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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

Frío como el acero (33 page)

BOOK: Frío como el acero
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—Cierto, la mujercita que dejaste para mí.

—La noche que la mataste estaba en la cárcel, hijoputa. De lo contrario habrías tenido que pasar sobre mi cadáver. Ella fue lo único que quise en toda mi vida. Y juro por Dios que planeaba pegarte un tiro en la cabeza, igual que le hiciste a ella.

—¿Antes o después de que matara a tu hija?

—Estaba dispuesto a pagar cualquier precio con tal de pescarte —replicó Paddy.

—Pero Annabelle te fastidió, ¿verdad? ¿Verdad que sí, viejo?

—No la culpo por volverse contra mí.

—Dado que planeabas trincarme por haber matado a tu mujer, ¿quieres que te informe sobre sus últimos instantes de vida? ¿Te gustaría?

—Encontraré la forma de matarte, Jerry. Te lo juro.

—Lo tomo como un sí. Le destrozamos la casa y ella me reconoció. ¿Y sabes qué dijo? Dijo: «¿Por qué haces esto, Jerry? ¿Por qué vas a matarme? Yo no te he hecho nada.» ¿Y sabes qué le dije? Le dije: «Porque el gallina de tu marido me timó y te dejó pagar el pato. Eso demuestra lo mucho que te quiere, tontorrona.» Y entonces le pegué un tiro en la cabeza. Bueno, ¿quieres saber algo más antes de que empiece a descuartizarte?

—Ya es suficiente —dijo una voz femenina.

Todos se volvieron para ver aparecer a Annabelle y Alex por detrás de una pila de cajas de embalaje. Alex apuntaba con una pistola a Bagger, mientras que los hombres de éste les encañonaron con ocho pistolas.

—¿Cómo cono habéis entrado aquí? —preguntó Bagger.

—He venido con el FBI —respondió Annabelle.

—Nadie ha podido seguir a mis chicos.

—No les hemos seguido. Te hemos seguido a ti. Este sitio está rodeado, Jerry. No tienes escapatoria.

—¿Ah, sí? ¿Ahora trabajas para el FBI? Mira, nena, me timaste una vez, debería darte vergüenza, pero si me timas dos veces, a quien se le caerá la cara de vergüenza será a mí. —Bagger habló con voz segura aunque su expresión no lo era tanto.

—Dice la verdad, gilipollas —dijo Alex—. Así que diles a tus hombres que suelten las armas antes de que sea demasiado tarde.

—Matadlos —ordenó Bagger.

En ese mismo instante todas las puertas del almacén se abrieron abruptamente y dos docenas de hombres con chalecos antibalas irrumpieron armados con ametralladoras.

—¡FBI, soltad las armas!

Bagger soltó el cuchillo y sus hombres dejaron las pistolas ante aquel impresionante despliegue de agentes federales.

La mirada de Bagger pasó de Annabelle a Paddy.

—¿Dos estafadores colaborando con los federales?

—Uno hace lo que tiene que hacer, Jerry —dijo Paddy mientras se vestía rápidamente.

Bagger miró a uno de los agentes del FBI y recuperó la arrogancia.

—Esa zorra me robó cuarenta millones. ¿Se ha molestado en contároslo mientras hacía de chivata?

—No es asunto mío.

—Oh, vaya, entonces, ¿de qué se me acusa exactamente?

—Aparte de secuestro y agresión, de los asesinatos de Tammy Conroy, tres personas en Portugal y Tony Wallace, que murió ayer.

Bagger soltó un bufido.

—Tengo una docena de testigos oculares que testificarán que no estaba presente cuando murieron esas personas.

Annabelle enseñó una videocámara.

—Tu confesión está aquí, Jerry. Tengo que reconocer que hablas muy claro. —Entregó el aparato al oficial al mando.

Bagger miró a los hombres del FBI y luego se dirigió a Annabelle.

—Bueno, entonces supongo que se acabó —dijo. Se introdujo la mano en el bolsillo.

—Quieto —ordenó un agente—. Saca esa mano lentamente.

Bagger obedeció, aunque escondía algo en la mano.

—Esto es un detonador, amigos. Si retiro el pulgar de aquí, tengo un trozo de C4 en el monovolumen que está a mis espaldas que hará saltar por los aires todo y a todos en un radio de cien metros a la redonda. —Se dirigió al oficial al mando—: Compruébalo tú mismo si no te lo crees.

El oficial asintió hacia uno de sus hombres. Éste miró en la parte trasera del vehículo. La expresión con que miró a su superior lo dijo todo.

—Ahora vamos a hacer lo siguiente —dijo Bagger. Con la mano libre señaló a Paddy y a Annabelle—. Ellos vienen conmigo.

—No vamos a permitir que salgas del edificio —dijo el oficial al mando.

—Entonces pasaremos todos a mejor vida.

—No me lo creo —dijo el oficial.

—Mi mayor esperanza es una inyección letal, ¿no? Pues no moriré solo. Así que, si crees que no soy capaz, es que no conoces a Jerry Bagger. —Miró a dos francotiradores que le habían colocado dos puntos rojos en la frente—. Si tus chicos me disparan, mi pulgar se moverá sin remedio.

El oficial miró con inquietud a Alex y luego a Annabelle.

Ella dio un paso adelante.

—De acuerdo, Jerry, tú ganas. Vamos.

Alex también dio un paso adelante.

—Yo también voy.

—No, tú no, Alex —espetó ella.

Bagger sonrió maliciosamente.

—¿Alex? ¿Te llamas Alex? Parece que por fin has encontrado a un amigo, Annabelle. Y no quiero privarte de tus amigos. —Miró a Alex—. Felicidades, capullo, tú también vienes.

Bagger miró al oficial.

—Quiero que sepas que soy un tío justo, así que puedes llevarte a algunos de mis chicos para que no quedes tan mal. —Señaló a Mike—. Incluyendo a ése.

—¡Señor Bagger! —protestó Mike.

—Cállate —espetó Bagger antes de dirigirse a Annabelle y a los demás—. Subid al monovolumen. —Cuatro de sus hombres recogieron sus armas y todos subieron al vehículo.

Alex, Annabelle y Paddy se colocaron en los asientos del centro. Bagger y uno de sus hombres subieron delante y tres más detrás.

Bagger bajó la ventanilla.

—Si veo un coche u oigo un helicóptero que nos sigue, empiezo a cargarme a la gente, ¿entendido? —Se despidió con la mano de los agentes del FBI cuando el vehículo salió del almacén.

—¿Adónde vamos, señor Bagger? —preguntó el chófer.

—Al aeropuerto privado del oeste de Maryland, adonde les dije que llevaran el jet. Ya supuse que quizá tendría que largarme sin previo aviso. Voy a llamar ahora mismo para decirles que vayan calentando motores. —Miró a Annabelle—. Siento decirte que vosotros tres no venís con nosotros.

77

A Carter Gray se le daba muy bien pescar. El problema era que no lograba cobrar el pez que más deseaba porque no encontraba el cebo adecuado. Sus hombres habían trabajado incansablemente, y Gray había leído una montaña de archivos digitales. No obstante, después de tanta molestia y fatiga sólo tenía un nombre: Harry Jedidiah, hijo de Lesya y Rayfield Solomon, también llamado David P. Jedidiah II.

También había intentado encontrar a la variopinta pandilla de tipos raros de Oliver Stone: el ex militar fortachón Reuben Rhodes, que Gray recordaba de Murder Mountain; el bibliotecario apocado Caleb Shaw, que no iba a su casa ni a su trabajo en la Biblioteca del Congreso desde hacía unos días; y Milton Farb, el genio angelical con un trastorno obsesivo-compulsivo. Gray disponía de un dossier para cada hombre y, aun así, parecía habérselos tragado la tierra. Farb y Shaw no habían utilizado sus respectivos móviles y Rhodes no tenía ninguno a su nombre. Además, se había mudado hacía poco y no había dejado ninguna dirección de contacto. Su domicilio actual tampoco constaba en ningún registro inmobiliario; los hombres de Gray lo habían comprobado. Sin embargo, con los recursos de Carter Gray nadie debería poder desaparecer de ese modo. No era de extrañar que esas células de terroristas infiltrados fuesen casi imposibles de descubrir. América era demasiado grande y demasiado libre, joder.

En cierto sentido, los soviéticos habían acertado: «Espiad a todo el mundo porque nunca se sabe cuándo un amigo puede convertirse en enemigo.»

Ahora se había empeñado en localizar al hijo de Lesya, y se había dedicado a un aspecto concreto como punto de menor resistencia. Se levantó del asiento en el bunker y encendió la tele. Acto seguido, el jefe de inteligencia pulsó un botón en el mando a distancia que sostenía.

La escena que apareció pertenecía al edificio Hart de la oficina del Senado. Estaba claro que Roger Simpson sería un objetivo del hijo de Lesya. En tal caso, podía atacar al senador en su casa o su oficina. Gray ya había visionado las grabaciones de la cámara de vigilancia del bloque de apartamentos de Simpson, pero no había encontrado nada útil. Ahora se dedicaría al despacho.

Observó horas y horas de grabación de gente entrando y saliendo en el edificio. Había mucha gente, y ese exceso hacía que parecieran siluetas inútiles. Entonces Gray pensó en otra opción. Puso otro DVD, se reclinó en el asiento y empezó a observar el vestíbulo que conducía al despacho de Simpson. Se pasó tres horas mirando, escrutando metódicamente a cada persona que aparecía en la grabación.

«Por fin.» Se incorporó y lo visionó otra vez. El hombre que estaba arreglando la puerta del despacho de Simpson. Acercó el rostro. Gray era experto en ver a través de los disfraces. ¿Acaso los pómulos guardaban cierto parecido con los de Solomon? ¿El mentón, los ojos con los de Lesya? A diferencia de lo que le había dicho al presidente, conocía bien a aquella mujer.

Realizó varias llamadas y la historia empezó a cobrar forma rápidamente. Nadie de la oficina de Simpson había llamado para que arreglaran la puerta. Sin embargo, la recepcionista de Simpson informó de que eso había dicho el hombre, que le habían llamado. No obstante, según las imágenes que tenía Gray no había entrado en el despacho, y en el resto de los discos de vigilancia tampoco se apreciaba nada. Llevaron a un perro rastreador de explosivos, en vano. Nadie se molestó en buscar micrófonos ocultos porque un micrófono no mataba personas.

El siguiente paso fue coger la imagen del técnico que había ido a arreglar la puerta, reducirla a los rasgos esenciales y pasarla por todas las bases de datos oficiales. Estaban haciendo lo mismo con las grabaciones de vídeo del aeropuerto y las descripciones recibidas de la residencia geriátrica. Si bien la era de la informática había acelerado sobremanera tal proceso, seguía siendo lento, algo que Gray no podía permitirse. Dejar que las autoridades pillaran a Lesya no era una opción: podía contar demasiadas cosas. Estaba claro que había transmitido esos conocimientos a su hijo. Y si Carr estaba con ellos, ninguno de los tres podía seguir con vida. Resultaría catastrófico para el país, para el mundo. Y para Carter Gray.

78

Bagger ordenó a su hombre que fuera por la ciudad en vez de por la ronda de circunvalación hasta Maryland. Se pararon una vez y cambiaron la matrícula del monovolumen por si el FBI la había anotado. Luego siguieron circulando, mezclándose con docenas de vehículos similares.

Bagger se recostó en el asiento con aire satisfecho mientras pulsaba un botón del detonador para desactivarlo.

Paddy iba muy quieto en el asiento observando a Bagger. Annabelle tenía la vista fija delante. Alex también observaba a Bagger o, mejor dicho, su pulgar.

—¿Una bomba, Jerry? No es propio de ti huir de este modo —dijo Annabelle.

—Tú me enseñaste esa lección —dijo sonriendo—. El valor de lo impredecible. A veces se aprende más cuando te dan una patada que cuando sales ganando. Fuiste directa a estafarme a mí en vez de intentarlo en el casino. O sea que ahora te he devuelto la jugada. Jerry Bagger nunca se echa atrás, siempre se queda para seguir luchando. Pues esta vez no, nena. Y no sabes lo bien que sienta.

—Me alegra haberte dado tan buen ejemplo —ironizó ella.

—¿Cuál es el plan? —preguntó Alex—. ¿Nos dejarás tirados por el bosque camino del avión?

—¿Qué cono te importa? Estaréis muertos.

—En cuanto te libres de nosotros, ya no tendrás más rehenes. ¿Crees que te van a dejar marchar en el avión como si nada?

—No tienen ni idea de dónde tengo mi jet. En un par de horas estaré fuera de la jurisdicción de los federales.

—Tenemos acuerdos de extradición con prácticamente todo el mundo.

—Conozco los vacíos legales, créeme.

—¿Y dejarás que el Pompeii se vaya al garete?

Bagger se giró para sonreírle.

—¿Te crees que un tío como yo no tiene pasta gansa guardada en otro sitio?

—Seguro que sí, pero aun así no conseguirás escapar.

—Sí, claro. Quién sabe.

—Yo lo sé.

—Esa sí que es buena. —Bagger miró a Annabelle y se dio un golpecito en la sien—. La verdad es que tenías que haberte buscado a un chico más listo, Annabelle. Porque primero fue Tony Wallace y ahora este tarado.

—¿Quieres saber por qué no vas a escapar, Jerry? —preguntó Alex.

—Sí, dímelo, me muero de ganas de saberlo.

Alex miró por la ventanilla. Estaban cruzando el Potomac.

—Porque el FBI sabe exactamente adónde vas.

—¿Ah, sí? ¿Cómo es eso? ¿Ahora hacen seguimientos por telepatía?

Alex y Paddy intercambiaron una mirada y el cuerpo del irlandés se puso tenso.

Alex se desabotonó un poco la camisa y se la abrió. Entonces se vio el micrófono oculto.

—¿Alguna vez se te ocurre cachear a tus rehenes para ver si llevan un micrófono, gilipollas?

—¡Mierda! —exclamó Bagger, justo cuando Alex se lanzaba hacia delante y lo echaba encima del conductor, al tiempo que le golpeaba la cabeza contra el cristal de la ventanilla.

Paddy se abalanzó y le arrancó el detonador a Bagger de la mano. El conductor cayó flácido encima del volante mientras pisaba el acelerador con el pie. El vehículo quedó sin control e invadió el carril contrario.

Con un solo movimiento, Alex abrió la puerta del pasajero, cogió a Annabelle y saltó. Ella estiró el brazo para aferrar la mano de su padre. Al cabo de un segundo estaba cayendo del vehículo mientras su padre, con una fuerza que asombró a la hija, liberaba la mano.

Lo último que Annabelle vio antes de caer fue a su padre mirándola con el detonador en la mano.

Al cabo de un instante aterrizaron sobre el asfalto, ella encima de Alex. Acto seguido, el monovolumen chocó contra el muro del puente, lo derribó y cayó al vacío.

Alex y Annabelle se llevaron un buen susto cuando una tremenda explosión hizo vibrar el aire. El monovolumen estalló mientras caía hacia el río.

Alex la cubrió con su cuerpo cuando distintas partes del vehículo llovieron a su alrededor. Al cabo de treinta segundos se levantaron, contusionados, ensangrentados y con las piernas temblorosas, se acercaron tambaleándose al borde del puente dañado y miraron hacia abajo. Lo que quedaba del monovolumen y sus pasajeros estaba desapareciendo en las aguas del Potomac.

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