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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico,

La loba de Francia (2 page)

BOOK: La loba de Francia
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El día siguiente de la Epifanía del año 1322 fue a reunirse con los huesos de sus antepasados, sin que nadie, excepto su esposa, lo llorara.

Sin embargo, había sido un buen rey, preocupado del bien público. Declaró inalienable cualquier parte del dominio real, es decir, de Francia propiamente dicha; unificó las monedas, pesos y medidas; reorganizó la justicia para que fuera administrada con mas equidad; prohibió la acumulación de funciones públicas y ocupar sitios en el Parlamento a los prelados; dotó a las finanzas de una administración peculiar. Se le debía también haber incrementado la manumisión de siervos. Deseaba que la servidumbre desapareciera totalmente de sus Estados; quería reinar sobre un pueblo de hombres que disfrutaran de la «verdadera libertad», tal como los había hecho la naturaleza.

Resistió a la tentación de la guerra, suprimió muchas guarniciones del interior para reforzar las fronterizas, y prefirió siempre la negociación a las estúpidas y dudosas empresas guerreras. Sin duda era demasiado pronto para que el pueblo admitiera que la justicia y la paz costaban muy caras.

«¿Donde han ido a parar las rentas, los diezmos y las anatas, las subvenciones de los Lombardos y de los judíos, puesto que se han distribuido menos limosnas, no ha habido expediciones ni se han construido edificios?», decían. «¿En que se ha empleado todo eso?»

Los grandes barones, sometidos temporalmente, y que a veces, ante las perturbaciones campesinas se habían agrupado alrededor del soberano, esperaban pacientemente que llegara su hora de desquite y contemplaban con satisfacción la agonía de aquel joven rey a quien no querían.

Felipe V el Largo, hombre solitario, demasiado avanzado para su tiempo, había pasado en medio de la incomprensión general.

No dejaba más que hijas; la «ley de los varones», que había promulgado el mismo en propio beneficio, las excluía del trono. La corona venía a recaer en su hermano menor, Carlos de la Marche, tan mediocre de inteligencia como agraciado de rostro. El poderoso conde de Valois, el conde Roberto de Artois, todo el parentesco capetino y la reacción baronial triunfaban de nuevo. Se podía volver a hablar de cruzada, mezclarse en intrigas del Imperio, traficar con el oro y burlarse de las dificultades del reino de Inglaterra.

Allá, en aquel país, un monarca inconstante, falaz, inepto, dominado por la pasión amorosa que sentía hacia su favorito, se batía contra sus barones y obispos y regaba también la tierra de su reino con la sangre de sus súbditos.

Allá una princesa de Francia vivía como mujer humillada y escarnecida, que sentía su vida en peligro, y conspiraba para protegerse, envuelta en sueños de venganza.

Diríase que Isabel, hija del Rey de Hierro y hermana de Carlos IV de Francia, había llevado consigo al otro lado de la Mancha la maldición de los Templarios...

Primera parte: Del Támesis al Garona
I.- «Nadie se evade de la Torre de Londres...»

Un enorme cuervo, reluciente, monstruoso, tan grande como un ganso, daba saltos ante el tragaluz. A veces se detenía, bajas las alas, entornados los párpados sobre sus pequeños ojos redondos, como si fuera a dormirse. Luego, de repente, levantando el pico, intentaba atacar los ojos del hombre que se encontraba tras los barrotes del tragaluz. Aquellos ojos grises, color de pedernal, parecían atraer al pájaro. Pero el prisionero retiraba con presteza el rostro. Entonces el pájaro reanudaba su paseo, a saltos torpes y cortos.

El hombre sacó la mano por entre los barrotes, una hermosa mano grande y larga; nerviosa; la avanzó insensible, la dejó inerte, parecida a una rama extendida sobre el polvo del suelo, y esperó el momento de apresar al cuervo por el cuello.

El pájaro, rápido a pesar de su tamaño, se apartó de un salto, lanzando un ronco graznido.

—Ten cuidado, Eduardo, ten cuidado —dijo el hombre, detrás de la reja del tragaluz—. Un día conseguiré estrangularte.

Porque el prisionero había bautizado al taimado pájaro con el nombre de su enemigo, el rey de Inglaterra.

Hacía dieciocho meses que duraba el juego, dieciocho meses que este deseaba estrangular al negro pajarraco, dieciocho meses que Roger Mortimer, octavo barón de Wigmore, gran señor de las Marcas galesas y ex-lugarteniente del rey en Irlanda, llevaba encerrado, en compañía de su tío Roger Mortimer de Chirk, antiguo gran juez del país de Gales, en un calabozo de la Torre de Londres. La costumbre establecía que los prisioneros de tal categoría, que pertenecían a la más antigua nobleza del reino, tuvieran alojamiento decente. Pero el rey Eduardo II, que había capturado a los dos Mortimer en enero de 1322, tras su victoriosa batalla de Shrewsbury sobre los barones rebeldes, les había asignado una celda estrecha y baja, a ras del suelo, en los nuevos edificios que acababa de construir a la derecha de la Torre del Reloj. El rey, que se había visto obligado, por la presión de la corte, de los obispos y del mismo pueblo, a conmutar por cadena perpetua la pena de muerte que había decretado contra los Mortimer, esperaba que esta celda malsana, esta cueva en la que se podía tocar el techo con la frente, haría, con el tiempo, el trabajo del verdugo.

De hecho, si bien los treinta y seis años de Roger Mortimer de Wigmore habían podido resistir semejante prisión, por lo contrario, los dieciocho meses de bruma que se colaba por el tragaluz, de humedad que rezumaban las paredes, o de espeso tufo estancado durante la época de calor, parecían haber abatido al viejo Lord de Chirk. Perdidos los dientes y el cabello, hinchadas las piernas, agarrotadas las manos por el reumatismo, apenas se levantaba de la tabla de encina que le servía de lecho, mientras su sobrino permanecía junto al tragaluz, con la mirada fija en lo alto.

Era el segundo verano que pasaban en aquella covacha. Hacía dos horas que había amanecido sobre la más célebre fortaleza de Inglaterra, corazón del reino y símbolo del poder de sus príncipes; sobre la Torre Blanca
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construida por Guillermo el Conquistador, apoyada en los cimientos mismos del antiguo castrum romano; sobre el inmenso torreón cuadrado, ligero a pesar de sus gigantescas proporciones; sobre las torres del recinto y las murallas almenadas de Ricardo Corazón de León, sobre la Morada del Rey, sobre la capilla de San Pedro y la puerta de los Traidores. El día se presentaba caluroso, pesado, como lo había sido la víspera; se adivinaba en el sol que roseaba las piedras, así como en el olor a cieno que subía del Támesis, junto al terraplén de los fosos.

«Eduardo» se había unido a los otros gigantescos cuervos en el césped tristemente famoso, el Green, donde se instalaba el tajo los días de ejecución; los pájaros picoteaban la hierba empapada de sangre de los patriotas escoceses, de los criminales de Estado y de los favoritos caídos en desgracia.

Recortaban el césped y barrían los caminos empedrados que lo rodeaban, sin que se asustaran los cuervos; porque nadie se hubiera atrevido a tocar a aquellos animales que vivían allí desde tiempo inmemorial, protegidos por una especie de superstición.

Los soldados de la guardia, al salir de sus alojamientos, se sujetaban apresuradamente el cinturón o las polainas, se calaban el casco y se agrupaban para la parada diaria que aquella mañana tenía particular importancia, ya que era 1º de agosto, día de San Pedro ad Vincula —a quien estaba dedicada la capilla— y fiesta anual de la Torre.

Rechinaron los cerrojos en la puerta baja que cerraba la celda de los Mortimer; abrió el carcelero, echó una mirada al interior y dejó entrar al barbero, hombre de ojos pequeños, larga nariz y boca redonda, que iba una vez por semana a afeitar al joven Roger Mortimer. Durante los meses de invierno esta operación era un suplicio para el prisionero, ya que el condestable
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Stephen Seagrave, gobernador de la Torre, había dicho:

—Si Lord Mortimer quiere seguir afeitándose, le enviaré el barbero, pero no tengo obligación de suministrarle agua caliente.

Lord Mortimer se había mantenido firme, primero para desafiar al condestable, luego porque su execrado enemigo el rey Eduardo llevaba una hermosa barba rubia, y por último y principalmente por sí mismo, porque sabía que si cedía en esto, se dejaría arrastrar por el abandono físico. A la vista tenía el ejemplo de su tío, que no prestaba ningún cuidado a su persona; Lord de Chirk, con su barba crecida y su largo cabello, parecía un viejo anacoreta y gemía sin cesar por las múltiples dolencias que lo agobiaban.

—Solamente el dolor de mi pobre cuerpo me hace sentir que vivo todavía —susurraba a veces.

El joven Mortimer recibía, pues, semana tras semana, al barbero Ogle, incluso cuando tenía que romper el hielo en la bacía y la rasura le dejaba las mejillas ensangrentadas. Este sufrimiento tuvo su recompensa, ya que al cabo de unos meses se dio cuenta de que Ogle podía servirle de enlace con el exterior. El hombre tenía un carácter extraño; era ávido y al mismo tiempo capaz de sacrificio; sufría por su situación subalterna, que juzgaba inferior a su mérito; la intriga le ofrecía ocasión de secreto desquite y de adquirir importancia ante si mismo, al participar de los secretos de los grandes personajes. El barón de Wigmore era sin duda el hombre más noble, tanto por nacimiento como por naturaleza, de cuantos conocía. Además, un prisionero que se empeñaba en hacerse afeitar incluso en la época de los hielos era digno de admiración.

Gracias al barbero, Mortimer había establecido una relación, tenue pero regular, con sus partidarios, especialmente con Adán Orletón, obispo de Hereford; por el barbero había sabido que podía ganar para su causa al teniente de la Torre, Gerardo de Alspaye; y por mediación del barbero también había trazado lentamente su plan de evasión. El obispo le había asegurado que sería liberado en verano. Y el verano estaba allí...

Por la mirilla de la puerta, el carcelero lanzaba de vez en cuando una ojeada desprovista de toda sospecha, por simple costumbre profesional.

El prisionero, con una escudilla de madera bajo la barbilla —¿volvería a usar algún día la bacía de fina plata labrada de otro tiempo?—, escuchaba las frases hechas que el barbero pronunciaba en voz alta para no despertar sospechas. El sol, el verano, el calor... Era cosa digna de observar que siempre hacía buen tiempo el día de la festividad de San Pedro...

Inclinándose sobre la navaja Ogle le susurró:

—Be ready tonight, my Lord
a
.

Roger Mortimer no se estremeció. Sus ojos de color de pedernal bajo las cejas bien pobladas, se volvieron hacia los pequeños ojos negros del barbero, quien confirmó sus palabras con un movimiento de párpados.

—¿Alspaye...? —murmuro Mortimer.

—He'll go with us
b
—respondió el barbero mientras pasaba al otro lado de la cara de Mortimer.

—The Bishop...?
c
—preguntó el prisionero.

—He'll be waitíng for you outside, after dark
d
—dijo el barbero, y reanudó en seguida en voz alta la conversación sobre el sol, la parada que se preparaba, los juegos que se celebrarían por la tarde...

Terminado el afeitado, Roger Mortimer se enjuagó la cara con un paño sin sentir siquiera su contacto.

Cuando salió el barbero Ogle en compañía del guardián, el prisionero se apretó el pecho con las dos manos y aspiró una gran bocanada de aire. Se contuvo para no gritar: «Estad preparado para esta noche.» Estas palabras le bailaban en la cabeza. ¿Habría llegado por fin el momento?

Se acercó a la tarima sobre la que dormitaba su compañero de calabozo.

—Esta noche, tío mío —susurró.

El viejo Lord de Chirk se dio vuelta entre gemidos, elevó hacia su sobrino sus pupilas descoloridas que tenían un brillo glauco en la sombra de la celda, y respondió cansadamente:

—Nadie se evade de la Torre de Londres, pequeño mío. Nadie... Ni esta noche, ni nunca.

El joven Mortimer se irritó. ¿Por qué aquella obstinada negativa, aquel rehusar el riesgo, un hombre al que, en el peor de los casos, le quedaba tan poca vida que perder? No quiso responder para evitar encolerizarse. Aunque hablaban en francés, como toda la corte y la nobleza, mientras que los servidores, soldados y pueblo hablaban en inglés, temían siempre que los entendieran.

Volvió junto al tragaluz y miró de abajo arriba la parada, con la agradable sensación de que quizás asistiera a ella por última vez.

Al nivel de sus ojos pasaban y repasaban las polainas de la tropa, y los gruesos zapatos de cuero que golpeaban el pavimento. Roger Mortimer admiró las precisas evoluciones de los arqueros, de aquellos admirables arqueros ingleses, los mejores de Europa, que lanzaban hasta doce flechas por minuto.

En medio del Green, el teniente Alspaye, rígido como una estaca, daba las órdenes en voz alta y presentaba la guardia al condestable. Era difícil comprender como aquel hombre joven, rubio y de tez rosada, tan atento a su deber, tan visiblemente animado del deseo de hacer bien las cosas, había aceptado la traición. Debía de tener otros motivos, aparte del incentivo del dinero. Gerardo de Alspaye, teniente de la Torre de Londres, deseaba, al igual que muchos oficiales, sherifs, obispos y señores, ver a Inglaterra libre de los malos ministros que rodeaban al rey; su juventud soñaba con desempeñar un gran papel; además, odiaba y despreciaba a su jefe, el condestable Seagrave.

Este, tuerto, de fláccidas mejillas, bebedor e indolente, debía precisamente su alto cargo a la protección de los malos ministros. Practicando descaradamente las costumbres de las que hacía gala el rey Eduardo ante la corte, se servía de la guarnición como si fuera un harén. Sus preferidos eran los hombres fuertes y rubios; por eso la presencia del teniente Alspaye, muy devoto y apartado del vicio, era para el un infierno. Por haber rechazado los tiernos asaltos del condestable, Alspaye sufría ahora constantes persecuciones. Seagrave, para vengarse, le infligía toda clase de molestias y vejaciones. El Tuerto tenía mucho tiempo para fraguar su crueldad; mientras inspeccionaba a los hombres, abrumaba a su segundo con toda clase de burlas groseras por motivos insignificantes; por un defecto en la alineación, por una mella en un cuchillo, por un minúsculo desgarrón en el cuero de una aljaba. Su único ojo sólo buscaba los defectos.

Aunque era día festivo, en el que según la costumbre se levantaban los castigos, el condestable ordenó que azotaran a tres soldados debido al mal estado en que tenían sus equipos. Se trataba de tres de los mejores arqueros. Un sargento fue a buscar el látigo y los castigados tuvieron que bajarse las calzas delante de todos sus compañeros puestos en fila. El condestable parecía divertirse mucho con el espectáculo.

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