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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (3 page)

BOOK: La loba de Francia
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—Si la guardia no se presenta mejor, la próxima vez sufriréis vos el castigo, Alspaye —dijo.

Toda la guarnición, a excepción de los centinelas, entró en la capilla para oír misa y cantar cánticos.

Las voces rudas y en falsete llegaban hasta el prisionero, que estaba al acecho detrás de la reja. «Estad preparado para esta noche, monseñor»... El antiguo delegado del rey en Irlanda no dejaba de pensar que tal vez aquella noche estaría libre. Le quedaba una jornada de espera y de temor... Temor de que Ogle cometiera una tontería en la ejecución del plan preparado, temor de que Alspaye recobrara, en el último momento, su sentido del deber... Toda una jornada para prever los obstáculos fortuitos, los elementos del azar que pueden hacer fracasar una evasión.

«Es mejor no pensar en esto, y creer que todo irá bien. Siempre ocurre lo que uno no se imagina.» Sin embargo su pensamiento volvía a las mismas preocupaciones. «Habrá guardias en los caminos de ronda...»

Dio un rápido salto hacia atrás. El cuervo había avanzado a escondidas a lo largo del muro, y poco faltó para que alcanzara el ojo del prisionero.

—¡Ah, Eduardo, Eduardo! Esto es demasiado —dijo Mortimer entre dientes—. Uno de los dos ha de triunfar hoy.

La guarnición acababa de salir de la capilla y entraba en el refectorio para la comilona tradicional.

El carcelero reapareció en la puerta de la celda, acompañado de un guardián encargado de la comida de los prisioneros. Como excepción, el guisote de habas llevaba un poco de carnero.

—Esforzaos a poneros de pie, tío mío —le encareció Mortimer.

—Incluso nos impiden oír misa, como si fuéramos excomulgados —dijo el anciano Lord sin moverse de su camastro.

Los guardianes se habían retirado. Los prisioneros no tendrían más visitas hasta la noche.

—Así, tío mío, ¿estáis resuelto a no acompañarme? —preguntó Mortimer.

—¿Acompañarte? ¿Adónde? Nadie se evade de la Torre. Nadie lo ha conseguido jamás.

Nadie se rebela tampoco contra su rey. Cierto es que Eduardo no es el mejor soberano que haya tenido Inglaterra, y que sus dos Despenser merecerían estar en nuestro lugar; pero no se elige al rey, se le sirve. No debería haberos escuchado a Tomas Lancaster y a ti, cuando tomasteis las armas. A Tomas lo decapitaron, y nosotros mira donde estamos...

Porque era la hora en que, después de comer unos bocados, se determinó a hablar en voz monótona y gimiente, para repetir los mismos temas que su sobrino escuchaba desde hacia dieciocho meses. A sus sesenta y siete años, nada quedaba del antiguo Mortimer, del apuesto y gran señor que había sido, famoso por los torneos fabulosos celebrados en el castillo de Kenilworth, de los que todavía hablaban tres generaciones. Su sobrino se esforzaba vanamente en reavivar las brasas en el corazón de aquel anciano agotado.

—Para empezar, las piernas no me sostendrían... —agregó.

—¿Por qué no os esforzáis en intentarlo? Salid del lecho. Además, yo os llevaré, ya os lo he dicho.

—¡Eso es! Vas a llevarme por encima de las murallas, y luego por el agua, pues yo no sé nadar. Vas a llevar mi cabeza al tajo, y la tuya también. ¡Eso es lo que vas a hacer! Tal vez Dios quiera salvarnos, y tu lo vas a estropear todo por esa loca tozudez. Siempre ha sido así; la rebelión está en la sangre de los Mortimer. Recuerda al primer Roger de nuestro linaje, hijo del obispo y de la hija del rey Herfast. Había derrotado a todo el ejército del rey de Francia bajo las murallas de su castillo de Mortimer-en-Bray. Y sin embargo, ofendió tan gravemente al Conquistador, su primo, que le confiscaron todas sus tierras y bienes.

El joven Roger, sentado en el escabel, cruzó los brazos, cerró los ojos y se inclinó un poco hacia atrás hasta apoyar la espalda en la pared. Debía soportar la evocación diaria de los antepasados, escuchar por centésima vez como Ralph el Barbudo, hijo del primer Roger, había desembarcado en Inglaterra al lado del duque Guillermo, como había recibido el feudo de Wigmore, y por qué, desde entonces, los Mortimer eran poderosos en cuatro condados.

Del refectorio llegaban las canciones báquicas y los gritos de los soldados al término de la comida.

—Por lo que más queráis, tío mío, dejad por un momento a nuestros antepasados —exclamó Mortimer—. Yo no tengo tanta prisa en volverlos a encontrar como vos. Si, ya sé que descendemos de un rey. Pero la sangre de reyes no vale para nada en una prisión. ¿Nos va a liberar la espada de Herfast de Dinamarca? ¿Dónde están nuestras tierras, y para que nos sirven nuestras rentas en este calabozo? Y si me citáis a nuestras antepasadas Hadewige, Melisenda, Matilde la Mezquina, Walcheline de Ferrers, Gladousa de Braose, os preguntaré si estas son las únicas mujeres en las que debo soñar hasta que exhale mi último suspiro.

El viejo se quedó cortado un momento, mirando distraídamente su mano hinchada, de uñas demasiado largas y melladas. Luego dijo:

—Cada uno está en prisión como puede, los viejos recordando su pasado perdido, los jóvenes soñando en mañanas que no vendrán jamás. Tú crees que toda Inglaterra te quiere y trabaja en tu favor, que el obispo Orletón es tu amigo fiel, que la misma reina se esfuerza en salvarte, y que vas a partir en seguida para Francia, Aquitania o Provenza... ¡Qué sé yo! Y que a lo largo del camino las campanas te darán la bienvenida. Y ya verás; esta noche no vendrá nadie.

Se pasó, con gesto cansado, los dedos por los párpados; luego se volvió hacia la pared.

El joven Mortimer volvió junto al tragaluz, deslizó una mano entre los barrotes y la arrastró como muerta por el polvo. «Ahora se dormirá hasta la noche —pensó—. Luego se decidirá en el último momento. Desde luego, no será fácil la huida con él. ¿No la hará fracasar...? ¡Ah, aquí está Eduardo!»

El pájaro se había detenido a poca distancia de la mano inerte, y se frotaba su gran pico con la pata.

«Si te estrangulo, mi evasión tendrá éxito. Si no lo consigo, no podré escapar.»

No era ya un juego, sino una apuesta con el destino. Para entretener su espera y engañar su ansiedad, el prisionero necesitaba inventarse presagios, mientras acechaba con ojo de cazador al enorme cuervo. Pero este, como si hubiera adivinado la amenaza, se apartó.

Los hombres salían del refectorio con la cara enrojecida. Se dividieron en pequeños grupos por el patio para realizar los juegos, las carreras y luchas que eran tradicionales en esa festividad.

Durante dos horas, con el torso desnudo, sudaron bajo el sol haciendo alardes de fuerza para derribar al contrario o de destreza para lanzar mazas contra una estaca.

Se oía gritar al condestable:

—¡El premio del rey! ¿Quién lo ganará?

¡Un silencio!

Luego, cuando comenzó a declinar el día, los soldados fueron a lavarse a las cisternas y entraron en el refectorio, con más alboroto que por la mañana, comentando sus hazañas o derrotas, para seguir comiendo y bebiendo. Quien no se emborrachaba el día de San Pedro ad Vincula merecía el desprecio de sus compañeros. El prisionero les oía abalanzarse sobre el vino. La oscuridad descendía sobre el patio, la azulada oscuridad de las noches de verano, y el olor a cieno que provenía de las zanjas y del río se hacía más penetrante.

De repente, delante del tragaluz, desgarró el aire un furioso graznido, ronco, prolongado, uno de esos gritos animales que producen malestar.

—¿Qué es esto? —preguntó el viejo Lord de Chirk desde el fondo de la celda.

—He fallado —dijo el sobrino—. Le he cogido el ala en lugar del cuello.

Le habían quedado entre los dedos unas cuantas plumas negras que contemplaba tristemente a la incierta luz del crepúsculo. El cuervo había desaparecido y ya no volvería más.

«Es una tontería propia de un niño conceder importancia a esto —se dijo Mortimer—. Vamos, se acerca la hora. »

Sin embargo, estaba obsesionado por un lúgubre presentimiento.

Se distrajo con el extraño silencio que, desde hacía unos instantes, rodeaba a la Torre.

Ningún ruido salía del refectorio; las voces de los bebedores se habían apagado en su garganta; había cesado el choque de platos y picheles. No se oía más que un ladrido en alguna parte de los jardines, y el lejano grito de un barquero en el Támesis... ¿Había fracasado el complot de Alspaye, y el silencio de la fortaleza era debido al estupor que sigue al descubrimiento de las grandes traiciones?

El prisionero, con la frente pegada a las rejas del tragaluz y conteniendo la respiración, avizoraba la oscuridad y se esforzaba por oír el más pequeño ruido. Un arquero atravesó el patio titubeando, vomitó contra la pared, se desplomó y ya no se movió. Mortimer distinguía su cuerpo inmóvil sobre la hierba. Ya habían aparecido las primeras estrellas; y la noche sería clara.

Salieron dos soldados más del refectorio, apretándose el vientre con ambas manos, y se desmoronaron al pie de un árbol. No se trataba de una borrachera corriente, ya que los hombres caían como si les hubieran dado con una estaca.

Mortimer de Wigmore buscó a tientas sus botas en un rincón del calabozo y se las puso; pudo calzarse con facilidad, ya que sus piernas habían adelgazado.

—¿Qué haces, Roger? —preguntó Mortimer de Chirk.

—Me preparo, tío mío; se acerca el momento. Parece que nuestro amigo Alspaye ha hecho bien las cosas; es como si toda la Torre estuviera muerta.

—Es cierto; no nos han traído nuestra segunda comida —observó el anciano Lord con inquietud.

Roger Mortimer se puso la camisa dentro de las bragas y se ató el cinturón alrededor de la cota de mallas. Sus prendas estaban muy gastadas, ya que desde hacía dieciocho meses no le habían proporcionado otras, y llevaba su equipo de batalla tal como lo habían cogido cuando le habían sacado la armadura abollada y le habían curado el labio inferior herido por el choque de la babera.

—Si logras escapar, me quedaré solo y sobre mí caerán todas las venganzas.

Había una gran parte de egoísmo en la vana obstinación del anciano para apartar al sobrino de su proyecto de fuga.

—Escuchad, tío mío; alguien viene. Esta vez, levantaos.

Resonaron unos pasos sobre las losas; se acercaron a la puerta. Una voz llamó: 

—My Lord!

—¿Eres tú, Alspaye?

—Sí, my Lord, pero no tengo la llave. Vuestro carcelero, con su borrachera, ha perdido el llavero; ahora, en el estado en que se encuentra, no se puede sacar nada de él. He buscado por todas partes.

Del camastro donde reposaba el tío surgió una risita burlona.

El joven Mortimer lanzó un juramento de despecho. ¿Sentía miedo Alspaye en el último momento y por eso mentía? Pero en este caso, ¿por qué había venido? ¿O bien era el azar absurdo, ese azar que el prisionero había imaginado durante todo el día, y que se presentaba ahora bajo esta forma?

—Todo está preparado, my Lord, os lo aseguro —continuó Alspaye—. Los polvos del obispo mezclados con el vino han hecho maravillas. Todos están bajo un pesado sueño, como si estuvieran muertos. Las cuerdas están preparadas, la barca os espera; pero no tengo la llave.

—¿De cuánto tiempo disponemos?

—Los centinelas no se moverán antes de media hora larga. También ellos han celebrado la fiesta antes de entrar de guardia.

—¿Quién te acompaña?

—Ogle.

—Envíalo a buscar una maza, una cuña y una palanca, y haced saltar la piedra.

—Voy con él y vuelvo en seguida.

Los dos hombres se alejaron. Los acelerados latidos de Roger Mortimer marcaban el paso del tiempo. ¡Todo por una llave perdida! Bastaba que un centinela abandonara la guardia con un pretexto cualquiera para que todo fracasara... El viejo Lord estaba callado, y su fatigosa respiración llegaba desde el fondo del calabozo.

Pronto un hilo de luz se filtró por debajo de la puerta; Alspaye volvía con el barbero, quien llevaba las herramientas y una candela. Golpearon la piedra del muro en la que la cerradura estaba hundida como dos dedos. Se esforzaron en paliar los golpes, pero aun así tenían la impresión de que el eco llegaba a todos los rincones de la Torre. Cayeron al suelo trozos de piedra. Por último, el bloque cedió y abrieron la puerta.

—De prisa, my Lord —dijo Alspaye.

Su cara sonrosada, iluminada por la candela, estaba cubierta de sudor, y le temblaban las manos.

Roger Mortimer de Wigmore se acercó a su tío, y se inclinó hacia él.

—No, vete solo, hijo mío —dijo el anciano—. Es preciso que escapes. ¡Que Dios te proteja! Y no me guardes rencor por ser viejo.

El anciano Mortimer atrajo a su sobrino por la manga y le trazó con el pulgar la señal de la cruz en la frente.

—Vénganos, Roger —murmuró.

Roger Mortimer de Wigmore salió, encorvándose, de la celda.

—¿Por dónde pasaremos? —preguntó.

—Por las cocinas —respondió Alspaye.

El teniente, el barbero y el prisionero subieron unos escalones, siguieron por un corredor y atravesaron varias piezas oscuras.

—¿Vas armado, Alspaye? —susurró de pronto Mortimer.

—Llevo mi daga.

—¡Allí hay un hombre!

Mortimer había visto una persona apoyada en la pared. El barbero tapó con la palma la débil llama de la candela; el teniente sacó la daga, y avanzaron con más lentitud.

El hombre no se movió en la oscuridad. Tenía la espalda y los brazos pegados a la pared y las piernas separadas, y parecía que apenas podía mantenerse en pie.

—Es Seagrave —dijo el teniente.

El tuerto condestable, dándose cuenta de que lo habían drogado al mismo tiempo que a sus hombres, había conseguido llegar hasta allí y luchaba con un invencible entumecimiento. Veía que su prisionero se escapaba, que su teniente le había traicionado; pero de su boca no podía salir ningún sonido, sus miembros eran incapaces de todo movimiento, y en su único ojo, bajo el párpado que se le caía, se adivinaba una angustia de muerte. El teniente le pegó un puñetazo en la cara, la cabeza del condestable dio contra la pared, y se desplomó.

Los tres hombres pasaron ante la puerta del gran refectorio, donde humeaban las antorchas; toda la guarnición estaba allí dormida. Los arqueros apoyados en las mesas, tendidos en grotescas posturas, como si un mago los hubiera sumido en un sueño de cien años. El mismo espectáculo presentaban las cocinas, iluminadas solamente por las brasas puestas debajo de los enormes calderos de donde se percibía un fuerte olor a grasa quemada. También los cocineros habían probado el vino de Aquitania en el que el barbero Ogle habla mezclado la droga, y yacían sobre la tabla de carnicero o entre los jarros, panza al aire y con los brazos abiertos. Sólo se movía un gato, harto de carne cruda, que caminaba cautelosamente por entre las mesas.

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