus tres hijos que tenía en el escritorio. El nacimiento y la muerte. Era igual para todo el mundo. Empezábamos en un extremo y acabábamos en el otro. Lo que hacíamos entre ambos extremos definía qué y quiénes éramos. No obstante, Harry Finn sabía que era sumamente difícil catalogarlo a él. Algunas veces ni siquiera él se entendía del todo.

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